La cárcel
Eugenia Almeida
Paraje Blanco tenía unas treinta casas. Chacareros, hijos de inmigrantes. Así fue durante mucho tiempo. Pero un día se supo que el gobierno nacional había decidido construir una cárcel. Enorme. Y que habían elegido emplazarla en medio del páramo. A unos seis kilómetros de donde estaban las primeras chacras.
Empezaron a llegar camiones, máquinas y mucha gente. Obreros traídos de otras provincias, furiosamente oscuros. Eso, al principio, molestó. ¿Por qué trajeron a esos? ¿Por qué no tomaron gente de la zona? Se nota enseguida que no son de acá.
Era cierto. Los de Paraje Blanco, mayormente pelirrojos. Con pecas. Una piel blanca, transparente, suave. Los que habían llegado, oscuros. El pelo negro y rabiosamente lacio. La piel dura, firme. Los ojos hechos de tierra.
Primero solo eran quejas, en voz baja, con disimulo. Pronto se fueron cruzando fronteras y uno de los del pueblo escupió al paso de uno de los de afuera. El otro, traído del norte, ni siquiera levantó la vista. Siguió caminando y cargando y transportando, como sus compañeros. Armaban cigarrillos que fumaban en los descansos y en el trabajo. Siempre el cigarro en la boca, el humo que apenas se movía, que casi no consumía el tabaco.
No fue mucho tiempo. Quizás un año. O más.
Un día llegó una comitiva, generales, cinta roja sobre la puerta principal, banda traída de la capital, fotógrafos oficiales, una esposa disgustada vestida para una fiesta que no vendría. A los obreros se los habían llevado una semana antes. En la parte de atrás del camión, en varios viajes, amontonados, con sus cigarrillos inmóviles. Nadie los despidió. Nadie había notado que la cárcel estaba terminada. No hubo festejo, entonces, ni vino ni grito ni fiesta. Solo el cansancio absoluto de siempre.
Las primeras familias habían temido que la llegada de los del norte cambiara al pueblo. No había sido así. El pueblo cambió después, cuando se inauguró la cárcel, cuando trajeron los primeros presos desde Buenos Aires.
Empezaron a llegar visitas. Gente que venía de ningún lado, llorando la maldición de una cárcel tan remota. Preguntándose qué maldad los había llevado allí.
Ese fue el primer cambio: dos mujeres, una sola y la otra con un niño, en la calle, esperando que amaneciera para ver otra vez a sus esposos antes de volver a la capital.
Una semana después de llegado el primer contingente, el cura vio aparecer una mujer con una enorme valija. Ella preguntó dónde podía hospedarse y él dijo que no, que no había.
–Pero puedo quedarme acá –dijo ella.
–Esto es una iglesia, señora.
–¿Y usted tiene quién le limpie?
Así, esa mujer, de la que sólo supimos que se llamaba Tita, primero limpió la capilla, después la casa del cura, después cuidó niños ajenos, después alquiló un cuarto y puso una despensita, después, sola, levantó una pieza en un lote que no tenía dueño. Consiguió ayuda y la pieza se hizo doble y triple y se convirtió en una casa de cuatro cuartos. Ella ocupó uno y sobre la puerta de calle puso un cartelito de cartón, atado de un cordón que colgaba de un clavo, y en el cartelito escribió "Hospedaje para mujeres". Una vez a la semana, Tita cruzaba la puerta de la cárcel y hacía la visita que la había destinado a Paraje Blanco.
El hospedaje pronto se hizo conocido. Las que llegaban por un día charlaban entre ellas, mientras esperaban en la fila, y así se fue corriendo la voz.
Nunca había un cuarto vacío. Tita encargó unos muebles a los Fuster y ellos dejaron la chacra para poder hacerlos. Y acordó con los Milton que les compraría el excedente de la huerta. Y con Morgan que le pagaría por leche y huevos. Alrededor del hospedaje fue creciendo una red de trabajo que asistía a las huéspedes. Y que nunca hacía mención del motivo que las traía a Paraje Blanco. Allá, a tres kilómetros, estaban los presos. Aquí, en el hospedaje, estaban las señoras que vinieron de la ciudad.
Se abrieron calles. Se levantaron casas improvisadas por familias que aprendían a construir mientras lo hacían. Había muchos recién llegados, pero eran bienvenidos. El pueblo crecía.
Fue un proceso lento, pero lo cambió todo. En dos décadas, el paisaje era otro.
Un día llegó la orden de Buenos Aires: evacuar a los internos a otros establecimientos y cerrar la cárcel. Demasiado lejos, demasiado costosa, un clima inhóspito para el personal.
Lo que había tardado en crecer, desapareció enseguida. En pocas semanas el edificio fue una mole vacía. Solamente servían sus ventanas, blanco de las pedradas de los chicos.
El hospedaje quedó desierto. Demasiado sobrante de huerta y huevos y leche y arreglo de calzado y correo y verdulería y coche y central telefónica sin uso. La mitad del pueblo se quedó sin trabajo. Andaban por la calle buscando gente de afuera, gente que no llegaba.
La primera en reaccionar fue Tita. Armó su valija y se fue, terriblemente sonriente, a su ciudad. Los demás la miraron ir, envidiosos de la suerte que tenía ella, que se iba a la capital a acompañar a su marido preso.
Las cosas se fueron pudriendo porque nadie se atrevió a pensar en el trueque. Cada uno perdió lo que tenía para vender, cada uno se descubrió con un oficio inútil.
El único que siguió seguro en su cargo fue el cura. Trabajo estable. Siempre recibió su salario, tenía su casa, su iglesia.
¿Por qué a él le sobraba lo que les faltaba a todos?
El cura se dio cuenta. Tardó un poco, pero pronto ya no pudo disimular las miradas odiosas que recibía en el púlpito, los domingos. Los rezos desganados, la tensión que corría entre la gente en el momento de darse la paz.
El día en que decidió hacer algo, fue porque comprendió que ya no podía dilatar las cosas. Al dar su sermón hizo mención de la entrega cristiana y dijo una frase muy desafortunada:
–Se honra a Dios mediante el trabajo.
De los últimos bancos se oyó la voz sucia de Listen:
–Eso, para el que lo tiene.
Se hizo un silencio espantoso y el cura dudó entre seguir con lo que tenía previsto o decir algo sobre ese comentario envenenado.
El silencio duró demasiado. Se oyó, otra vez, desde el fondo:
– Para usted es fácil.
El cura entendió que no podía ignorar esas voces y descartó las palabras que había elegido esa mañana.
–No es fácil –dijo–. No es fácil porque mi trabajo son ustedes y si ustedes no tienen paz ni alegría, yo tampoco las tengo. Solo puedo decirles que esta noche voy a pedirle al Señor que nos ayude a encontrar una solución. Él, en su infinita misericordia, sabrá iluminarnos.
La misa terminó rápido. Algunos se fueron sin saludar. Otros se quedaron. Se acercaron al cura, le agradecieron sus palabras, le prometieron volver al día siguiente para conversar.
Esa noche no durmió. Rezó, es cierto. Pero, fundamentalmente, pensó. Sabía perfectamente que a Dios no le preocupaban las variables demográficas de Paraje Blanco. Sabía que nunca respondía a sus pedidos de ayuda. Sabía que estaba solo para disolver la furia que envolvía a sus feligreses.
Al día siguiente convocó a una reunión comunal en la iglesia y presentó su idea.
Al principio hubo alguna resistencia. Voces que decían no, es imposible, es muy difícil, cómo vamos a hacerlo. Hubo más reuniones. La solución no era sencilla, aunque lo pareciera.
El cura había dicho que la mejor forma de reparar una ausencia era mediante una presencia. En pocas palabras: Paraje Blanco necesitaba una cárcel. Pronto.
Pero no cualquier cárcel. Una que tuviera como internos a gente que no fuera del pueblo. Una que obligara a los familiares de los presos a venir. Una con horarios de visita tan cortos (quince minutos, día por medio) que obligara a los que viajaban desde lejos a permanecer varios días en el pueblo.
El jefe de la comuna estuvo de acuerdo. Y el comisario.
Aunque había ciertas complicaciones. ¿Cómo justificarían encarcelar en Paraje Blanco a gente que no era de allí?
El cura tenía la respuesta: los presos debían delinquir dentro de los límites del pueblo. Había que traerlos, obligarlos a cometer un delito y detenerlos.
Era una ingeniería complicada y se necesitaban muchos voluntarios. Todos los habitantes del pueblo aceptaron gustosos.
Unos días después, en otra de las grandes reuniones que ahora llenaban la iglesia, un grupo presentó una moción: proponían crear una cooperativa.
Se levantaron voces, exaltadas, felices, se discutió, se propusieron ideas y, en pocos minutos, se creó la Cooperativa de Ayuda Mutua de Paraje Blanco.
Veinticuatro horas después, la Cooperativa estaba en pleno funcionamiento. Presidente, Secretario, Tesorero y Vocales. La primera decisión de la asamblea de socios fue la creación de la Comisión de Fomento al Turismo. Como soporte, crearon también la Comisión de Patrimonio Histórico, encargada de relevar los eventos y monumentos que formaran parte de la historia de Paraje Blanco.
En una segunda reunión, al día siguiente, se acordó la creación de dos secretarías de carácter secreto: la de Investigación y la de Generación de Delitos. Solo los socios podían conocer su existencia y estaba estrictamente prohibido hablar de ellas. Se creó un código privado para referirse a las actividades de cada una de esas secretarías a fin de que nadie ajeno a la Cooperativa pudiera comprender de qué se estaba hablando.
La Comisión de Fomento al Turismo se puso a trabajar inmediatamente: sus integrantes engalanaron la casa que había sido el hospedaje de Tita y prepararon todo para recibir a los turistas. Simultáneamente, diseñaron una campaña publicitaria que difundiera las bellezas del pueblo en poblaciones distantes a un mínimo de 200 kilómetros. Como parte de la campaña, se creó un concurso cuyo premio consistía en una estadía de una semana en Paraje Blanco.
El concurso no era azaroso, aunque así lo dijera el folleto que la Comisión mandó distribuir en las poblaciones elegidas. No era azaroso porque los ganadores eran puntillosamente seleccionados por la Secretaría de Investigación.
Primero, se enviaba una comitiva a estudiar la composición general de la población. Una vez hecho esto, se hacía una lista de posibles candidatos a ganar el premio. Los requisitos eran muy específicos: hombres casados, en lo posible de familia numerosa, sin estudios, incapaces de pagar un abogado. Se investigaba la historia de cada una de estas personas, sus debilidades, sus fortalezas, sus secretos. De esa lista, se seleccionaban los mejores candidatos y se pasaba el informe a la Comisión de Fomento al Turismo.
Unos días después, un representante de la Comisión viajaba a la ciudad en la que vivía el candidato y le comunicaba que había resultado ganador en el concurso y que estaba invitado a viajar, familia completa, a Paraje Blanco, por una semana, todo pago.
Algunos desconfiaban. ¿Qué concurso era ese si ellos nunca se habían anotado en nada?
Se los tranquilizaba inmediatamente: en el concurso participaban todos los habitantes de la localidad, se tomaba como base un plano catastral y, mediante un sorteo presenciado por escribano público, se seleccionaba una casa y el ganador era quien habitara allí, fuera propietario o inquilino.
La gente se ponía feliz. Si el padre dudaba, los hijos terminaban de convencerlo, gritando y saltando, ilusionados por el viaje.
Paralelamente, la Secretaría de Generación de Delitos, basándose en los informes de la Secretaría de Investigación, decidía cuál sería el delito más adecuado para cada candidato. Repasando la historia del ganador, se montaba una escena y se preparaba las cosas de manera tal que el delito realmente ocurriera y el candidato quedara implicado.
Pronto se crearon Subsecretarías, dependiendo de cada uno de los delitos a representar. Así surgieron Robos (con la dependencia interna de Robo a mano armada), Violación de domicilio y Exhibición obscena.
A poco andar quedó claro que con delitos menores no llegarían a ningún lado, por lo que se decidió crear las Subsecretarías de Secuestro, Asesinato y Violación. No menos importantes eran otras Subsecretarías: Escenografía y montaje del delito, Actuación y dramaturgia del crimen y Testigos oculares.
Cada uno tenía su trabajo, cada uno lo cumplía a la perfección, con la felicidad que dan las cosas bien hechas. Todo estaba preparado de manera tal que, cuando llegaba el comisario, había un puñado de testigos junto a la víctima, asegurando que sí, yo lo vi cuando robó o cuando lo golpeó o cuando la violó o sí, es él, es el asesino.
El plan funcionó perfectamente. Hubo que comenzar de a poco, con cautela, pero paulatinamente la maquinaria se fue aceitando y pudieron corregir pequeños errores surgidos de la falta de experiencia. Se buscaba no superponer los casos, no llamar la atención de la prensa con una curiosa cantidad de turistas que delinquían en Paraje Blanco.
Con el tiempo, decidieron que no era aconsejable acusar siempre a los hombres. Inmediatamente, en la vieja cárcel, que había sido refaccionada por la Comisión de Patrimonio Histórico, se destinó un pabellón a las mujeres. Ahora las señoras también podían ser ganadoras del concurso.
Poco a poco se implementaron algunas variaciones. A veces los delincuentes eran los ganadores del concurso y a veces sus acompañantes, dependiendo de diferentes variables.
A alguien se le ocurrió crear un juego que consistía en adivinar quién sería el acusado. Por supuesto, estaban excluidos del juego los integrantes de la Cooperativa que estuvieran implicados en ese operativo. Mucha gente jugaba, corría dinero, las apuestas eran fuertes. Incluso algunos trataron de sobornar al grupo que se dedicaba a esa pareja, intentando averiguar, antes de apostar, quién sería el detenido. Gracias a Dios, todas las personas que se ocupaban de la generación de delitos eran de una honestidad intachable. Las apuestas se hacían los jueves, en la iglesia.
Pronto la cárcel estuvo llena. Las visitas llegaban a montones. El pueblo volvió a ser lo que era. Los comercios estaban repletos de gente de afuera que necesitaba comer o dormir o enviar una carta o arreglar un zapato.
El trabajo en la Cooperativa se fue profesionalizando y fue cobrando prestigio. Primero uno y luego otro, los socios decidieron dedicarse totalmente a eso. Sin embargo, si todos estaban en la Cooperativa, no habría quién hiciera los trabajos que daban ganancias al pueblo.
Otra vez, el cura trajo la respuesta: a partir de ese día, habría un requisito más para ganar el concurso: los candidatos debían ser expertos en un oficio. Ellos harían el trabajo y los negocios del pueblo se dedicarían a comercializarlo. Fue una buena idea. Esa tarde se creó la Secretaría de Comercialización de Productos y Servicios y, con una guardia mínima en los comercios, todo siguió adelante.
Solo en estos últimos tiempos han surgido algunos problemas: la gente de otras localidades no suele recibir de buena gana las visitas de la Comisión de Fomento al Turismo. Quizás sospechen algo. Ayer alguien se lo planteó al cura y él dijo que pensaría en una solución.
Eugenia Almeida (2009)
Eugenia Almeida
Nació en Córdoba en 1972. En 2005 ganó el Premio Internacional de Novela Dos Orillas organizado por el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón (España) por El colectivo, libro que ha sido publicado en Argentina, España, Grecia, Islandia, Francia, Italia, Portugal y Austria.
Su novela La pieza del fondo fue seleccionada como finalista del Premio Rómulo Gallegos 2011.
En 2015 publicó el libro de poesía La boca de la tormenta (Premio Alberto Burnichón) y La tensión del umbral (Premio Transfuge a la mejor novela hispánica publicada en Francia).
En 2019 publicó el libro de ensayos Inundación. El lenguaje secreto del que estamos hechos (Premio de la Crítica 2019 al mejor libro argentino de creación literaria).
En 2022 publicó su cuarta novela, Desarmadero.
Es periodista especializada en literatura y coordina talleres de lectura y clínicas individuales de escritura.
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