Alguien se acordó de la esperanza

Sobre Closs, Marina (2024) Casa de Agua, Buenos Aires: Alfaguara, 208 pp.

Juan Manuel Saharrea

ph: Infobae
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Casa de Agua cuenta la deriva de un matrimonio y cinco hijos/as cuyos antepasados provienen de "la tierra lejana de Rus". La herencia familiar irrumpe de diversas formas; los ancestros forjaron la casa en un entorno agreste, definido por la presencia del río y una fauna y flora costera. La casa está mecida por el apremio del río. Asimismo, hay una calidez ambigua que la rodea. La hospitalidad/hostilidad del paisaje se cuela por los intersticios y grietas orientando historias que confluyen en la hermana del medio, que es la voz narrativa en primera persona y de la de la que no sabemos el nombre.

Las relaciones familiares, sobre todo de hermandad, ocupan un lugar crucial en Casa de Agua. Los conflictos se dan no tanto por lo que le pasa a alguien sino por lo que otros personajes experimentan en relación al dolor o esperanzas de un hermano/a e inclusive de la actitud de los padres para con sus hijos/as. La presencia de los mandatos, encarnados en una simbología que mezcla animismo con voces poéticas y casi oraculares en entornos coloquiales, permite seguir una historia situada en un presumible periodo pre-industrial, bajo una clave dilemática reconocible: asumir el legado familiar o rebelarnos a costa de perder cosas hermosas pero teñidas de algo, en el fondo, inaceptable para el deseo propio.

Me gustaría detenerme, en esta reseña, en dos puntos que me conmovieron especialmente en esta novela de Marina Closs: la infancia como territorio de violencia pero también de esperanza y el mundo adulto como una boba maquinaria de insensibilidad y cobardía.

Como todo drama familiar, lo que le sucede a la hermana mayor es revelador. En este caso, Olga ha sido ocultada en los suburbios de la casa debido a que ha quedado desdentada para siempre. La pérdida de dentadura provoca dos tragedias en la dinámica familiar de los Semérenko: una pérdida económica; ya que el mal aspecto impide ser vendedor/a de la leche y los huevos que la propia casa produce para el resto del pueblo. Por otra parte, la reclusión genera incertidumbre en el resto de los hermanos/as que se preguntan si su destino será el mismo o si podrán sortear esa lotería funesta si es que les bajan sus nuevos dientes. La narradora padece por Olga, cuyo destino es inmodificable, e intenta velar por la suerte de Zenona y Otto, los hermanos menores, ya que podría perderlos si estos pierden sus dientes. Entre tanto, Semión –el hermano mayor– parece el menos permeable a cuestionar el sistema de exclusiones que los Semérenko han sostenido por generaciones. En el medio de todos ellos, Yemelia –la empleada– funciona como una promesa de cuidado y permanencia en una situación no del todo clara ya que la pobreza marca la condición familiar. Si bien Yemelia está justificada por el argumento cuesta pensar qué la mantiene ahí, si no hay una compensación económica o afectiva a cambio. Esta pregunta, no obstante, no deviene en inconsistencia. Es, como tal, un interrogante que posiblemente se responda en una relectura que Casa de Agua amerita y favorece.

La experiencia de perder a alguien (quizá el tema central o uno de los temas centrales de esta novela), corre a la par de la pérdida de los dientes. Los dientes simbolizan –desde ya– el crecimiento pero también la intimidad que puede orientarse o bien a la vergüenza o bien a una utilidad complaciente que solo premia con un papel obediente para la economía doméstica. Esa inminencia del desastre, en la prosa de Marina Closs –trenzada artesanalmente con imágenes poéticas logradas y versos que cuentan– resulta desesperante.

A propósito del registro de Closs, como sucede con toda formidable narradora (y esta autora lo es) la inclusión de imágenes poéticas en su armado, sirven no tanto para un solazo o una relajación sino para contar, para llevar la trama. Por ejemplo, para exponer cómo la narradora vive en esa casa se incluye este poema:

Dormir era doblar los ojos
como un pañuelo limpio.
Se cerraban las vidas. Se anulaban los mundos.
Despertar era casi caer –vertical–
en el ruido de truenos.

El padecimiento de los y las hijos/as se explica por la actitud indolente de los padres. A estos los guía linealmente sortear la necesidad. Por tanto, aceptan las reglas del descarte filial con la naturalidad de quien aceptaría tirar un artefacto porque se ha echado a perder. Cuando los nuevos dientes se han atascado, la reclusión es ejecutada por los padres sin violencia física pero sin remordimiento. Es un mérito que la novela no se focalice en la crueldad que involucra este régimen interno. Se trata de una tragedia profunda pero no como resultado de una violencia paterna. Los elementos naturales, de hecho, vuelven a explicar la latencia de la tragedia como parte del desafío que antecede la vida adulta. Aquí la presencia del agua es algo más que una metáfora. Las corrientes subyacentes son una amenaza constante que, a la vez que alcanzan ligeramente a todo, pueden arremeter cuando sobrevengan como una crecida que, tarde o temprano, podría llegar para los Semérenko.

Otro elemento importante que simboliza los mandatos es la figura de los parientes muertos. "Los Ancestros" aparecen en las visitas de las hermanas a las tumbas de sus antepasados (el fundador de la casa que es, ni más ni menos, un ladrón de gallinas y su hijo, Yuri, asesino, atado al lomo de un caballo como castigo), visitas que no son rituales sino que apuntan a establecer diálogos con ellos en donde es plausible recibir alguna respuesta, indicación o la concesión de un favor. Los Ancestros tienen, asimismo, un lugar especial en la casa: el salón de los Retratos. En ese ambiente los padres ofrecen a sus hijos la educación sobre el legado familiar, allí depositan y ofrecen el dinero generado, entre otros reconocimientos. Fuera del ojo paterno, en cambio, las hermanas –Zenona y la narradora– usan esas figuras más libremente para pedirles una libertad que sus propios padres no concebirían o para establecer un vínculo menos sublime, tal vez lúdico con ellos, contándole, por caso, los ojos a quienes ocupan los retratos para lograr una distracción.

La hermana del medio mediante preguntas mínimas y cierta resistencia al propio destino y al de sus hermanos, empieza a forjar un corte generacional de aceptación irrestricta de todo ese legado. Su abuela, la bábushka, juega un papel determinante en este punto. Ella resulta la única voz cómplice, capaz de ser la más fiel representante de las dinámicas familiares ante los padres y una cómplice ante sus nietos/as para favorecer excepciones que se tornan preciosas rebeldías. Para la hermana del medio esa rebeldía ofrece la única esperanza al ser una niña que, a partir de cierta instancia, parece no tener escapatoria.

En Casa de Agua, los/las niños/as son capaces de cuidarse entre sí y de cuidar lo encomendado, ya sea la casa o la economía familiar. La profundidad del cuidado es tal que, ante la terrible posibilidad de la pérdida, urden tretas para no diluir el contacto. Olga, consagrada a reptar a través de los cimientos, nunca deja de estar presente para quienes están arriba. De hecho, la consultan, la buscan, la mencionan. Sus hermanos/as no pierden la esperanza de un eventual reencuentro. Cuando se da alguna posibilidad de sustraerse de los mandatos, el mundo adulto seguirá ahí para endurecer los castigos. Contrariamente, la hermandad habilitará una sutil política de la permanencia para evitar el castigo adulto a la par que para incentivar el deseo individual que, casi siempre, consiste en trazar alguna alianza fraterna para salir de la casa. Alianza que, y esto es curioso, podría no incluirlos a todos/as.

La ambigüedad es un recurso que en Closs adquiere niveles exquisitos. La casa, por ejemplo, pese a ser un lugar de aprisionamiento también esconde rincones esperanzadores, donde es posible la intimidad, el juego y hasta el escape. La Casa de Agua contiene paredes filtradas de musgo, agujeros que conectan con cursos de agua que varían según la intensidad de las corrientes y que favorecen o impiden la libertad a partir de sus cambios: "Porque podía, a cada momento, –dice la narradora– abrirse un orificio por el que todo nuestro mundo se precipitara". Asimismo, empatizamos en algún momento con el deseo de los y las hermanas por no perder sus dientes para evitar el desenlace indeseable. Cuando eso pasa, sin embargo, Closs logra que esa empatía vire hacia el deseo de libertad que es la negación exacta de la regla castrense que conduce a más de lo mismo; a mantener una dinámica cerrada donde la crueldad y el encierro son aceptados en nombre de la suerte. Deseamos, por el contrario, que la clandestinidad ocurra aun cuando eso involucre huir de casa, confiar en un extraño (una especie de coleccionista de dientes que es el único intento de hombre bueno en un relato donde no hay hombres buenos) o hacerse pasar por alguien más.

El mundo adulto cumple bien el rol de esperable sostenedor del orden. No hay agencia en la crueldad. Los padres no pegan ni gritan ni humillan. La crueldad adulta está hecha de silencios, de recaudos disfrazados de cuidados y de recomendaciones tranquilas en donde es posible vender una hija a cambio de equilibrio económico. La adultez, así, es boba (o "banal" para emplear un término filosófico) no tanto por su parsimonia sino por su falta de matices ante la regla. Esta unilateralidad encuentra su única excepción en la abuela y posiblemente en los ancestros pioneros. La bábushka puede jugar el doble juego de la pertenencia/rebeldía. Puede ser la que acepte que todo siga igual pero esconder en su casa el germen de una resistencia que podría, potencialmente, destruirlo todo.

La experiencia de leer a Closs es un golpe a la elegancia. Es muy fácil el ingreso a su narrativa, a esta Casa, pero nomás pasar el umbral nos azota una densidad que, pese a estar al borde de la saturación, nunca abruma. La novelista ha asumido riesgos de manera extrema. Es una novela donde podría haber rareza. De hecho, es una novela que resulta rara de contar. Sin embargo, la experiencia de lectura abraza en sus propios términos casi de inmediato. El gesto realista pero acogedor de la bábushka trasciende al lector o lectora. Nadie dice que no vayamos a sentir ira, pesadumbre y mucha incomodidad y desolación al leer Casa de Agua. Pero ese gesto de hospitalidad se cierra con las oleadas de esperanza que emergen en los momentos necesarios. La saturación que no ocurre podría equilibrarse con un discurso moral. Sin embargo, Closs rehúye de esa compensación a fuerza de una prosa muy personal, firme, nada ególatra pero sí contundente. Closs hace hablar a las tumbas y logra que una hermana pueda ser serpiente en sus modos pero no en su forma física. Logra que la hermana sea serpiente sin ser serpiente y no en un sentido figurado.

Marina Closs ha escrito una novela de ruralidad agreste y desconcertante que problematiza los vínculos familiares con un ojo descarnado a la vez que enternecedor. Resulta infrecuente encontrar un/a escritor/a que entienda tanto de la violencia del secuestro como la ternura salvífica de una hermana que le besa los dedos a su hermano menor mientras lo ata por encargo de sus padres. Casa de Agua aborda un drama familiar en medio de una inminencia que en sordina semeja la saturación de grillos en una sala de cine donde estamos solos pero libres de irnos a buscar un afuera incierto. Para esa libertad la novela nos propone la alianza con otro/a. Closs parece decirnos: 'hace falta uno/a más no para compartir la huida sino para verdaderamente ser libres'. Y también parece recomendarnos: 'la única casa que contiene es la que decidimos destruir'. Ese gesto purgatorio es condición del único regreso que elude la melancolía: el de la memoria activa.


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