Un calchaquí rebelde en La Toma

10.04.2024

(Cuento al revés)

La historia es hija ilegítima de la verdad y el relato. Vetustas crónicas del siglo XVII entregan un dato aquí, sustraen otro allá, y con fragmentos superpuestos como retazos de mantas que brindan el abrigo ilusorio de una pieza completa, contamos de adelante hacia atrás este relato que contiene porciones imaginarias. Trata de un hombre del pueblo originario calchaquí, un malfín cuya vida atraviesa los años de aniquilación de su etnia bravía, para sobrevivir reducido en El Pueblito cordobés de indios de La Toma.

Víctor Ramés


1666

El curaca Ramiro contempla el agua del río cordobés y no puede creer estar de nuevo aquí. Devuelto a esa ciudad donde aprendió a tragar a solas su enorme pesar, disimular su orgullo de vencido y, aun así, seguir honrando la memoria de sus ancestros. Eso fue muchos veranos atrás, más de veinte, sí, más. Aquí, acorralado, debió nacerse de nuevo, a los 30 años. Pero aquel Ramiro no supo cómo renunciar al odio por los españoles pálidos y crueles. El Ramiro actual finalmente ha hallado sosiego. Ha visto hundirse dos veces el mundo y la última fue definitiva. Dos veces "desnaturalizado" y reducido, sigue de pie. Está sintiendo en el rostro la brisa del río extranjero que ahora es el suyo, oyendo el rumor del agua que entra por la toma. Algunas cosas dulces aún acarician su corazón amortiguado. Aquí está de vuelta, cuidando la provisión de agua, como lo hicieron sus abuelos curacas, expertos en conducirla por las terrazas del valle fértil de Hualfín, y también en negársela a los enemigos mediante el cierre de la toma, para asestarles la sed. Ramiro se sonríe recordando esto y otros episodios de bravura sin par que se contaban de generación en generación; ellos, los indómitos, los guardianes de la tierra. Los protegidos de las huacas. Él, el indio malfín, ha vuelto al pueblo de La Toma como si le hubiera sido posible construirse un destino o, al menos, aceptase con serenidad el que le fue por segunda vez destinado.

1659

Por las noches, echado sobre el quillango, las pesadillas han retornado. El tiempo no ha parado de correr, pero hay miedos que todavía están allí. La cabeza cortada lo mira, el brazo cercenado señala hacia los cerros. Ramiro despierta sobresaltado y se incorpora a tomar agua de un jarro. Él sabe que su situación actual, a los 46 años, es todo lo que no quisieron para sus hijos los bravos flecheros malfines. "Tuvieron mal fin, malfines", recuerda que solía burlárseles un soldado de los que los condujeron engrillados del Fuerte del Pantano hasta Córdoba, quince años atrás, luego de arrancarlos de sus seres queridos. Sin embargo, vio miedo en el rostro del soldado cuando él lo miró fijo a los ojos.

Desde que ha oído que han vuelto a sonar gritos de guerra en el valle, retornaron los sueños. Anda nervioso, buscando resolver su vida. En el término de un mes, Ramiro desaparece sigilosamente del pueblo y de la ciudad. Zigzagueando a través de la estricta vigilancia española, logra sin ser visto regresar al valle de sus alegrías y sus dolores. Por las serranías se las arregla para llegar a la ciudadela de Tolombón, al pie del Cajón, para ofrecer su brazo y su lanza al líder del nuevo alzamiento. Fue recibido con honores. Le pidió a la tierra una segunda oportunidad para sembrar su cuerpo bajo el alto vuelo del cóndor.

Ramiro volvió a empuñar las armas, sintió cómo la vida corría otra vez por su cuerpo. Lo desvelaba la luz de la patria que quería hacer regresar a punta de lanzazos y flechazos. Estuvo otra vez en su elemento. Recuperó la razón de vivir, fue el más valiente hasta el fin. El fin de la resistencia, eso sí, pero no de su vida. Una vez más lo preservó el destino y le hizo mirar, con ojos bien abiertos, la caída estrepitosa del antiguo cielo aplastando todo lo que quedaba de valioso en esa tierra.

1650

Hace cuatro años que Ramiro ha sido encomendado en Córdoba y asentado en el pueblo La Toma. Es un hombre de 37 años que inspira respeto a indios y españoles. Hay algo en él, un don de liderazgo, una responsabilidad. Y también hay serpientes que recorren secretamente su cuerpo: dolor, resentimiento, negros pensamientos de venganza. Odio. Nunca ha dejado de arengar a los de su pueblo, intentando mantener encendido el fuego ancestral y la dignidad del guerrero. Induciéndolos a organizarse, aun dentro de su desgraciada condición actual, contra el abuso de los encomenderos. Entretanto, se empeña en el mantenimiento y la regulación de la toma, y a veces hace changas en la ciudad. Sus pares lo visitan a menudo en el Pueblito, en busca de consejo. Luego de pensarlo mucho, este año, sintiendo en su persona el poder de continuar el legado malfín, se ha convencido de reclamar el derecho a ser su legítimo curaca, disputándoselo a su pariente de los valles, el cacique Sebastián Utisa Maya. A éste reconocían los españoles el liderazgo sobre ese pueblo reducido. Le responderán que Utisa Maya "siempre fue leal vasallo de su magestad y como tal sirvió y ayudó a los españoles saliendo con ellos en su defensa en todas las facciones de guerra". Ramiro, resignado a seguir esperando el cambio de los vientos, siente crecer en silencio una difusa urgencia que a los golpes busca su cauce.

1645

Salieron de San Juan, sometidas a la orden del capitán Pedro Nicolás de Brizuela, "cuatrocientas piezas de las naciones Malfín y Abaucán", indios rebeldes arrebatados a su paisaje natural, destinados a encomienda y mano de obra para los vecinos de la mínima Córdoba. El viaje es largo y tenso. Los indios reciben castigos por sus actitudes desafiantes, siempre murmurando, conspirando, creando inseguridad entre los hombres de Brizuela. En especial uno, cuya mirada inspira miedo y al que los demás parecen respetar en forma unánime. Ése llevó lonjazos más de una vez, como una fiera acorralada. Una caricia, comparado con las crueldades que había mandado perpetrar Brizuela, liquidador de la última resistencia calchaquí.

La primera vez que los ojos de Ramiro miraron a Córdoba, allá abajo, puede decirse que en realidad no la vieron. El odio y ferocidad en que venía enfundado lo cegaban. Dieciséis años de guerra -la mitad de su vida- le habían dado a su cuerpo talla de piedra, pero una sombra angustiosa había hecho una grieta hasta su alma, al ser arrebatado de su dulce Lucay y su pequeña Apoca. Ahora todo ha quedado del otro lado. Todo menos él.

En razón de que el grupo representa una amenaza, ni bien llegan son trasladados al apartado paisaje de Cabindo, doce kilómetros al noreste, hasta que depongan su indocilidad y se sometan a trabajar para sus protectores. De eso vendrá una mejora, al cabo de un año, cuando los malfines que siguen a Ramiro sean encomendados a don Isidro de Villafañe y Guzmán e instalados en el pueblito de La Toma, al oeste y en proximidad del río. Allí de a poco reharán sus miserias y Ramiro se esforzará en trazar un límite a los abusos que son norma para con los indios.

1637

Es el gran año maldito de Ramiro, después de tantos malos años, pese al aliento, al valor, a la celebración de los triunfos sobre el invasor. El primogénito del más bravo cacique nacido desde Juan Calchaquí para acá, va para ocho años que pelea junto a su padre, cruzando los ríos y los valles, de Andalgalá a Hualfín, de Shincal a Yocavil, cortando el paso a los españoles que, al mando de Cabrera, el hijo del fundador de Córdoba, son puestos en fuga. Luego sitian la ciudad de Londres, privándola de la provisión de agua, hasta hacerla sucumbir. Los guerreros cacanes no ahorran crueldad, Chelemín los guía a través del Aconquija a la aldea de Yucumanita, donde pasan a degüello a todos los habitantes. Chelemín trasmonta de vuelta a Andalgalá, y continúa hostigando al invasor, hasta que, en 1637, con su último puñado de fieles malfines, pacciocas y abaucanes, es derrotado y hecho prisionero. En la fatigada ciudad de Londres el bravo cacique padece el ensayo de una ejecución que luego se aplicaría a Tupac Amaru. Luego su cabeza y sus miembros son expuestos en localidades estratégicas. Ramiro no se halla junto a Chelemín en su última batalla.

Tras la muerte de aquel gigante, Ramiro parece heredar el peso de la sublevación como si se tratase de una guerra personal. Durante años se mueve con celeridad entre los pueblos vallistos, conferenciando con uno y otro cacique, reestableciendo alianzas. No mide la dimensión de la tarea. Guerrea como si el retorno de los años felices dependiera de su sacrificio. En sus sueños, una insistente imagen lo deja sin aliento: una cabeza cortada, que vive dentro de la suya, se aproxima cada noche silenciosa a su rostro, como si deseara hacerle una pregunta. Y Ramiro sabe la respuesta. Despierta y recomienza enfebrecido el trajín de la centenaria guerra. Pero la nación cacán se está borrando.

1627

Ramiro tiene 14 años cuando aprende que es mejor huir de los españoles como de la peste. El joven ha insistido a su padre que lo deje viajar en su nombre, con doscientos hombres, a presentar saludos al nuevo gobernador del Tucumán Don Felipe de Albornoz. Chelemín se convence al fin de que Ramiro posee el señorío para cumplir con esa misión que garantiza la paz. El cacique mira partir con orgullo al hijo altivo y porfiado, ataviado con sus galas y la hermosa cabellera que ha peinado su madre.

El retorno de la pacífica comitiva trae en su seno la semilla de la guerra: Ramiro ha recibido un lonjazo en el rostro y su cabellera ha sido cortada por el funcionario español, ignorante del alcance de esa afrenta infligida al hijo del cacique malfín. La ira de Chelemín y del pueblo se hace hoguera al roce de esa chispa. Los curacas de los valles reciben cada uno una flecha enviada por el líder malfín. Ramiro ve erizarse la máquina de la rebelión para lavar su deshonra, y no mucho después está metido en ella hasta el tuétano, siguiendo en adelante las vueltas de su destino.




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