El fin de Cien años de soledad

Luis E. Altamira


De chico solo leía revistas de historietas. Había intentado con una vuelta al mundo en 80 días de su hermano, pero el lenguaje adulto de Verne y la vida mundana del personaje principal lo desalentaron de inmediato.

En la secundaria una compañera le pasó Love Story, la novela de Erich Segal. La pudo leer. Después siguió con La tregua, de Benedetti. La madre de la compañera pensó que había llegado el momento de iniciarlo en la buena literatura y le prestó Cien Años de Soledad.

Le bastó con llegar al quinto renglón y leer "El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo", para quedar hechizado por el relato. Lo que contaban las palabras empezó a ocurrir de alguna manera, no podía decir cómo, ante sus ojos.


Estaba en el centro con sus amigos y empezaba a pensar en la novela, a anhelarla, a sentir el requerimiento de las palabras. Entonces se volvía a su casa y abría el libro, que estaba ahí, esperándolo, y la vida, el ánimo con que habían sido escritas las palabras despertaba, al punto de verlas ondular un tanto despegadas del papel, orondas de sentirse sabidas.

Maravillado por la determinación con que José Arcadio Buendía se lanzaba a sus empresas desaforadas, Martín vio de repente, colgado de la cerviz de una vaca, el cartel que el mismo José Arcadio había escrito para contrarrestar los efectos de la peste del olvido que asolaba a Macondo, y que decía: "Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche".

Fue un breve interín, como cuando nos dormimos por un instante y recuperamos la conciencia, pero la nitidez con que estuvo en el lugar - el calor y la humedad agobiantes que había experimentado -, le dieron la convicción irreductible de que había pasado para el otro lado.

¿Su pieza habría quedado momentáneamente vacía? De volver y permanecer el tiempo suficiente, podría recorrer Macondo, conocer a los personajes principales, ¡tal vez encontrar a García Márquez!

*

El segundo pasaje se produjo cuando Pietro Crespi, el encargado de armar la pianola que habían comprado los Buendía para el baile de reinauguración de su casa, le pone un rollo de papel y se escucha por primera vez allí "el orden y la limpieza de la música".

Martín oyó las notas de una zarzuela y a continuación se halló en la sala de visitas, donde el italiano con un saco de paño prendido hasta el cuello y empapado en sudor, examinaba el desempeño del aparato. El rollo de papel perforado ingresaba en la pianola, en tanto que las teclas se hundían solas, como presionadas por un espíritu maléfico.

Crespi se alarmó al notar la presencia de Martín y le preguntó qué hacía allí. El muchacho se disponía a responder cuando una señora menuda, atónita por la música, ingresó a la sala. Sin mediar un tris, Martín se halló nuevamente en su cama, con el libro entre las manos.

*

El hombre que estaba en la sala era Pietro Crespi, qué dudas cabían; la señora menuda tenía que ser Ursula Iguarán, la esposa de José Arcadio Buendía... En estas cosas pensaba Martín cuando le vinieron a la mente las letras góticas de la marca de la pianola (Welte Mignon) y una caja de cartón rectangular en cuya tapa se leía La loca juventud, de Jacinto Guerrero.

Nada de esto figuraba en el relato. Tampoco que hubiesen aparecido él o la posible Ursula Iguarán. A su ferviente deseo de conocer lo que contaban las palabras, se sumaba ahora el de conocer lo que no contaban.

*

La tercera abducción se produjo cuando José Arcadio Buendía hijo regresa a Macondo después de darle sesenta vueltas al mundo y va a la taberna de Catarino, a hacer alarde de su fuerza descomunal. Martín oyó la voz de Catarino, desafiándolo a levantar el mostrador del negocio, y a continuación vio a José Arcadio hijo sosteniendo el mueble por encima de su cabeza y depositándolo en la calle.

Martín contempló el pelo corto y parado del corpachón, la mirada triste y la medallita de la Virgen de los Remedios colgando de su cuello de bisonte. Y entonces pensó que no muy lejos de allí debía estar la casa de los Buendía.

Caminó cuidando de no perturbar el acontecer del lugar, que presuponía encantado. Pasó por la calle de los turcos, dónde alcanzó a distinguir a Pietro Crespi en la penumbra de su negocio de instrumentos musicales, y vio a dos árabes en la vereda, jugando al tabli.

Y entonces llegó a la casa de los Buendía. En el patio, a la sombra de un castaño, estaba José Arcadio Buendía padre hablando con quién debería ser el padre Nicanor. El patriarca permanecía atado al árbol con una soga y tenía la expresión inocente que, según García Márquez, había adquirido después de enloquecer.

Martín agitó la campanita del portón de entrada y apareció aquella señora menuda que había ingresado a la sala de visitas, atraída por las notas de la pianola.

- ¿Usted es Úrsula Iguarán? – quiso saber Martín.

- Sííí… ¿Por qué pregunta?

El muchacho no supo qué responder y entonces la mujer lo reconoció.

- ¡No queremos fantasmas en esta casa! – le gritó, cerrando la puerta con violencia.

Martín volvió a agitar la campanita y esperó un rato. Después caminó sin rumbo por el pueblo. Pasó por el cementerio, donde vio la lápida del gitano Melquíades, el único muerto que tenía Macondo por entonces, y pensó en la posibilidad de que alguno de los parroquianos que estaban en lo de Catarino fuera Gabriel García Márquez.


fundaciongabo.org (ph Joaquín Sarmiento)
fundaciongabo.org (ph Joaquín Sarmiento)


- ¿Gabriel García qué? – preguntó Catarino.

- Márquez – repitió Martín -. Gabriel García Márquez.

El tabernero pensó un rato y dijo:

- No, la verdad que no…

Ninguno de los que estaban en la barra lo conocía. ¿Cómo podía haber escrito una novela sobre ellos, entonces?

*

Lo real maravilloso se fue esfumando con los días. Ya nada lo abstraía del calor agobiante y dejó de preocuparse por no perturbar el acontecer. Empezó a anhelar su cuarto y recordó que más allá de la ciénaga que circundaba a Macondo estaban los pueblos que recibían el correo y conocían las máquinas del bienestar. Sí, pero, ¿quién le podría garantizar que esos pueblos fueran del mundo real? Y, en caso de serlo, ¿estarían en el mismo tiempo del que él había sido sustraído?

Con estos pensamientos se debatía Martín cuando Macondo quedó completamente a oscuras, en pleno día. Inmediatamente después volvió la luz y luego la oscuridad y luego la luz, como si alguien estuviera jugando frenéticamente con la perilla del interruptor universal.



Entonces se halló de nuevo frente al libro, cuyas páginas eran revueltas por un viento que ingresaba por la ventana de su pieza. Dichoso de estar de nuevo en su vida, Martín se incorporó, fue hasta la cocina y tiró la novela en el tacho de la basura.



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Comentarios:

- Mario Saieg:  El mágico realismo de García Márquez se amalgama con la original creación de Altamira dando origen a este magnífico cuento. Gabo tiene quién le escriba.

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