Los habitantes del planeta rojo
La proximidad del relato nos deja compartir una mesa de café, en una madrugada de 1904, junto a un joven periodista tucumano que se asomaba al universo del vate cordobés y su amigo el profesor.
En una madrugada de agosto de 1904 íbamos en coche acompañando al poeta a su hotel. El profesor se confesó deslumbrado ante las últimas producciones que el poeta nos había leído en casa de su tía. Este agradeció. "Usted siempre ha sido generoso con mi trabajo, Carlos, incluso antes de conocerme", dijo. Y agregó: "La generosidad es una enorme virtud y yo creo que usted debiera también ser más generoso con usted mismo". La observación me pareció embarazosa, miré de reojo al profesor y le vi esbozar la sombra de una sonrisa amarga. Tras un silencio respondió, casi con dulzura: "Con usted no es generosidad, Leopoldo, es justicia. En cuanto a mí… bueno, creo que también", dijo, sin contener una pequeña risa. El Poeta fijó en él sus ojos miopes agrandados por las lentes, con un dejo de reproche. Llegábamos a la plaza. Eran casi las dos de la mañana y nació del poeta la insistencia de que lo acompañásemos a tomar un café. Yo aproveché para esbozar un pretexto y me manifesté muy cansado, con el fin de dejar a solas a los viejos amigos. El poeta le dijo al profesor que yo debía de ser un tucumano de la frontera con Santiago, por lo flojo. Siguiendo la chanza, le respondí que mejor no tocara el tema, porque él mismo era un cordobés fronterizo, a lo que ambos respondieron con una fuerte risa. "Se le advertí" comentó divertido el profesor. El poeta me palmeó. "No es fácil de estafar", dijo y le indicó al cochero que parase en Constitución y Rosario de Santa Fe, donde permanecía abierta la Confitería del Comercio. Me sentí halagado. No era más que un pichón y allí estaba, flanqueado por esos dos maestros.
Elegimos una mesa lo más lejos posible del prosaico billar en el que se afanaba un grupo de muchachones. Pedimos tres cafés y el poeta sumó tres coñacs al pedido, mirándonos desafiante mientras se alejaba el mozo, a lo que el profesor y yo nos allanamos con un movimiento de hombros.
Me divirtieron las opiniones del poeta en lo tocante al tema mujeres. Admitió haber sido "chinitero" y dijo haberse iniciado cerca del Mercado Norte, donde se encontraban, en ramillete "tanto hermosas chinitas como gérmenes venéreos". El profesor se animó a confesar alguna visita "al mismo santuario", lo que sorprendió al poeta, diez años menor, que enseguida quiso saber cómo era "el asunto" en esos tiempos. Pero el "hombre mayor" se negó a largar prenda. "Pucha –dijo el poeta- debí haberle preguntado después del coñac". Vinieron los pocillos y las copas y el tema femenino recibió un tratamiento más poético. El profesor dijo en un momento que una sola vez había estado prisionero en la isla de una Circe, "pero en cuanto pude logré escapar, y hasta hoy, sigo remando en la dirección opuesta". El poeta afirmó luego, no recuerdo en respuesta a qué dicho del profesor, que "muchas veces, la complicidad excesiva con las mujeres atenta contra la lealtad entre varones". Por mi parte, me sentí animado por el coñac a aportar algo por mi cuenta, y me salió decir a cierta altura: "¿Quién no rondó el olor de las mujeres? Yo creo que de allí venimos y allí volvemos, por una ciega vocación". El profesor carraspeó su voz fina, suavemente, para decir: "No todas las mujeres son iguales, ni todas poco dignas de rendirse uno a sus encantos". El poeta asintió y se hizo un silencio que rubricaron las bolas de billar.
Íbamos por el segundo coñac, esta vez sin café, y el poeta monopolizó la charla ilustrándonos sobre los hombres del planeta Marte. Contó que había tenido ocasión de leer unos libros y artículos sobre observaciones astronómicas y sobre señales que afirmaban la existencia de habitantes en Marte. Citó en su apoyo un párrafo de una novela del inglés Wells, sobre "mentes que son tan superiores para el hombre como lo es la del hombre para los animales, inteligencias vastas, frías y sin compasión". Y se refirió a cierto astrónomo en cuyo libro se describían canales de riego destinados a transportar agua desde los polos a los desiertos marcianos, revelados por el telescopio. Nos entretuvo contándonos proyectos de comunicación con "los hombres de Marte" por medio de un gigantesco faro, y habló de un enorme despliegue luminoso del teorema de Pitágoras, el cual se haría visible a los telescopios marcianos. Por último, afirmó que habíanse también reportado comunicaciones espiritistas, cosa que él hallaba perfectamente posible.
Ante una pregunta mía sobre si seres de otra galaxia estarían en condiciones de entender un poema terrestre, el poeta dijo estar convencido de que la poesía era el idioma del universo, y aseguró que la ciencia tardaría siglos en despejar las verdades contenidas en las frases enigmáticas de los poetas, ocultas a veces para ellos mismos. Estos –sentenció- "han sido siempre tan sensibles a los fenómenos desconocidos como una brújula al magnetismo polar".
A eso de las tres y media manifestó deseos de dormir "una siesta lunar, mi favorita", e insistió en pagar nuestro consumo. Con el profesor lo acompañamos caminando hasta la puerta del hotel. La noche estaba agradable, las calles vacías. Había una luna turca velada y embriagadora.
Enseguida nos despedimos. El profesor lo acompañaría a la estación en la mañana, pero mi jornada estaba comprometida, por lo que nos saludamos con simpatía mientras el poeta me daba calurosas palmadas en el hombro Después tomamos un coche, dejé al profesor en la puerta de su casa y me hice conducir a la mía, trepando hacia la Alta Córdoba. Al llegar me encontré con que no había corriente eléctrica, así que anduve de fósforo en fósforo, hasta encontrar una vela, a cuya luz me desvestí y me dormí soñando con atroces criaturas del planeta rojo.
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