Ante un libro

10.05.2024

Invierno del 2019. Nadie imaginaba la pandemia que se avecinaba unos meses después. Dos viejos artistas /un porteño y un cordobés/ preparan una exposición. Conversan semanalmente al respecto, por Skype. En Córdoba, Emilia Casiva y Nicolás Balangero acceden furtivamente a aquellas charlas. Y toman nota. Imaginan un libro. Ahorita me resulta imposible clasificarlos. Escriben, curan muestras, investigan, ocasionalmente producen objetos. Pero sobre todo, les gusta editar, y publicar. 

A mi me gusta pensarlos como Intervencionistas, al estilo Masotta, o mejor, al de Macedonio Fernández. La operación que engendran es tomar determinados tópicos de las conversaciones y pergeñar una serie de ensayos sobre los mismos.

Este no deja de ser un libro situado –como tantos– ante la gramática. Especialmente ante las preposiciones. De acuerdo a su función gramatical, una preposición es esa parte de una oración que vincula las palabras, indicando la relación que estas tienen entre sí. Dicen Emilia y Nicolás en la introducción del libro, una especie de ladrillito dispuesto a ser sobrescrito, subrayado, tachado.

Ah si, de título le pusieron "La retirada, lloviendo, una octogésima parte del futuro", y me acompañó lealmente en los años de aislamiento que vendrían.

Al leerlo, la escritora Eugenia Almeida dijo: El modo en que transmiten sus hipótesis, sus preguntas, tiene algo inusual, singular. Hay ramificaciones, lazos, cruces, desnaturalizaciones. Se habla de arte. Pero se habla también de las diminutas experiencias de la vida. Hay algo bello e indescriptible en este pequeño tratado sobre todo y sobre nada. Algo transformador.

Compartimos aquí dos de los ensayos que forman parte del libro en cuestión.


Ante una casa

Parece ser que un pintor estaba junto a su cuadro en uno de esos salones parisinos del siglo XIX cuando llega alguien y le pregunta, mirando la pintura, que cuántas personas viven en esa granja con chimenea humeante en paisaje nevado. El pintor no tiene ni idea y entonces el otro le dice que no es posible que no lo sepa, que tiene que saber eso, y las edades de los niños y si la cosecha ha sido buena ese año y si tienen suficiente dinero para dar una dote a su hija. Que si no sabe todo sobre las personas que viven en esa casa que ha pintado, no tiene derecho a hacer salir humo de su chimenea. Esta anécdota (que llega hasta acá vía Kiarostami) no ofrece el nombre del pintor; de él sólo sabemos que no sabe nada acerca de lo que ha pintado, o eso parece que quiere hacernos sentir la anécdota. En cambio, sí cuenta quién es el otro. Es entendible: se trata de Balzac, el escritor emblema del realismo, que con sus novelas buscaba describir la sociedad francesa de su tiempo tan exhaustivamente que llegaran a "competir con el Registro Civil".

Ahora pasamos a un interior, otra casa. Hay también gente que querrá saber algo, o todo, sobre otra gente, pero esta vez eso sucederá ya en el propio lienzo. Estamos, entonces, en el óleo que Ilya Repin firmó en 1884. Estamos en una habitación en la cual irrumpe un hombre cuyo aspecto contrasta con el resto de lo que hay en ese espacio. Es El visitante inesperado que da título a la pintura. La forma en que lo miran todas las personas ahí presentes justifica largamente ese título, otras veces traducido como No lo esperaban. El cruce de miradas es intensísimo, y quizás por eso, en 1965, el psicólogo Alfred Yarbus eligió esta escena para hacer una serie de experimentos que tenían por objetivo rastrear los movimientos oculares humanos. Así, le dio instrucciones a algunas personas: 

1- Examine la imagen;
2- Estime las circunstancias materiales de la familia en el cuadro;
3- Determine la edad de las personas;
4- Conjeture lo que la familia estaba haciendo antes de la llegada del visitante inesperado.

Y otras dos instrucciones, para llegar a la última, quizás la más difícil y entrañable: 

7- Estime cuánto tiempo ha estado lejos de la familia el visitante inesperado.

El movimiento de los ojos producido en cada instancia por los sujetos del experimento, se convierte en gráficos, líneas que van y vienen por distintas zonas del cuadro. Ante la instrucción 2, por ejemplo, esas líneas se concentran principalmente en algunos objetos y en la ropa de los personajes; ante la 3, en sus caras. Son líneas que investigan, que buscan saber. Aquel desprevenido pintor al que Balzac interrogara, desconocía cuántas personas vivían en la casa y la edad de los niños simplemente porque su pintura se quedaba afuera de esa casa.

Y aquí, una vez más, se puede traer a Piglia, que en una de sus clases analizó la figura del narrador débil, o sea, un narrador que no sabe la historia que relata sino que la va descubriendo "al mismo tiempo" que el lector. Dijo Piglia: "Henry James tiene una muy buena metáfora para esta idea del narrador que se acerca a una historia que ya está ahí. Dice Henry James que el relato es lo que él llama the house of fiction, la casa de la ficción, y el narrador pasa por delante de esa casa que tiene las ventanas iluminadas y ve una escena, ve a un hombre y a una mujer que se besan, o ve a dos mujeres que se besan, y trata de entender qué pasa ahí contando apenas con esa percepción parcial a partir de la cual empieza a investigar, a averiguar, trata de entrar en la casa, aunque no siempre lo consigue".

Ante la lealtad

Sí, pero recuerda algo Steve: la lealtad es su único vicio.
Rumble Fish

El 23 de noviembre del año 1974, un director de cine alemán decide caminar desde Múnich hasta París en línea recta. Su amiga agoniza en la ciudad de las luces, y él cree firmemente que, si realiza este trayecto a pie, ella se salvará. En el camino atraviesa pueblos muertos, un desfile de monjas, abetos altísimos, una estación de radar, cuevas en las montañas que miran al mar con la boca bien abierta. Y la ruta, claro. Y el hielo. La premisa es, decíamos, llegar a París siguiendo una línea recta. Por supuesto que el alemán es W. Herzog.

La distancia más corta entre dos puntos es una recta, pero a veces puede ser una curva. El cineasta recorre la distancia entre el punto de salida y el de llegada sin saber a ciencia cierta que esta haya sido la más corta, pues ha caminado hasta perder conciencia de sus propios pies. Es un gesto bello y desmedido. Podríamos apuntar: en la línea que va de Múnich a París, lo que se dibuja es la forma –curva o recta– de una lealtad. Una que está más cerca del desequilibrio mental que de toda previsión.

Más cerca de la prepotencia que de lo imposible. Escribe Herzog: "Seguramente tomé muchas decisiones erradas, una tras otra, respecto a la ruta, lo que en retrospectiva se fue sumando hasta llegar al rumbo correcto. Lo malo es que después de reconocer una decisión errada no tengo el temple como para regresar, prefiero corregirla mediante otra decisión errada". La lealtad es eso: una potencia insolente. Sin justificaciones, en ella los fines no prevalecen por sobre los medios, sino que estos se vuelven el trazo recto –o curvo– que une dos puntos en un mapa. Porque eso sí: el mapa importa, el mapa cambia.

Herzog no siente los pies, las rodillas, la cabeza. Y camina, camina, camina. A la vez que anota en su diario: "caminé, caminé, caminé". Ser leal exige, permaneciendo fiel a lo inexplicable, buscar las formas de representar ese imposible, no cejar en el movimiento que tantea palabras, colores, líneas –rectas o curvas– para decirlo. Ser leal pone en juego ciertas formas y cierta disposición de los cuerpos, de tal suerte que, en su mutua compañía, devienen un cuerpo y un lenguaje político.

Más acá de los bosques europeos, no hace falta aclarar que la imagen de la lealtad tutela gran parte del imaginario político, por sobre los enlaces más horizontales –o paliduchos– de la fraternidad. Y es en este mapa donde cabe recordar que la lealtad existe únicamente en relación al otro, porque la matraca de "ser leal a uno mismo" no significa nada, pura tara del coaching.

Ser leal implica hacer cosas que "preferiríamos no hacer", pero que hacemos igual. Y eso no trae consigo arrepentimientos ni arrepentidos, lo que no significa por sí mismo que se esté libre de vacilaciones. Y menos aún de pecado. Lo que quiero decir es que la lealtad no es amiguismo. Por amiguismo nadie llega al punto de no sentir los pies, las rodillas, la cabeza. El amiguismo es hijo de la conveniencia, del beneficio; la lealtad es una criatura molesta y testaruda. Allí reside la "conquista de lo inútil", para seguir citando al cineasta alemán, que atraviesa nuestra identidad política. Nuestro bello y desmedido vicio.





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