Travellings

10.10.2025

Aguafuertes italianas


Nelson Specchia


1. Roma: El emperador y la meretriz

Zoraida, la prostituta, fue amante del cónsul mucho antes de que este fuera cónsul. Por entonces, era apenas un ratón de biblioteca: tartamudo, rengo, detestado por su propia familia y siempre al borde de la quiebra.

Zoraida ocupaba un lugar importante en el sindicato de las meretrices, a pesar de su rostro picado de viruelas. Había logrado juntar unos ahorros que le aseguraban un buen pasar y la precavían para otros tiempos, cuando la juventud se retirara, algo tan ineluctable como deficitario en su profesión.

Financió generosamente con ellos los libros y las dietas del futuro cónsul, y lo acogió en su casa cuando la patricia familia de aquel terminó por echarlo a la calle. Sin otro oficio que el estudio y la lectura, y pasado ya el arroyo de la mitad de la vida, el malogrado erudito acogió esos favores de mesa y lecho con la humildad del perro habituado a los palos. Sólo la naturalidad sin pliegues de Zoraida hizo que a la resignación no sumara también la vergüenza del mantenido.

Años más tarde, cuando cambiaron las tornas y los soldados proclamaron al tartamudo emperador y cónsul, Zoraida se retiró a una casita con olivos y viñas. Dejaron de verse, pero ella le guardó fidelidad y le siguió prestando favores. En una oportunidad, incluso, lo alertó del plan de su familia para asesinarlo: sabía que el emperador confiaría en ella como en nadie. Pero su fidelidad también fue su perdición. Quemaron su villa, las uvas y las higueras, y le cortaron la cabeza picada de viruelas.

El emperador, que era ya cónsul por tercera vez y el hombre más rico de Roma, no movió ni un dedo para salvarla.

Castel del Monte (Foto: Italien!Expert)
Castel del Monte (Foto: Italien!Expert)

2. Apulia: Federico, Umberto Eco y el Castel del Monte

El emperador estampa su firma al pie del plano y unas gotas hirvientes de lacre caen sobre ella e imprimen el cuadrado sello real. Federico ha intervenido personalmente en cada medida, cada ángulo, cada orientación de puertas y ventiluces. El castillo tendrá ocho lados y en cada esquina se ubicará un torreón octogonal. Estará ubicado en el más alto pináculo de las montañas de Apulia, por eso nadie podrá verlo desde arriba; pero en el futuro, cuando la técnica permita sobrevolarlo, se podrá advertir en ese cuidado diseño la forma de la corona que descansa sobre la cabeza de Federico.

Todo en la construcción debe hacer referencia al conocimiento pasado, presente, y aún al futuro, porque ese será el fin del castro: reunir a los sabios dentro de sus muros, a pensar y reflexionar sobre la vida, la muerte, el destino y la fortuna: el fondo duro de las cosas.

Federico ha estudiado la disposición de las estrellas, la magia de los nigromantes de Aquisgrán –donde fue coronado– y las medidas de las pirámides del anciano Egipto. Ha establecido que las paredes del castillo tengan dos veces los metros del ocho, y los torreones de las esquinas el ocho multiplicado por tres. Habrá también ocho ventanas y una única puerta, orientada al Este, el mítico oriente donde sale el sol y la estrella que anunció al Niño.

Para llegar a la sala del trono se deberán atravesar ocho laberintos y en ella se instalarán ocho asientos: el sillón imperial y siete grandes poltronas, para los siete sabios que Federico convocará para esa sesión de pensamiento que deberá ser el summum de la filosofía de Occidente.

Diez años tardaron los albañiles de la Apulia en construir el Castel del Monte, siguiendo las instrucciones y los planos del emperador. Federico ha establecido finalmente la fecha de esa primera sesión inaugural de su magna academia: será el día ocho, del octavo mes, del año del Señor de 1248.

Con el primer sol entrando por el gran pórtico, los siete sabios toman asiento en sus poltronas luego de que el emperador ha ocupado el trono. Los sirvientes han dispuesto mesas de manjares y bebidas. El sol de agosto lame sus túnicas y anuncia un día templado y claro.

—Bien, aquí estamos —dice Federico—, hemos de deliberar sobre la vida, la muerte, el destino y la fortuna, el fondo duro de las cosas. ¿Por dónde empezamos?

Y a los siete sabios, las mentes más altas y profundas de Occidente, no se les ocurre nada.

(Siglos más tarde, Umberto Eco, otro sabio, utilizará los planos del Castel del Monte para idear la terrible biblioteca de El nombre de la rosa)

3. Vaticano: el papa Farnese, los jesuitas y la Inquisición

Ranucio y Uguccione, su medio hermano, entran finalmente a la cámara pontificia. El papa tiene frente a sí, en la mesa que le sirve de escritorio, tres grandes legajos: la aprobación de una orden religiosa más, con un militar vasco, de Loyola, a la cabeza; el establecimiento de una nueva justicia, a la que llamará Inquisición, que encomendará a los "perros de Dios" (los "Domini Cane") y le dará todos los poderes que dispone su patriarcal mano; y la convocatoria a un concilio, en Trento, que proclame su infalibilidad sobre todos los reyes de la Tierra. Con esas tres herramientas que pergeña en los legajos planea dirimir la disputa de poder entre Francia y Alemania, aplastar a los herejes reformistas de ese demonio de Lutero, y evitar el cisma de la Iglesia.

El papa levanta los ojos de las carpetas y mira a los hijos de su carne, tan distintos entre ellos, tan iguales a él. Ranucio es alto y hermoso, tiene los ojos de su tía Julia Farnese, las pestañas largas y curvadas, casi femeninas (dicen en la corte papal que Ranucio es como César: el marido de todas las mujeres, pero también la mujer de todos los maridos…); y Uguccione, el hijo bastardo del papa Farnese, es bajo, pesado y terrible: es el martillo de Paulo III, su daga, su mandoble. Basta una mirada de Su Santidad y Uguccione golpea con toda la fuerza bruta, aplastando miembros, cráneos, cuerpos enteros.

—El parmesano murió en la tortura, padre —dice Uguccione—. Alcanzó a darnos un nombre: Ferrante.

Paulo III, pontífice, siervo de los siervos de Dios, se mesa la barba durante unos segundos, y responde:

—Maten a todos los Ferrantes de Parma —dice el papa; la orden a sus hijos sale fría, directa—. Y a los de Plasencia también, por las dudas —agrega—. Y a todos déjenle una moneda en la boca: un Farnesio siempre paga sus sangres.

Los despide con un gesto de la mano, como si se sacudiera unas migas de la sotana escarlata, se persigna y vuelve a sus tres legajos, con los que espera traer una cristiana y duradera paz a la Iglesia.

4. República de Saló: Mussolini, Pertini y la escalera

Sandro llega al pie de la escalera y se frena. Ha hecho los últimos doscientos, trescientos metros, a la carrera. Está todo el comité reunido y él está llegando –como siempre– tarde. Los camaradas acostumbraban a bromear con eso: la distracción de encender una pipa era suficiente motivo para llegar tarde a las reuniones de organización, e incluso a las de estrategia. Nada más lejos que la puntualidad militar de un soldado, pero algo propio de la irresponsabilidad de un socialista, decían los colegas partisanos del Partido Comunista. Sí, pero hoy no, hoy no se debería haber retrasado. Hoy no era una reunión más: hoy pedirían la rendición. Los camaradas, seguro, estarían necesitando de sus argumentaciones, siempre tan claras y encendidas.

Sandro toma aire y se lanza a subir la escalera. Salta los peldaños de mármol del Palacio Arzobispal de dos en dos. Su cuerpo bajo y delgado parece una langosta rebotando en la piedra blanca. Cuando llega al rellano y está a punto de dar un salto largo y cubrir el espacio de tres escalones, un revuelo de capas negras aparece junto a la baranda. En el centro, la ancha figura monumental, el hombre que lo condenó a la cárcel de la isla de Santo Estefano, a la huida al exilio, y que ha ocupado sus días y las pesadillas de todos sus sueños. El Duce viste todo de negro, con las botas charoladas y los correajes lustrosos. Sandro le obstaculiza el paso.

Minúsculo y respirando entrecortadamente, Sandro frena a todo el cortejo fascista que se había largado escaleras abajo. "Finalmente, había sido bajito, apenas de mi altura", se dice Sandro; se han detenido a dos escalones de distancia y el Duce mira al socialista desde arriba. Tiene los ojos cansados. No lleva ningún birrete de esos que le gustan tanto. La larga calva está llena de puntitos de agua que se sacuden cuanto tira la cabeza hacia atrás.

—¡Señor Pertini! —dice el Duce con esa voz de trueno contenido, de césar de opereta—. Hemos terminado. Sus compañeros no tienen su astucia: ¡han intentado acorralarnos!

Sandro ya venía sin aire, pero chocar con Mussolini en la escalera le ha quitado hasta el aliento. No dice nada y el Duce se aparta, dejándole paso. Desciende unos escalones, las níveas piedras de la escalera del Arzobispado se ajedrezan nuevamente con el vuelo de las capas negras del alto mando fascista.

El Duce ahora está un escalón debajo del socialista. Duda un momento, se gira y mira a Sandro, que no se ha movido de su rectángulo de mármol.

—Si le toca hacerlo, espero que tenga más fuerza que yo —le dice, y esboza algo parecido a una sonrisa marcada en el labio inferior, grueso y doblado hacia afuera.

Alessandro Pertini tuvo más fuerza. Y otras intenciones. Presidió Italia hasta que sus huesos lo sostuvieron, siguió encendiendo pipas y llegando tarde a todos lados. Benito Mussolini fue fusilado unos días después de ese cruce en la escalera, y colgado cabeza abajo en Giulino, Lombardía, para que se pudra, atado con el sucio cable de una estación de servicio.

Porziuncola (Imagen: Avvenire)
Porziuncola (Imagen: Avvenire)

5. Assisi: una capilla dentro de una catedral de Umbría

Cruzó la inmensa nave, desde las altas puertas de bronce hacia el crucero. Los pisos de mármol rosa, lustrados como un espejo, reflejaban el juego de luces que mezclan los vitrales y las rosetas. Un tibio ambiente de incienso, incoloro en la inmensidad del aire contenido en la basílica, recordaba el espíritu ritual de la construcción. Los dorados de las columnas ascendían en espiral hacia alturas celestiales, las gordas cuencas cóncavas de las cúpulas trazaban el último círculo: el que superó la fe y el misterio.

Cada elemento, desde el minúsculo ángel nimbado en la bisagra de una puerta lateral, hasta los colores de las innúmeras losas de piedra, encuentra su justificación simbólica: el todo representado por cada una de sus partes.

Y en el exacto centro de los símbolos –las líneas, los colores, los vahos de maderas perfumadas, las oquedades del silencio, las alturas y las anchuras del espacio infinito– un humilde oratorio de piedra, apenas unos exiguos metros, piedra sobre piedra apiladas por las manos de un santo. "Celebramos la pobreza", dice el monje a la entrada de la Porziuncola, la minúscula capillita levantada por Francisco de Asís, mientras informa cuánto cuesta encargar una misa: las tarifas están expresadas en euros, en dólares y en yuanes.

Salen, y la peregrina camina junto al largo bebedero medieval de la basílica franciscana. En el pavimento de la vereda, cientos de miles de ladrillos de cerámica roja se alinean; en cada uno hay escrito un nombre: el de quien depositó su ofrenda para la construcción del gigantesco mausoleo. La gran basílica, sus muros graníticos disparados hacia la eternidad, han tenido un único propósito: cobijar la humildad de la capilla que san Francisco de Asís reconstruyó con sus manos, y la habitación cercana donde murió. Hombres y mujeres de todo el mundo financiaron, con monedas o con fortunas, la hechura de la iglesia que cubre la iglesia. Sin importar el monto, el nombre de cada uno está grabado en un ladrillo.

La peregrina se moja las manos y la cara en un grifo del largo bebedero, es casi mediodía y el sol de Umbría cae a pique sobre los infinitos nombres del pavimento. Su mirada se detiene, distraída, en el límite que dibuja la sombra de su cuerpo. Y ahí, en el ángulo exacto que marca su hombro, como una flecha negra que apunta entre los miles de ladrillos a uno solo, lee el nombre de una antigua e ignota abuela, que en sus tiempos llevó el mismo nombre que hoy ella lleva.

6. Campidoglio: el honor de un romano

Se inclina sobre el largo bastón, su cuerpo hace el movimiento de giro y empuje con la naturalidad que imprime repetirlo desde que el primer sol aparece tras los techos de tejas del Aventino.

El caballero endereza el tronco, los ojos claros dulcificando el gesto adusto; los cabellos cortos, lacios y canos, peinados con ese cuidado demodé que las revistas tildan de clásico. Vuelve a inclinarse, gira y empuja el bastón grueso.

Es un romano, y lo sabe. Lo supo siempre, aún sin saberlo. Las piedras de esos pavimentos del Campidoglio que trajina a diario son una extensión de su piel y de sus músculos. Algún antepasado remoto marchó con las legiones de Augusto, y en retribución a sus servicios de soldado le habrán sido entregadas unas parcelas en el Lazio. Desde entonces el caballero es un romano.

Otros abuelos habrán servido en los palacios, en el de Chigi sobre la Vía del Corso (también la camina él, con su bastón que gira y empuja); o con los Sforza o con los Farnesios o con los Colonna o con los Medici Riccardi, cuando a la ciudad eterna la mandaban los cardenales gordos y perversos.

Quién sabe, además de soldados y curas, quizás también hubo abuelos profesores, malabaristas y panaderos. Da igual, el caballero siente que Roma lo ha hecho: lo ha confeccionado a medida, siglo a siglo, milenio a milenio. Las aguas del Tíber lo han saciado, los aires de siete colinas moldearon su peinado de revistas, las piedras y las ruinas fueron el marco de su estirpe.

El barrendero se acomoda sobre el bastón de la escoba pública, gira el cuerpo y empuja la parva de hojas secas de la plaza del Campidoglio. Es un romano, un caballero de Roma barriendo sus calles.

Imagen: Italo Tribu
Imagen: Italo Tribu

7. Génova – Buenos Aires: barcos llenos de ida y de vuelta

La familia de ella, de mi mamá, vivían más o menos bien -cuenta el viejo. El nono Giro era zapatero. Quiero decir, vivían mejor que la familia de mi papá, porque estos eran pobres, pobres de verdad, ellos alquilaban el campo, eran contadini. En esa época, en el campo, el único que comía todos los días era el cura. ¡Por eso los curas eran gordos! Cómo serían de pobres que el tío Giuseppe había rayado en una puerta tres letras F, y los viejos ninguno sabía leer o escribir. Antes muy pocos aprendían a leer y escribir, y de los viejos de antes de la Guerra Grande, de esos ninguno. Y él puso tres letras F en la puerta, con eso quería decir, en dialecto piamontés, "fiú – fam – frecce", o sea: "humo – hambre – frío", porque la casucha donde vivían no tenía chimenea. Cuando prendían el fuego, con esos inviernos llenos de nieve, se llenaba de una humareda que no dejaba ni verse la mano. Tampoco tenían mucha puerta. Alguna tabla apoyada del lado de adentro nomás. Y como no había querosén, la luz era a aceite: juntaban una bolsa de nuez, la llevaban al molino, a moler, a hacer aceite. Ponían ese aceite en una botellita y tenían luz con aceite de nuez. Luz... bueno, ¡apenas para no atropellarse unos con otros! Por eso él había hecho un agujero en la pared, porque había un farolito en la calle. También eran a aceite esos faroles de la calle, pero más grandes; por el agujero le hacía luz donde él tenía el catre, aunque tiritara de frío…

Era un personaje, un buscavidas siempre, desde chiquito. Como ellos eran tan católicos –más los pobres que los ricos- todos los domingos Chiara, su mamá, le daba 20 centésimos para la iglesia, para darlo en la misa. Pero él, que nunca veía un cobre, en vez de darlo de limosna al cura él se compraba un caramelo. Eso era todo: un caramelo por domingo. Como era muy zorro, para que no se dieran cuenta, cuando pasaba el sacristán juntando las limosnas, él le metía una piedrita en la bolsa. Por un tiempo pasó, pero el sacristán encontraba siempre esa piedrita, y como estos diablos son siempre vivos, los curas, entonces empezó a mirar bien. Lo descubrió el domingo, cuando metía la piedrita en la manga, y le dio con la picana en la cabeza. El párroco se fue a protestarle a la mamma, a la vieja Chiara... ¡hasta poco antes de morir se acordaba del palizón de aquel domingo! Y cuando se iba a venir a la Argentina, la mamma le dice: "Antes de salir a la Argentina vete a saludar al cura". "¿Al cura? –le contesta este- ¿y por qué tengo que saludar al cura? A mis tíos sí, pero al cura... ningún parentesco". Y entonces la vieja Chiara se pone a los gritos: "¡Pero no! ¡Que te vas a ir al infierno si no saludás al cura!", y así siguió, que de aquí y que de allá. Entonces él le dice, para callar a la mamma: "Bueno... ¡má sí!, tranquilizate, que lo voy a saludar". Pero no fue nada. Decía que se quedó un rato en un rincón de la iglesia, solo, pero ni mierda iba ir a pedirle la bendición al cura chusma.

Este era un buscavidas. Allá y aquí. Cuando vinieron, inmigrantes, al poco tiempo era un tipo reconocido en toda la zona. Había sido mayordomo de la estancia Santa Virgilia, en Buenos Aires. Cómo será que era todo un personaje, que la fama había llegado hasta Italia. Cuando salimos escapando de los fascistas, el cónsul allá era Carlos Brebbia, era cónsul argentino en Turín. Para volver a América tenían preferencia los que habían ido de voluntarios a la Guerra Grande, y de acá, de la Argentina, habían ido más de 35.000 voluntarios para la guerra europea, la del 14. En el puerto de Buenos Aires llegó un momento en que había más de 20.000 italianos esperando un barco para irse de voluntarios a pelear a Europa. Iban porque le tenían mucha bronca a Austria, porque Austria, antes, siempre los hacía cagar: eran más guerreros los austríacos, más inteligentes para pelear. Y estaban más organizados. En cambio, los italianos eran un quilombo, hay que decir la verdad… Por eso en la guerra anterior, ¡los austríacos casi llegaron a Roma! Y cuando fuimos nosotros a buscar el pasaporte a Turín, para volvernos a la Argentina antes de que los fascistas cerraran todo, nos dicen: "Nooo… Ni siquiera de aquí a cinco años van a conseguir", porque era que justo habían abierto los pasajes para salir de Italia, todos los que habían ido de voluntarios tenían gratis el pasaje, con preferencia para salir en los primeros barcos, y 5 liras por día hasta que llegaran a Buenos Aires. Les daban eso por haber hecho la guerra. Pero como el tío Giuseppe era todo un personaje, sabía que Carlos Brebbia era cónsul argentino. Este Carlos Brebbia había estado unos años antes en la estancia nuestra a comer, entonces sacó una tarjetita suya y le dice a un policía que había por ahí: "¿Sería tan amable de llevarle esta tarjetita al señor cónsul?" "No. –le dice el policía-. Nosotros tenemos prohibido ir". Bueno, lo dejó a este y siguió mirando. Por ahí había un cabo (¡los cabos siempre tienen un hambre encima!), sacó 50 liras y le pide al cabo. ¡Salió corriendo el cabito! Menos mal, porque no se podía arrimar, había como 5.000 personas en la plaza de Turín, tratando de entrar al consulado para el pasaporte. Y cuando Carlos Brebbia lee la tarjetita, lo manda urgente al cabo para que nos lleve dentro, nos lleve a su oficina. Cuando lo vio al tío Giuseppe, lo abrazó, le dice: "¿Querés volverte a la Argentina?, bueno, venite mañana y salís con tu familia en el vapor Garibaldi". Y le hizo nomás el pasaporte. Esto era el 5 de septiembre de 1921. Un hombre buenísimo, don Carlos. Muchos años después supo tener una joyería en Casilda y seguimos siendo amigos. Si hasta cuando yo me casé, compré los anillos en la joyería de él, de don Carlos Brebbia, en Casilda.





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