Amparito Escobar, una mujer destinada a perder desde el principio

10.10.2025

Marta García


(Foto: Sergio Larrain)
(Foto: Sergio Larrain)

Camina como si el suelo le debiera explicaciones. Vive en una ciudad sin sal debido a la hipertensión fabril y universitaria bombeando demasiada sangre por sus arterias. Su apellido de jefe narco le abre puertas en bares decorados a las trompadas con plasma diluido en lavandina. Y usa un perfume que anuncia problemas porque la seducción está muy cara.

Ha encontrado la horma de sus codos en la barra del Bar Sucho atendida por diablos que perdieron la fe. Ubicado en una fisura de la ciudad de Córdoba, entre emboscadas de matorrales y perros, el tugurio es la guardería de la clandestinidad.

De tanto fumar cigarrillos usados por labios no aptos para besos y bucear en botellas de whisky desganado, la contratan como mesera y limpiadora de adn. Al verla entrar a un baño iluminado por un tubo amarillo como los dientes del mozo, armada con su renguera y un baldecito contra un océano de intestinos delgados, supimos que íbamos a ser amigas. Y nunca nos preguntamos qué hacíamos allí: ya lo sabíamos.

Cada viernes, a la salida del trabajo, volamos hasta el Bar Sucho. El piringundín es nuestro after office en aquel 1980 ilegítimo. La amistad con Amparito es una hiedra trepando sobre la mugre de las copas, la barra, las miradas y los bajos instintos. Es una amiga nueva con las cicatrices de una vieja.

La fuimos queriendo entre resacas y manoseos de tipos rotos que le decían "renga de mierda" para sentirse vigorosos. Bastó ver su mirada de callejón sin salida para entender que había que meterse allí y unir espalda con espalda. Y como Amparo es la única que las trata y las cuida como una amiga, un par de sillas que cojean igual que ella y reciben los mismos insultos también se sumaron leales a su causa. La atmósfera del lugar se vuelve más oscura cada noche. Y de tanto ir, naturalizamos el riesgo.

Comenzamos a hacer horas extras en el trabajo mal pago porque los taxis y las consumiciones nos estaban comiendo el sueldo por lo que muchas noches el cansancio nos vencía y amanecíamos con el teclado de la Olivetti tatuado en la frente. En esa época nos creíamos importantes y que los hechos nos esperaban. Pero la verdad es que siempre hemos llegado tarde a todo, incluso a las desgracias.

Luego de una semana de trabajo esclavo volvimos al Bar Sucho. La noche olía a derrota recalentada. Nadie respiraba sin pedir permiso. Todos espiaban por encima de las copas y por debajo de la ley. La chica de andar rasposo, apellido narco y mirada sin escapatoria aún emanaba su perfume presagiador de catástrofes. Desde el suelo se fue despidiendo en cuotas hasta que su sangre en un último pago saldó su deuda con la vida loca. El diablo había enviado en cuerpo y arma un cobrador en curda. Intenta huir y no advierte las dos sillas rengas en su camino y al llevárselas por delante trastabilla y su cabeza de alcohol explota contra el borde de la barra. La lealtad con lealtad se paga.

Dejamos de ir al bar, el que sigue viviendo con otro nombre y en otro lugar, sin sillas rengas y con florcitas dibujadas en la espuma del café. Ya no es un antro pero su pasado sigue derramando sangre, la que fue negociada en un cuchitril judicial.

No pudimos hacer nada por Amparo; estaba destinada a perder desde el principio. Pero algo hicimos por las que se jugaron por ella. Cada vez que vemos las dos sillas rengas rescatadas del contenedor ahora descansando en una galería apacible, soleada y sin sicarios, la vemos a ella rengueando risueña hacia nosotras. Ella sabe que por fin está en un lugar sin malas intenciones.

Para Maria Elena Walsh "las cosas no tienen mamá". Pero en el Bar Sucho aprendimos que tienen amigas. Y son capaces de cualquier cosa. Hasta de quebrarle el cuello a un pobre diablo borracho que se equivocó de víctima. Y nos dejó sin Amparo.





Dejá tu comentario