La mujer que quiso llegar hasta las águilas

10.10.2023

-Selfi Urbana-

Myrian Stefford por Exequiel Martínez
Myrian Stefford por Exequiel Martínez

Tal vez para que su propia historia estuviera a la altura de otras historias humanas privilegiadas por ser únicas y fuera de lo común ya que nunca se sabe dónde comienza la verdad y dónde la mentira, o porque estaba decidida a no pasar inadvertida por este mundo donde los hombres se matan entre ellos y algunas mujeres mueren porque un hombre mate por ellas, Myrian Stefford hizo todo lo que debe hacer una persona para ser estrella en su propio cielo y estrellaza en cielo ajeno.

Para empezar no se llamaba Myrian Stefford.

Su verdadero nombre era Rosa Martha Berna, había nacido el 30 de octubre de 1905 en Suiza, era la hija mayor de un italiano, don Antonio Rossi, empleado en una fábrica de chocolates, y de una alemana, doña Rosa Emma Hoffman, ama de casa; por eso en su casa y en su mundo Rosa era la madre y Rosita era ella.

Myrian Stefford (Wikipedia)
Myrian Stefford (Wikipedia)

Pero como Rosita era ambiciosa y decidida, y soñaba con tener el mundo a sus pies y que el universo la abanicara, quería ser actriz y famosa, aunque según ella nunca llegaría a ser una estrella llamándose Rosa porque en el ambiente también le dirían Rosita como en su casa y a principios del Siglo XX el poder y el glamour del mundo eran de Francia y en segundo término de origen Bávaro y austrohúngaro con apellidos de sonidos fuertes con predominio de consonantes y no de vocales propias de lo latino, que para el mundo de entonces lo latino pertenecía al lugar de la Tierra donde vivían los obreros y las sirvientitas llamadas Rosita. Entonces decidió cambiarse el nombre y el apellido y se puso Myrian Stefford, con acento prosódico en la e de Stefford para que, al pronunciarse, su apellido sonara a martillazo sobre el acero.

Resuelta a que nadie más le dijera Rosita, pasado el primer martillazo de su nuevo apellido se le dio por desafiar al machismo recalcitrante y se puso un corpiño más grande y más puntudo para alimentar los ratones masculinos y la envidia femenina, pero sin llegar al mal gusto ni a lo bataclán.

No conforme con eso, al otro día del martillazo y del corpiñazo se desprendió dos botones de su blusa e inventó el más bello de los abismos que es el escote de mujer, se pintó la boca de rojo carmín, de negro renegrido los ojos, puso los párpados a media asta, reseteó su mirada a modo italiana, y cuando el siglo tenía 20 años y ella había cumplido los 15, se mandó a mudar de su casa de Suiza para instalarse en Viena y en Budapest donde con más belleza que talento fue actriz de teatro y luego filmó tres películas del montón: La duquesa de Chicago, Póker de ases, y Moulin Rouge.

Andaba la audaz muchacha en ese asunto de desparramar glamour y garbo en la Europa de la pos Gran Guerra, cuando ocho años después de su mudanza con una valijita de cartón prensado y una sola muda de ropa, una noche de comienzos de 1928, en Viena, conoció a un tipo que apenas la miró quedó con la boca abierta y ya nunca más pudo cerrarla. El tiempo dejó en claro que para cuando quiso cerrarla, ella se encargó de que no pudiera.

Ese tipo al que también se le cayó un hilito de baba por esos ojos y esa mirada, era un manyin argentino multimillonario que se paseaba por las calles de París con un soberbio leopardo amaestrado llamado Gaucho como quien lleva con una correíta a un caniche Toy para hacer pipí en Champs Elysées.

Myrian Stefford y Raúl Barón Biza
Myrian Stefford y Raúl Barón Biza

El dueño del leopardo se llamaba Raúl Carlos Barón Biza, había nacido el 4 de noviembre de 1899 en Villa María, provincia de Córdoba (hay quienes dicen que nació en Buenos Ares) y además de escritor era dueño de la noche de París en plena belle epoque de boquitas pintadas y lunar junto a la boca. El tipo las tenía a todas. Además de su porte de millonario argentino y su facha en una Europa muerta de hambre, era un apasionado del escolazo y dos veces había hecho saltar la banca del casino de Mónaco, en Montecarlo, donde jugaban los reyes y los sultanes.

– ¡No va más!, le dijeron una noche que jugaba placas nacaradas de diez mil dólares cada una coronando en tercera docena. Y el tipo dijo: - Si no va más, cierren este casino.

Barón Biza no se hacía el bacán, era un bacán.

Y un fifí.

Y un mangín.

Apenas la vio, el tipo se enamoró.

Fue un amor bestial, a primera vista.

Myrian Stefford tenía 23 años y Raúl Barón Biza 29.

Ella tenía enloquecida a los muñecos de la noche que la seguían más que a Scarlett O´Hara por su audacia y su glamour, y él estaba recién llegado de Rusia a dónde, de puro bacán curioso, había ido a ver de cerca qué cosa era aquel asunto de la Revolución Bolchevique.

Y como las expertas en amores aseguran que en toda pareja siempre hay uno que quiere y otro que se deja querer, él la amó con locura y ella se dejó amar por la locura de él.

Raúl Barón Biza era de apellido Barón, y no por título nobiliario. Le chorreaba la plata justo en los años en que el peso argentino valía treinta veces más que un franco francés y veinticinco veces más que un dólar norteamericano. De chico había sido educado en Europa, a la que conocía como la palma de su mano, y por eso recorrerla era para él como pasear en bici por Calera, pa´lo grande que es Europa.

Además conocía todos los piringundines a los que iban chicas mal de casas bien y chicas bien de casas mal de la alta sociedad. Y para guardar cierta coherencia con los tiempos y su riqueza, vivía la belle epoque como un pachá tirando morlacos a la marchanta, igual que tiraba el caroso de la aceituna después de clavarse un Martini seco en una copa Gorhan Lady de boca ancha, tallo cónico, y seis lados cortados por goteo de diamante sobre cristal de Baccarat.

Al padre de Raúl Barón Biza, don Vilfrid Barón, hijo de inmigrantes franceses, obviamente también le chorreaba la plata en aquel Buenos Aires que ya era un clon de París y en aquella Córdoba de las campanas y aire puro con conventos húmedos y ortivas e iglesias de campanas vigilantes ya que había sido uno de los primeros colonizadores de la Pampa. Pero no de la provincia de la Pampa sino de La Pampa argentina. Por lo tanto, además de hectáreas, también había colonizado cabezas de ganado de a miles y miles de ombú. Y completando el combo familiar de poder, además del padre estaba la madre, doña Catalina Biza, una burguesa tucumana de buena posición y carnes firmes que por devorar a diente libre hostias al plato y salmos católicos golpeándose el pecho por su grandísima culpa, había recibido la Cruz Pontificia del Vaticano y la orden Franciscana que era como tener el WhatsApp de Dios.

Myrian Stefford en El Chingolo y en Venecia (Caras y Caretas)
Myrian Stefford en El Chingolo y en Venecia (Caras y Caretas)

No caben dudas de que la jugada del destino fue perfecta.

Siniestramente perfecta.

Movió los hilos en forma magistral, tal como los había movido para aquel encuentro entre Violetta Valery y Alfredo Germont que imaginó Alejandro Dumas (h) en La Dama de las Camelias y al que el gran Giuseppe Verdi convirtió en el aria brindis Libiamo ne´lieti calici de la La Traviata.

A un tipo fachero de 29 años y mucha plata, en la Europa de la pos Gran Guerra, donde cuando una moneda de un centavo del peso argentino caía al suelo hacía un pozo, con el teléfono de Dios en la agenda, y un par de Picasso colgados en el living de su mansión en Champs Elysées, una noche de caravana que el hombre estaba con un Don Perignón en la mano, el destino le escribió otra ópera sólo para él poniéndole un puñal en la mano y en frente otra traviata, una mujer bella, de audacia ilimitada y mirada italiana, que fue como entregarle las llaves de todas las puertas del universo; incluidas las del infierno.

Desde el primer momento, Myrian Stefford y Raúl Barón Biza se atrajeron como dos animales salvajes en celo. Fueron a conocerse los cuerpos y a olerse las humedades del sexo que huelen a lavandina tibia, en un bello pueblito suizo del cantón de los Grisones llamado Sankt Moritz.

Para no cortar el verano la siguieron en la Costa Azul y en La Riviera francesa. Y para no aburrirse, después se fueron a Venecia y luego a la isla de Capri.

Pocos meses después de conocerse, en mayo de 1928 llegaron a Ezeiza. Y apenas llegaron tuvieron a Buenos Aires a sus pies y a la prensa porteña en la falda. De Buenos aires viajaron a Córdoba, a la estancia Los Cerrillos que los Barón Biza tenían cerca de Alta Gracia, y después de unos días regresaron a Europa. Los diarios del viejo mundo dijeron que Stefford y Barón Biza se habían casado el 28 de agosto de 1928 en la obra maestra de la influencia bizantina en el Véneto construida en el año 828, la bellísima basílica de San Marcos en Venecia, pero nunca hubo testigos de ese casamiento y ni siquiera una foto de la lluvia de arroz ni una libreta, por lo que es probable que la parodia bien podría haber sido un juego de ricos para divertirse con las expectativas de la gente.

Durante los tres años que la pareja residió en París, Myrian Stefford vivió como una reina. No sólo por cómo él la consentía y por los caprichos que le cumplía, sino también por el lujo en que vivían y los regalos que él le hacía. Un día que un vientito frio del lado de Montmartre le provocó unos chuchos de frío, Barón Biza le regaló a su mujer un tapado de visón. Después le regaló otro que hacía juego con sus ojos. Y una madrugada que después de hacer el amor en forma salvaje ella le dijo que lo quería, le regaló un anillo de obscenos 45 quilates llamado La Cruz del Sur, que era una de las partes del diamante más grande del mundo, el Estrella del Sur, encontrado en la mina Premier, en Pretoria, capital administrativa de Sudáfrica.

Y si Barón Biza no le bajó la luna, fue porque ella no se la pidió.

En un diario alemán en el que se informaba el regreso de la pareja a la Argentina, como ilustración de la noticia aparecía una foto de Myrian Stefford luciendo un brazalete Cartier mientras paseaba por las calles de Berlín con Gaucho, el leopardo de Barón Biza.

Mausoleo de Myriam Stefford (Billiken)
Mausoleo de Myriam Stefford (Billiken)
Obreros sellan el mausoleo con chapas del acorazado Graf Spee en 1940 (jorgebaronbiza.com.ar)
Obreros sellan el mausoleo con chapas del acorazado Graf Spee en 1940 (jorgebaronbiza.com.ar)

Apenas llegaron a la Argentina en aquel viaje anunciado por el periódico alemán, ya eran cuatro, contando al leopardo y a Chingolo I, su flamante avión. Pero después fueron cinco, tres y una pareja, full del destino.

Como su nuevo capricho era pilotear un avión, además de regalárselo, Barón Biza le trajo al mejor instructor del mundo, herr Ludwin Fuchs, gloria de la aviación alemana y lugarteniente del mítico Manfred von Richthofen, el Barón Rojo, héroe de la Primera Guerra Mundial durante la que derribó la friolera de ochenta aviones enemigos.

Se dijo que entre Myriam Stefford y el alemán hubo un adúltero romance apasionado. Como el Chingolo I se descompuso en los cielos de Santiago del Estero, Barón Biza le envió el Chingolo II para que completara su periplo junto a su herr instructor. El 26 de agosto de 1931, camino a San Juan, el Chingolo II se vino a pique y Myriam y su alemán murieron en el acto. Aunque nunca se probó, un rumor aseguró que Barón Biza le envió el Chingolo II listo para que se cayera.

En su novela El derecho de matar, Barón Biza describió al amor de su vida de esta manera: "Boca pequeña de labios pintados, tibios, húmedos. Boca de carmín, tenía ese rictus embustero, delicioso y un poco canalla de todas las divinas bocas nacidas para mentir y besar".

Algunos años después de construir un monumento a la memoria de la mujer que amó, un ala que mide 82 metros de altura, es decir más alto que el Obelisco de buenos Aires, Barón Biza escribió dos textos con las tripas.

Los dos textos están en el mausoleo de la muerta.

El primero dice: "Maldito sea el que profane esta tumba". Y en el segundo texto puede leerse: "Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que en su audacia quiso llegar hasta las águilas".


AGD

desde la Córdoba de la Nueva Andalucía



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Comentarios:

- Elsa Torres: Qué narrador!!

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