Al que ayuda Dios lo ayuda, ¿quién me ayuda?
Gabriel Abalos
Un ciego repite ese estribillo sentado delante del "Obispo Mercadillo", otrora importante centro de cultura y patrimonio histórico, mal camuflado tras unas chapas simulando una obra. Todo parado. Delante de ese pedazo de historia en trámite estaba sentado el ciego, cuya voz enunciaba una y otra vez la frase que va de título.

Nuestros pregones neocoloniales
El pregón, sus características musicales, al menos nunca monocordes, algunas curvas melódicas traza, acentos y dicciones, con una "letra" que es la información básica y que se repite a intervalos, vaya a saber con qué regularidad de tiempo personal. Se adivinan lazos culturales, ya que a pregonar se aprende de oír a otros que, a su vez, oyeron a otros. O tal vez la tradición se transformó de una década a la siguiente, tomando en cuenta, entre otras cosas, novedades y obsolescencias de artículos a vender, de los fugaces y saturadores "capibaras" que los oídos debieron surcar el último verano -aquí les llamamos carpinchos, aunque cualquier nombre le quede bien al animalito- , a los encendedores chinos que se han vuelto parte de nuestras vidas y suelen ser de propiedad colectiva, ya que siempre alguien está perdiendo uno y el otro hallándolo en su bolsillo de atrás. Y, hacia el pasado, se encontrarán modas u oleadas que bien pueden ser motivo de consultas de las que van a alimentar la historia local en las páginas de Córdoba de Antaño, en la sección esquinas, vendedores o bocadillos. O productos no diremos evaporados, aunque sí reducidos en circulación, como nos ofrecían los vendedores de lotería. E incluso el perdido pregón de los diarieritos que salían corriendo de los galpones de distribución para ganar sus zonas céntricas más o menos repartidas y siempre a riesgo de trompadas o escupitajos, por una cuestión de límites, voceando el matutino o el vespertino, metiéndose a los cafés, a las galerías, para venderlos como pan caliente. Y a propósito de ese producto atávico y santo de la dieta humana, hubo en el aire pregones de tortillas, chipacas y pan casero (que todavía se encuentran), y dentro de lo amplio del rubro se visualiza tras la niebla del olvido al manisero en una esquina del barrio, a las empanaderas que pueden reaparecer, a los y las vendedoras que solían atestar las estaciones de trenes para ofrecerlo todo a una velocidad empíricamente ensayada, de vagón en vagón o por las puertas y ventanillas, hasta que pasaba la ráfaga y la estación volvía a quedar vacía. Así, con el anemómetro (con que se mide el viento) girando como loco, a esa velocidad va la historia, nuestra historia, nuestras vidas. De allí ciertos arraigos en la memoria de pregones que daban realidad a los productos y servicios que anunciaban, y que eran parte del secreto de la identidad de ciertas zonas de la ciudad.
Las plazas, como se sabe, han sido desde los griegos de antes lugares de manifestaciones públicas, aunque no todas han sido políticas; las hubo de fe, deportivas y también represivas; hubo campos de batalla, sangre de hermanos. Pero las plazas, en el tiempo, transcurren vidas diarias menos épicas y en ellas transcurren fragmentos del espejo roto de la identidad. Ahora que soy vecino de la plaza San Martín, mi perrita ha mudado sus meaditas y demás de la mañana a esa oferta de canteros pastizados, donde por la noche ya vacía emergen o descienden las ratas a hacer la última limpieza de la jornada. Hasta aguiluchos hemos visto, mi perrita y yo, con ojos preocupados, paseándose por un cantero como un matón de esquina.
Por la fuerza de la costumbre, nuestros actos de cada día adquieren una corriente de pequeñas acciones que conducen a repetir, en lo posible, lo que hicimos ayer y haremos mañana. Así, va uno por la vereda y se adentra en una serie conocida de elementos remanentes, inmuebles, municipales, que nos confirman el paisaje urbano, y también la presencia humana, el elenco estable de vendedores de la city, que es una manzana agujereada por galerías comerciales, donde se cambian dólares o se pierden pesos.
Los pies van en busca de la plaza que es un foco de historia, a una cuadra de pasos y a siglos de soledad sobre todo por las noches donde el músculo duerme de personas en situación de plaza, la soledad misma del sistema todo, que se lava las manos mientras arroja más gente a la calle. Caminando la cuadra, esa cuadra que desemboca en un tiempo este y un tiempo otro, superpuestos, como lo son las ciudades patrimoniales. La nuestra solo inscribe una manzana, la jesuítica, de valor para la humanidad; ciudad que llegó tarde al reparto, quedaba lejos del oro y de la plata, aunque clavó, en los 452 años algunas anotaciones en su historia que callamos, para no avivar giles. Mientras camino, el oído ha venido tratando de enviar antimisiles para los "dólares cambio", "pago más", incluso "compro oro" lanzados de un lado y de su contrario, mientras los pies avanzan llevado por la correa que une la estructura humana a su máquina: una perrita de mediana edad, de mediano tamaño, apurada por mear sobre el pasto o la tierra de la plaza histórica. En ese momento la memoria del oído retrocede al concepto de pregón, praeconium para los romanos de antes, que fueron quienes de antiguo pregonaban noticias o comunicados, hasta que la palabra se desdobló en dos: el mensajero y el mensaje, quedando el pregonero y su pregón en paz. No pensé todo eso, al llegar a la plaza, ni mis oídos hicieron otra cosa que decidir interesarse por los pregones de hoy, un día cualquiera, más o menos parecido a tres meses atrás y tres adelante. En la plaza de hoy pero que es cinco veces más vieja que los más viejos entre quienes la pisamos, incluida la perrita, y las palomas que la recorren caminando, volando o cagando desde los árboles caducifolios, desde el pino piñonero o la palmera.
Ese "aire histórico" que ninguna mujer aceptaría como piropo, lo asume la plaza San Martín, y es allí donde el cuentapropismo de hoy en que el bruto sistema nos ha abandonado, se parece al de antes de que se asentaran los derechos democráticos hoy atropellados, y sigue marcando la vida de la clase popular. Hoy la oferta en voz alta de sus productos a una clientela de paso, o estacionada por un rato en los espacios de la plaza, no son pregones para oír de lejos en la ciudad silenciosa, sino para ser oídos entre una selva de sonidos amplificados o a pulmón, entre otras, las voces cantoras que ensayan sus pifias gracias al micrófono y el volumen del parlante que ellas mismas levantan; la de algún predicador convencido de haber encontrado una misión, que vocifera por su equipo amplificador; las de casas de comercio que creen necesario sumar música de cualquier signo a su mera presencia en esa megafonía ambiental. Los pregones, estacionados en precarios puestos de venta, dibujan un círculo a su alrededor, hasta donde alcanzan sus voces, y se perciben las fronteras, un pregón que decrece, otro proferido más cerca que tapa al anterior, a medida que uno se desplaza. Figuras y movimiento en la textura sonora. Hay pocas intenciones musicales en la mayoría de las "propuestas", apenas dignas de un concurso de pregones. Hay un proyectar la voz que se entreteje a una maraña de voces y que alcanza su mayor brillo cuando se pasa junto a ellas. Transparentan ánimos: aburrimiento, cansancio, entusiasmo, un mecanismo incorporado para promover su oferta sin pensar demasiado.
No todas las ventas callejeras han mantenido una provisión de trabajo artesanal, solo unas pocas: empanadas, con suerte pastelitos, un pan relleno, alguna bolsita de maní o de praliné, que ya es un valor agregado. Hay un hombre silencioso que ha desplegado diversas canastas tejidas en una esquina. Estos y aquellos, todos corean sus pregones entre salvas de "dólares cambio" emplazados a metros unos de otros. Y al medio, sobre la primera cuadra de Rivadavia, la oferta solitaria de peperina, o bien los surtidos de las yuyeras o yuyeros. Como sin tiempo, desde la lenta colonia, sentados en las veredas, desplegando sus productos recogidos por manos propias, les yuyeres pregonan: "A la peperina, a la peperina! ¡A la carqueja para el hígado, a la cola de caballo para los riñones!". La recova del cabildo y les yuyeres son lo único que queda de esa estampa del viejo tiempo. En el resto predominan productos industriales, de galletitas a "zoquetes y medias" las últimas semanas y, de siempre, las prestobarba, los magiclick, los lentes, lapiceras, camisetas de clubes, muñequitos de felpa y hasta disfraces del Hombre Araña. Y si la lluvia lanza amenazas, o las cumple, los paraguas se harán oferta en todas las esquinas.
Andando por las calles que llevan al norte se encuentra el kiosquito portable, el puestito con unas canastas o cajas, algún exhibidor. O, simplemente, alguien parado ofertando medias en sus brazos. O los "arbolitos" más estentóreos, o los más tímidos, repitiendo un salmo de apenas dos palabras toda la mañana y por la tarde. Otros van ofertando su producto persona a persona, que es como sacan, con suerte, para el día. Se me para un pibe de unos veinte años, con una canasta:
¿Dónde está el carnet? ¿Qué carnet? El del permiso para portar tanta facha. No jodás! le digo riendo. Es del Chaco, lleva dos meses en Córdoba, se rescató él solo -según me cuenta- de las calles, del crack, de robar para comprar, ya la familia le había dado la espalda. Le hablaron de una fundación y entonces se decidió. Ahora vende medialunas, criollos y maicenitas que hacen en la fundación. Manejan sus formas de abordar, hay una introducción aprendida. Le pregunto cómo ofrece sus productos y recita para mí su rutina de venta. No me alcanza la plata para comprarle algo. Me puede transferir, me dice. Lo hago. Estoy sin lentes, no logro escribir el alias. Me dice yo se lo escribo. Pero dejá que al número lo escribo yo le digo, reímos. Le iba a poner diez mil pesos nomás, me dice devolviéndome el celu. Listo, chau, chocamos puños.
¿Pintoresco? ¿deplorable? Probablemente parte de ambas cosas, pero también la narrativa que ofrecen los meros hechos, y no solo para los narradores, sino para todo el mundo, para cualquiera que cuente cómo estaba la plaza, al volver del centro. En este caso, algo más bien del orden periodístico, que lo aguanta todo. Pero todo.
No es que el lugar esté plagado de vendedores, en realidad muchos van y vienen por la peatonal, cruzan la plaza, la rodean si son ambulantes. De lo contrario, hay kioscos junto a la plaza donde se venden gorras, bolsos, mochilas, cuchas para perros y otros artículos, aunque ahí no hay pregones. Como si dijéramos que, a más modesto el emprendimiento, más fuerte hay que gritar, igual que para mamar. Es lo que hay en esa comunidad flotante de la plaza histórica, adonde fuimos a recoger esas voces que apenas si se oyen, como un fondo más que como una forma, porque las capas de los ruidos son infinitas y los más estridentes tapan hacia abajo la riqueza o el tormento de otros sonidos. Todo, hasta la película que corre, puede ser un fondo para otra película ambientada en un cine. Lo mismo con ese paisaje sonoro al que solo el ejercicio de la atención puede traer a cuento, mediante su posibilidad de enfocar y de destacar algunos puntos en esa constelación de voces que pregonan por sus vidas. Para eso los registros sonoros que acompañan este capricho, hechos con el teléfono de cuya marca no quiero acordarme, son la carne del durazno, mientras que el chamuyo es la pelusa, eso que hay que bancarse.
Escuchá el paisaje sonoro de Plaza San Martín, haciendo click en el reproductor
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