Lo que no tienen es corazón
Víctor Ramés
El cabriolé los conducía a la estación central, de donde el tren a Malagueño partiría en unos quince minutos. El auriga apuraba sin maltratos a los animales, que parecían entender sus mínimos tirones de rienda y trotaban ágilmente hacia el este. Los dos pasajeros iban en silencio, uno de ellos, el más joven, anotó algo en una libreta con su lápiz, que luego guardó en el bolsillo del chaleco. El otro, el mayor, revisaba datos escritos en una hoja. Se había puesto unos lentes. Al llegar a un arroyo urbano que no parecía profundo, los caballos parecieron dudar, tal vez uno más que el otro, el conductor los animó emitiendo un ruido con la boca y por fin lo vadearon con facilidad. Cada vez que llovía, aquel charco extendía su tamaño y obligaba a todo el mundo a prestarle atención, como si eso le diera al pozo alguna satisfacción compensatoria de su largo aburrimiento durante las secas.
El conductor azuzó a los animales para animarlos a vadear un siguiente arroyo urbano poco profundo, señal de la lluvia reciente. El coche cabeceó junto a sus ocupantes, y dobló por el bulevar al sur.
En la estación se adivinaba movimiento. "¿Debe haber llegado el tren de Rosario, no don?", le dijo al cochero el hombre que había estado leyendo hasta que cruzaron el charco. Ahora enrollaba los papeles y se había sacado los lentes.
"Así es, señor", le respondió el cochero. "Hará unos quince minutos lo he oído pitar".
Al llegar a la estación del Central Córdoba, ambos pasajeros bajaron. El más viejo pagó y se apuraron a través de la gente que la poblaba. Cuando partiera el tren a Tucumán todos se irían y el lugar quedaría en calma en unos minutos.
El hombre mayor, seguido del otro, más alto y más flaco, un tanto encorvado y de facciones criollas oscuras, siguieron andando hacia una estación ubicada al extremo este de la central, de donde partiría el tren a Malagueño. Estaban casi en horario, ni bien llegar subieron al coche. Tal como se lo había anticipado el hombre al que acompañaba, el señor Sapaín agradeció el reencuentro con el olor a pueblo, al ir en busca los asientos. Una vez ubicados, el hombre mayor retomó sus comentarios. La máquina fabricada por la empresa belga Societé Anonyme Couillet, 1886, puso en marcha la fila para buscar tramo por tramo y acomodar su rumbo.
Pasaron junto a los hornos bajos del Pucará. Se veía, a lo lejos, el río e incluso se divisaba el tramway a San Vicente repechando una lomada. Pero qué otra cosa va a ser –le decía Bialet Massé al señor Sapiain–, el clima de agitación va a ir en aumento, eso se lo puedo asegurar. No hay política que pueda convencer ya a los que están pisoteados, en este caso la mayoría del pueblo, mire usted. En anteriores viajes a Córdoba he recorrido cada establecimiento donde hubiese trabajadores. Sus patrones... no se ve gente más insensible en todo el país.
El tren lanzaba su penacho para unos hombrecitos en una jardinera que lo miraban pasar. El señor Sapiain observó los ranchitos miserables que se extendían abajo, en la ribera sur. Sapiain se sentía a gusto con Bialet. Pueblo prejuicioso, resolló éste. Hay que ver el orgullo con que van por ahí, tan poco a tono con sus acciones concretas. Y tan indolentes, como si la piedad no fuese algo que les concierne. Para eso están las leyes, cacarean, ellos, los primeros en burlarlas. No es que no tengan recursos, no. Los hay a montones. Lo que no tienen es corazón, ¿me entiende usted? Sapiain asintió.
Los signos humanos se iban raleando en el paisaje y daban paso a una vegetación cerrada, que luego volvía cada tanto a abrirse, revelando en los surcos de la tierra, huellas de otros hombres. Sapiain aprovechó el tramo para indagar a Bialet sobre las conclusiones que le iba dejando el estudio, hasta la primera parada.
Bialet y Sapiain pasaron del mediodía visitando los hornos de Malagueño y luego les siguieron los de Yocsina. Para llegar a esta última población debieron descender del tren a la altura del km 18 de la vía a Malagueño, donde los esperaba un coche. Atravesaron una zona de buenos sembradíos, unos ocho km que la empresa de ferrocarril, le explicó al señor Sapiain, tenía previsto cubrir próximamente con un nuevo ramal. Se lo había comentado el propio Dr. Cotenot, presidente del directorio.
Hablaron con capataces y peones que trabajaban en el quemado, con los obreros que acudían trayendo las piedras calizas, con los chancadores que las iban reduciendo a golpe de pico; con los quemadores y los hacheros.
Bialet le hizo notar a Sapiain cómo se hallaba raleado el monte de la zona, por causa de la quema de leña de los hornos próximos a las caleras. Sapiain ya había reparado en esas manchas en el verde, mientras venían. Recordó haber visto ataques a bosques y a montes en otros viajes, cuando todavía se viajaba despacio, y ya se estaba tendiendo el ferrocarril. Las compañías inglesas mandaban extraerle a los bosques los durmientes sobre los que correría el camino de hierro. Sapiain sabía que lo que le señalaba Bialet también era la huella de la industria. El acompañante escribía un informe sobre el informe que preparaba Bialet. Él se comportaba como lo que era, un visitante. curioso; solo reportaría sobre este viaje en particular, y un par de días previos de acompañar al decidido enviado del gobierno en el reciente trecho de su compleja y copiosa investigación.
Sapiain, a su vez, era un enviado. Le había encomendado el reporte un publicista suizo, M. Gérard, que visitaba el país y se había establecido por un par de meses con los inmigrantes de las colonias agrícolas cordobesas. Era gente agradecida con el Dr. Bialet Massé y con Cassafouth, por haber construido algo tan grandioso como el dique San Roque, que llevó vida a la llanura. El señor Sapiain acompañaba a Bialet en esta visita a la clase trabajadora, tomando notas para un artículo destinado a una publicación italiana, que traduciría el propio publicista. Enviado para acompañar a Bialet Massé, llevaba un registro de los datos y hechos que las visitas producían, incluso el resultado de las charlas de Bialet con dueños y administradores de los establecimientos. Al finalizar la jornada, redactaba un informe y se lo compartía a Bialet, quien lo recibía maravillado por la versión tan precisa de sus avances en la investigación.
Lo que siempre lograba impresionar al señor Sapiain eran las mediciones realizadas con el dinamómetro, que Bialet extraía de su caja como un tesoro, creando una expectativa con la certidumbre de un hombre de ciencia. El emprendedor canario les tomaba pruebas de fuerza a los trabajadores, y dictaba los resultados que Sapiain anotaba prolijamente en un cuaderno, junto a otros datos previos.
Almorzaron –tarde- agasajados por el amable señor Serrano.
Como a las cuatro regresaron a Córdoba. La empresa había dispuesto un horario extra para traer de vuelta a los visitantes. Durante el viaje, Bialet le habló a Sapiain sobre algunos casos de tuberculosis que él mismo había visto sanar, algo que le pareció al atento acompañante un hecho inconmensurable, próximo al milagro, y por tanto inconcebible para él, cuyo padre había muerto asfixiado por la tisis. Bialet le aseguró que, en su fábrica de cales hidráulicas, allí donde se cierne la cal, el polvillo que se respira es infernal, aunque los trabajadores usen tapaboca. Pues bien, en ese ambiente es donde se mejoran los tuberculosos, afirmó Bialet mirando a su invitado como si lo pusiese a prueba. "Un muchacho de diecinueve años que daba pena de tan enfermo, me pidió trabajo hace muchos años. Por piedad, le soy sincero, le di una oportunidad y lo puse a trabajar empujando las vagonetas que transportaban la cal de los cernedores. Su tos empeoró y temí que no pudiera seguir, pero no pasaron más de un par de días en que comenzó a reponerse."
Sapiain, con pausas según la marcha del tren, anota textualmente lo dicho por Bialet Massé: "Al año el muchacho manipula una bolsa de 100 kilos... como el más fuerte de los obreros... A los dos años se casa, y tiene ahora... cinco hijos sanos y robustos como el padre; han pasado diecinueve años y no tiene novedad… Las cavernas subsisten, pero más reducidas; deben estar cicatrizadas."
Sapiain compartiría esas anotaciones y Bialet decidiría incluirla en su Informe sobre el estado de la clase obrera.
Habían entrado en Córdoba. El señor Sapiain guardó el lápiz en el bolsillo del chaleco y miró distraídamente pasar una repetición de la arquitectura italiana aquí y allá. El tren pitó al entrar en la estación. Sus pasajeros formaban un grupo reducido. Bialet y Sapiain bajaron y el primero tuvo que hacer unos pasos extraños para estirar las piernas. Cuando se recuperó, ambos desandaron el camino que habían hecho a las 2 de la tarde. A Sapiain le parecía imposible todo lo recorrido y lo vivido en tan poco tiempo, y ya pisaban la vereda de la estación central para tomar un cabriolé que los estaba esperando para llevarlos al hotel. Unas nubes oscuras avanzaban desde el este. Bajaban por el boulevar, y no habían avanzado más que unas tres cuadras cuando el Sr. Sapiain anunció repentinamente que había cambiado de idea, que iría al hotel más tarde. Hicieron parar el coche, con buena maniobra del conductor, se saludaron con Bialet y el enviado se bajó cerca de la calle San Jerónimo.
Bialet se quedó pensativo, tratando de imaginar las razones por las que Sapiain se había bajado así, tan de golpe, pero pronto otros pensamientos de más peso se impusieron antes de llegar al hotel. Sapiain se quedó en la esquina un momento, viendo alejarse el coche con Bialet en él. Luego miró a uno y otro lado, chasqueó la lengua en la sequedad de la boca y fue en busca de alguna taberna. Necesitaba, añoraba, ahondar en el olor del pueblo.
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