El sudario del pueblo español

10.09.2023

-Selfi Urbana-


Jueves 10 de setiembre de 1981, 8 y 27 de la mañana. Sol. Barajas, Madrid. Procedente del aeropuerto John F. Kennedy de New York, el vuelo IB.952 de Iberia acaba de tocar tierra española. Es el Boeing 747 EC-DLD denominado Lope de Vega. El comandante de la nave les habla a los trescientos diecinueve pasajeros que vienen a bordo y a los diecinueve integrantes de la tripulación:

-Señores pasajeros, tengan ustedes muy buenos días. Les habla el comandante Juan López Durán. Luego de ocho horas y veintisiete minutos de vuelo hemos aterrizado en tierra española. Bienvenidos a Madrid. Sería oportuno que como recuerdo de este histórico viaje guardaran el ticket, ya que, a mí, como piloto y como ciudadano español, me ha honrado la vida. Después de permanecer 44 años en los Estados Unidos, en la bodega de nuestro avión ha viajado a casa con nosotros y para siempre el Guernika de Pablo Picasso.

Fotografía: Cordon Press
Fotografía: Cordon Press

Un pasajero de bigotes tupidos que venía en uno de los asientos del ala dijo en voz alta: - ¡Vale!, mientras que una señora más bien mayor, quitándose los escarpines de dormir, balbuceó en voz baja: - Bienvenido a casa, Pablo. Algunos pasajeros aplaudieron, otros se miraron desconcertados, y los más jóvenes, ocupados en trepanarse con el volumen de la música de sus auriculares, no dijeron nada ni se enteraron de qué cosa estaba sucediendo, ni siquiera cuando una brigada de policías españoles entreverada con el pasaje se levantó de sus asientos, se identificó, y pidió al resto de los viajeros que permanecieran sentados hasta que les dieran la orden de descender. Ninguna compañía de seguros del mundo había asegurado la obra de Pablo Picasso para este viaje porque el operativo repatriación era secreto, pero también porque nadie en el mundo tenía una estimación aproximada del valor del Guernika para asegurarlo. Y aunque hubiera tenido un valor monetario determinado y hubiese estado asegurado, en caso de robo o de atentado ningún dinero podría haber reemplazado tamaña obra testimonial que llegaba por primera vez a España como prenda de reconciliación de una grieta más antigua y profunda que la de Argentina y más sangrienta que muchas del mundo.

El daño hubiese sido inconmensurable.

Tampoco hubo medidas de seguridad para sacar al Guernika del Museo de Arte Moderno y cargarlo en el avión.

La custodia más poderosa fue la discreción.

El miércoles 9 de setiembre de 1981 a las seis de la tarde el MoMA cerró sus puertas al público y, vacío, en silencio, y con sólo algunas lucecitas mortecinas para no llamar la atención, un grupo de expertos descolgó el Guernika en medio de un clima de emoción, a sabiendas, quizás, de que estaban escribiendo la historia. Terminaron de enrollarlo cuando ya era de noche. Y antes de que los canillitas de La Gran Manzana vocearan el New York Time del día, Blanchett Rockefeller, hermana de Nelson Rockefeller y presidenta del Museo de Arte Moderno de New York (MoMA), con una blanca y dentífrica sonrisa norteamericana le entregó el cuadro a Iñigo Cavero, ministro de Cultura de España. Entonces hubo ojos con lágrimas, abrazos en silencio, y palmadas.

Sin perder tiempo, la caravana que transportaba el tesoro partió hacia el aeropuerto Kennedy de donde saldría el vuelo rumbo a España. Pero sucedió algo inexplicable. Tal vez por haber sido el último acto caprichoso de la caprichosa vida y pasión de Picasso, apenas el vehículo con el Guernika a bordo se alejó unos metros del museo, un apagón eléctrico fenomenal nunca antes visto dejó a oscuras todo Manhattan. Y Manhattan de noche, a oscuras, y sin semáforos, es lo más parecido a una salvaje selva humana donde nada es lo que parece, los arrebatos son cara e' gato, colapsa el tránsito, los bocinazos son ensordecedores, hay insultos, y discusiones y peleas de todos los tonos y colores entre automovilistas. En ese escenario, esos sonidos fueron las salvas de honor con que se despidió de New York la obra de Picasso.

El Guernika, óleo sobre lienzo de lino y yute, 349,3 cm de alto por 776,6 cm de ancho, había salido del museo en carne viva, sin seguro ni custodia, al alcance de cualquier banda de ladrones, grupos neonazis o fascistas que quisieran destruir al testigo universal de aquella masacre en el País Vasco ordenada por Hitler con el beneplácito de Francisco Franco y la colaboración de Italia.

El mural, o la pintura como también le llaman en España, viajaba rumbo al aeropuerto en un camión Mercedes Benz de respetable tamaño. Cruzaron a tientas la Quinta Avenida y no chocaron de casualidad. Después cruzaron la Sexta Avenida como pudieron, y como la maraña de automóviles hacía imposible seguir avanzando, el conductor de la mole, sin dudar, sabiendo la carga que llevaba, convirtió el camión en un Panzer IV alemán y aceleró dispuesto a llevarse por delante todo bicho rodante que interrumpiera su paso.

Fue un caos italiano.

Un momento surrealista; aunque el más surrealista de todos haya sido Miró, según Bretón.

Más allá de que el operativo de repatriación del Guernika para celebrar los primeros 100 años del nacimiento de Picasso fue responsabilidad del propio ministro de Cultura de España, Iñigo Cavero, y del director de Bellas Artes, Javier Tusell, el deseo de que su obra estuviera algún día y para siempre en España, en el Museo del Prado, fue del propio Pablo Picasso, con dos condiciones, según se supo: que su obra entrara a España cuando ya no estuviera vivo el caudillo, y que ya estuviera recuperada la democracia. De tal manera, aunque desde el 8 de abril de 1973 estuviera muerto y sepultado envuelto en una capa española en el jardín de su propio castillo Vauvenargues en Francia, ocho años después, una vez más, el mundo hizo lo que Picasso quiso.

Siempre fue así.

Siempre el mundo hizo lo que Picasso quiso.

Excepto la última vez con el Museo del Prado; tal vez la excepción que confirmó la regla.

Retrato de Pablo Picasso en la Place Ravignan, Montmartre, Paris, 1904. © 2019 by Musée national Picasso-Paris.
Retrato de Pablo Picasso en la Place Ravignan, Montmartre, Paris, 1904. © 2019 by Musée national Picasso-Paris.

Cuando París era la capital del mundo, Picasso la tenía a sus pies. Y lo sabía. De allí su insoportable vanidad y su despotismo cruel. Pero es justo reconocer que si a París le llamaron Ciudad Luz porque el rey Luis XVI (último rey de Francia antes de la Revolución, marido de María Antonieta) ordenó iluminar la ciudad también con faroles de mano, y porque desde aquel 14 de julio de 1789 con la Toma de la Bastilla el pensamiento libre de sus ciudadanos echó luz sobre la humanidad cada vez que el mundo estuvo en penumbras, no caben dudas que Pablo Picasso fue una de sus principales usinas en dos siglos distintos.

El 25 de octubre de 1881 en Málaga, Andalucía, sur de España, Pablo Picasso nació casi muerto por asfixia. Pero justo en el momento en que estaba muriéndose al nacer, su tío, Salvador Ruiz, que era médico, como estaba fumando un habano decidió echarle humo por la boca al niño y el niño empezó a toser y a toser hasta que convulsionó y largó el llanto. Esa forma límite de llegar mientras se iba, fue apenas un tente pie de lo que luego sería su vida.

Cuando tenía un año, la primera palabra que dijo Pablo Picasso no fue ajó sino lápiz. Y es que su padre, José Ruiz y Blasco, era profesor de dibujo en la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, y así como otros niños jugaban a la ronda, a la escondida, o a saltar la piola, Pablo jugaba con lápices y pinceles, antes de caminar.

Tal vez como presagio de lo que al mundo y a las artes le esperaban, sus padres le pusieron quince nombres: Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Mártir

Patricio Clito Ruiz y Picasso. Pero para dejar en claro que a su destino lo haría él a su antojo, decidió que lo llamaran solamente Pablo Picasso.

Y así fue.

El 25 de octubre del pasado año 2021 se cumplieron 140 años de aquel día en que su tío le echó humo por la boca y lo trajo al mundo de manera compulsiva. En consecuencia, hace 132 años que Pablo es Picasso porque su primer cuadro lo pintó a los ocho años, obviamente con pinceles de su padre. Lo pintó después que presenció una corrida de toros y lo llamó El Picador Amarillo, obra que siempre viajó con él como si hubiese sido su osito de peluche.

A pedido de una amiga editora, madrileña ella, que por haberse cumplido el año pasado 140 años del nacimiento de Picasso, con distinción y generosidad de su parte me pidió que escribiera unas líneas sobre Pablo para saber cómo vemos al malagueño con ojos latinoamericanos, lo primero que se me vino a la cabeza fue una reflexión de un uruguayo, Eduardo Galeano, sobre un ídolo argentino: "Fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses".

Como otro dios sucio, pecador, y el más humano de los dioses, Picasso fue adorado en vida y respetado por su talento, buscado por las mujeres, y temido y odiado por sus colegas por soberbio y poderoso. Pero cuando su maravillosa obra lo superó, pasó por encima de él, y cayó en manos del pueblo español, el pueblo español lo acunó y los adoptó porque se sintió comprendido y representado en su dolor. De allí que me salió llamar al Guernika de Pablo Picasso: El sudario del pueblo español.

Más o menos acostumbrados a que aquí en Latinoamérica, bajo la línea de flotación del mundo, la mayoría de aquellos que hicieron historia o marcaron un camino fueran hombres de armas llevar y coraje explícito, de cuya intimidad poco se sabe, resolví mirar a Pablo Picasso desde sus mujeres. Estoy convencido de que las mujeres de Picasso fueron, tal vez, uno de los motivos principales de su existencia.

Cuando cumplió los trece años de vida, Pablo le propuso un trato a Dios. Le dijo que si su hermanita Concepción se salvaba de una terrible infección, él dejaría de pintar para siempre. Pero como su hermanita de siete años enferma de difteria murió, Pablo siguió pintando, pero enojado con Dios, a quien maldijo para siempre.

Tenía trece años.

En 1898, cuando cumplió quince años, su padre dejó de pintar porque aceptó que Pablo lo había superado. Y cuando empezó el siglo XX, nacido más problemático y febril que el anterior, el 17 de febrero de 1901 durante un almuerzo, su amigo Carlos Casagemas apuntó con un arma a su propia amante, la atractiva bailarina Laura Gargallo, que era casada y ninguneaba al bueno de Carlitos como a un pobre infeliz. Justo cuando el pobre infeliz estaba por apretar el gatillo, Manuel Pallarés, amigo de Pablo, le movió el brazo y el pobre infeliz falló el disparo. Entonces, frustrado, Casagemas puso el arma en su propia sien, miró a los comensales con ojos de perdedor cansado de perder, y el tiro del final le salió perfecto, al infeliz.

Pablo Picasso, que no estaba presente en ese almuerzo, apenas se enteró sintió el mismo escalofrío que había sentido el día que murió su hermanita Concepción y cayó en un pozo depresivo. Dicen que ese mismo día fue que comenzó a consumir opio sin límites, a escala de su dolor y su rencor.

Fernande Olivier y Pablo Picasso, en Montmartre. Museo Picasso de París
Fernande Olivier y Pablo Picasso, en Montmartre. Museo Picasso de París

Al poco tiempo Pablo ocupó el mismo estudio que solía utilizar su amigo muerto y además se ocupó de la mismísima Laura Gargallo, la amante del pobre infeliz, porque también a Laura Gargallo, hay que decirlo, le gustaba que Picasso se ocupara de ella. Allí nació una relación amorosa tormentosa. En ese tiempo Picasso inició el Periodo Azul de su obra pintando de manera temática motivos oscuros como la prostitución y la pobreza, y su obra Evocación, el entierro de Casagemas.

En enero de 1902, cuando tenía 20 años, Pablo Picasso raspaba la olla, mangaba una rodaja de pan tostado al que le pasaba un diente de ajo, algo de tomate, un poco de aceite de oliva (lo que en Catalunya se llama pa torrat) y con eso se alimentaba. Y cuando la cosa venía un poco mejor y con buena vibra, comía guiso de fideos dedalitos que le regalaban en una fonda catalana porque no tenía ni un duro para comer. Vivía en el número 6 de la calle Mou, de la Rambla de Barcelona, y su vida era un lagrimón.

En abril de 1904 otra mujer lo sacó del pozo y de los fideos dedalitos. Se llamaba Fernande Olivier, tenía 22 años de edad como él, siete centímetros de altura más que él, y fumaba opio como él.

Se fueron a París y se instalaron en el barrio de Montmartre en el atelier de un amigo, y allí Pablo se enteró que Fernande Olivier no se llamaba Fernande Olivier sino Amélie Lang, que era hija de un hombre casado y de la artista Clara Lang. Ese mismo año de sorpresas Pablo conoció a Guillaume Apollinaire, poeta y escritor precursor del movimiento surrealista francés, y quedó entusiasmado con el surrealismo. Entonces Amélie Lang le dio un empujoncito anímico para que cambiara su manera de pintar y sus pinturas fueron más alegres, abandonando el Periodo Azul e inaugurando el Periodo Rosa. Aun así, la relación entre Pablo y Amélie era insoportable. Demasiada droga. Celos enfermizos de Pablo que además era manipulador, golpeador, y "mal oliente" según confesó ella alguna vez. Para no aceptar que una mujer había podido mentirle cambiándose el nombre, a Amélie nunca la llamó Amélie sino Fernande. Por esa época conoció a los millonarios hermanos Stein (Gertrude y Leo) amigos y protectores de Henri Matisse a quien le compraban obras. Ellos presentaron a Pablo con Matisse. Intercambiaron obras, y cierta noche de amigos y caravana mal, ya borracho, fumado, brindando con el primero que pasara, con la lengua bola y los ojos de vidrio astillado, Pablo Picasso organizó un torneo de tiro al blanco con dardos sobre un cuadro de Matisse.

Antes que comenzara 1907 Pablo Picasso realizó una serie de bocetos de figuras que finalmente fueron su cuadro Las Señoritas de Avignon, al que por las críticas de la prensa escondió durante diez años. Ahí se le dio por mejorar la vida de pareja con Fernande y decidieron adoptar. En el orfanato al que fueron a buscar un hijo escogieron una niña de entre 10 y 13 años llamada Raymonde (hija de una prostituta francesa) que, antes que ellos, había sido adoptada por un periodista y luego devuelta al orfanato porque no tenía condiciones para tocar el violín. Cuatro meses después de la adopción, calladita su boca como quien dice, Fernande llevó a Raymonde al orfanato y la devolvió. Alguien cercano a la pareja aseguró que a Pablo le gustaba el sexo con niñas y por eso había dibujado a su hija adoptiva desnuda, sentada con sus piernas abiertas mientras se lavaba los pies. Entonces Fernande y Pablo se separaron. Por ese tiempo Pablo empezó a tener éxito con sus obras, con más mujeres, y a ganar buen dinero. Tres meses después de separarse, Fernande y Pablo rearmaron su pareja por algún tiempo más. Y aunque no tuvo nada que ver, Pablo Picasso fue sospechado por el robo de la Mona Lisa del Louvre. Después de siete años de convivencia Pablo se cansó de Fernande y blanqueó una relación que tenía con Eva Gouel, amiga de Fernande. Menuda como un soplo y tal vez también con el pelo marrón, Eva Gouel se convirtió en la nueva musa de Pablo hasta que se enfermó de anginas y en 1915 fue internada en un hospital porque no eran anginas sino cáncer de garganta, entonces Pablo dejó de pintar y comenzó a escribir poemas. Se había enamorado

Se nos va escapando Eva

como agua turbia y desdichada

por la arena

Dominante, recorre el espacio

veloz gacela, ojeras de plata azulada

Nude, I love Eva (1912)
Nude, I love Eva (1912)

El 14 de diciembre de 1915 murió Eva Gouel, pero a pesar de su dolor, Pablo nunca había dejado de salir con otras mujeres en vida de Eva. Salió con una vecina, con una corista de cabaret, con una italiana, hasta que en febrero de 1917 conoció a Olga Jojlova, una bailarina rusa aristócrata y millonaria y diez años menor que él, con quien se casó en julio de 1918 en París. Antes de casarse, Pablo debió firmar un acuerdo mutuo: en caso de divorcio, Olga recibiría la mitad de todos los bienes de Pablo. Tres años después nació Paulo, su primer hijo, pero en 1927, aburrido de la bailarina rusa oligarca, Pablo comenzó una relación con una chiquilla de 17 años: Marie-Thérese Walter, a quien llevó a vivir justo frente a su casa en calle La Boétie donde vivía con Olga. Pablo Picasso moldeó a Marie-Thérese como a una muñeca sexual con quien practicó el sadomasoquismo, y entre otras perversiones le quemaba el cuello con sus cigarrillos. A donde viajara Pablo con Olga llevaba a su muñeca preferida. Incluso cierta vez la alojó en un camping para niños. Cuando la rusa descubrió esa relación, pidió el divorcio. Pero para no cederle nada, Pablo no se lo dio. Entonces comenzaron verdaderas batallas entre la pareja, y como reflejo de aquel tiempo Pablo pintó cuadros de Olga como una mujer monstruosa.

En octubre de 1934 vino al mundo Maya, la hija de Pablo y Marie-Thérese. Y como era de imaginar, Pablo también se aburrió de Marie-Thérese y comenzó a salir con otra mujer. Dora Maar se llamaba, y era fotógrafa, pintora, y poeta, pero tenía una extraña afición: cortarse las manos. El sexo entre ellos era brutal. Pablo golpeaba a Dora y más de una vez la dejó inconsciente por una paliza. Cuentan algunos biógrafos de Pablo que Dora Maar – quien fotografío a Picasso cuando estaba pintando el Guernika - solía caminar por las calles de París golpeada, sangrando, en estado de shock, y desnuda, hasta que Pablo la internó en una clínica mental donde recibía tratamientos con electroshock. En ese tiempo Pablo Picasso ya era un hombre rico que, a pesar de su relación con Dora Maar, nunca había dejado de salir con Marie-Thérese.

Dora Maar, 'Pablo Picasso pintando El Guernica', 1937. Cordon Press. © Sucesión Picasso, VEGAP, Madrid, 2023
Dora Maar, 'Pablo Picasso pintando El Guernica', 1937. Cordon Press. © Sucesión Picasso, VEGAP, Madrid, 2023

Cualquier historiador o biógrafo conocedor de la vida de Pablo Picasso podría seguir detallando con nombres y apellidos al resto de las mujeres a las que maltrató y sometió, pero sería repetitivo en todo sentido, excepto con Jacqueline Roque, su última esposa, la que lo aisló de sus hijos y de las madres de sus hijos, lo dominó, y después que Pablo murió el 8 de abril de 1973 a los 91 años en su casa de Notre Dame de Vie, le dio sepultura en el jardín de su castillo de Vauvenargues. Al otro día de su muerte, el otro Pablo, su nieto de 24 años, hijo de su hijo Paulo, no soportó la partida de su abuelo al que no le dejaban ver, se tomó una botella de lavandina, y se suicidó lentamente en una muerte de setenta y dos horas espantosas. El detalle extra mortuorio fue que, para darle sepultura, su familia debió pedir dinero prestado.

Dos años después de aquellas dos muertes, Paulo, el hijo de Pablo y padre del nieto de Picasso, a quien su padre había usado toda la vida como chofer y cadete, murió de alcoholismo. Otros dos años después, es decir en 1977, Marie-Thérese se ahorcó porque ya no aguantaba más a Picasso. Y en el año 1986, Jacqueline Roque, su última esposa, se pegó un tiro en la cabeza para quitarse ese ruido extraño que en forma de silbido tenía cada vez que lo nombraba o recordaba a Pablo.

El otro dios sucio, pecador, y también más humano de los dioses que se conoció en la Tierra, dejó, entre otras cosas, 1.885 pinturas, 34.000 ilustraciones, 3.222 piezas de cerámica, 7.089 dibujos, 1.228 esculturas, casi 40 millones de dólares en efectivo, un cofre con lingotes de oro con una estimación superior a los 50 millones de dólares, propiedades, una descendencia sacándose los ojos por la herencia, pero además un tesoro para la humanidad: el Guernika; el sudario del pueblo español.

Por decreto oficial, la última voluntad de Pablo Picasso no se cumplió porque desde el año 1992 en España los tiempos del arte se dividen en dos: antes de Picasso (AP) y después de Picasso (DP). De tal manera, todas las obras de los artistas nacidos antes de Picasso se exponen en el Museo del Prado. Y todas las obras de los artistas nacidos después de Picasso, en el museo Reina Sofía, entre ellos el Guernika, al que contemplan dos millones de personas por año.

A cambio de 150.000 francos franceses de 1937, de su orgullo por la Segunda República enfrentada al generalísimo Franco, y de un palco de honor en la eternidad, Pablo Picasso convirtió en una de las obras de arte más importantes de la humanidad el horror de tres horas de bombardeo continuo de la Legión Cóndor que dejó caer 31 toneladas de bombas destruyendo el 85,22% de las viviendas y matando a 2.000 personas de los 5.000 habitantes que tenía entonces el pueblo vasco Guernika. Este dato, esta cifra, el 85,22% de lo edificado, 2.000 muertos sobre 5.000 habitantes, o sea un tercio de la población de un pueblo, convierte aquella masacre de Guernika en mil veces más masacre que la destrucción de las Torres Gemelas de New York.

Cinco días después de aquella brutalidad del hombre y durante 34 días, Pablo Picasso no pintó ni dibujó aviones bombardeando, ni bombas cayendo, ni escombros, ni armas, ni municiones, ni ningún otro indicio relacionado con una guerra, sino el horror en la figura de una mujer que pierde un hijo, una mujer que huye, una mujer que se está quemando, un caballo, una paloma, un toro, una flor, y una bombilla también llamada foquito de luz. Y lo pintó en blanco y negro con sus grises como pintando el silencio de un pueblo muerto, y porque de haberle puesto color, los rojos ríos de sangre hubiesen absorbido la atención de la humanidad desplazando a un segundo plano la muerte en carne viva. Y no lo firmó. No era necesario. Como tampoco fue necesario que en un Mundial de futbol le hiciera un gol con la mano a los ingleses para ser otro dios sucio, el otro más humano de los dioses.

AGD

En la Córdoba de la Nueva Andalucía

Con el Covid acorralado y la vida

con las puertas abiertas.




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