Armando

10.04.2024

La mayoría de los lectores de Crónica de un rocho (una novela que publiqué ya hace más de veinte años) suelen preguntarme, palabras más palabras menos, cómo diablos hice para escribirla. Y de todas las ocasiones en que les he respondido o intentado hacerlo, lo que hoy me queda es la sensación de haberme armado lo que en el fútbol se conoce como "un cassette". Una versión que de tan rumiada y regurgitada acabó sepultando al original, para convertirse en una especie de leyenda urbana: la historia de la amistad de Savino, el escritor principiante, con Armando Ramírez (a) "El Cuervo".

Adrián Savino

Acuarela de Nicolás Burni
Acuarela de Nicolás Burni


Allá por fines del siglo XX, Armando y yo nos cruzábamos como vecinos de la avenida Ambrosio Olmos de Nueva Córdoba. Armando vivía en la villa conocida como 14-15 (también "Pocito Chico"), justo enfrente del edificio donde yo alquilaba un departamento junto a dos amigos: el Negro y Juan.

Por lo general, solía encontrarlo sentado en los escalones de ingreso del "almacén del Adrián", ubicado en la planta baja del edificio. Lo saludaba de pasada, más interesado en conseguir lo necesario y volver a subir al departamento que en demorarme conversando con mi tocayo almacenero ni con nadie. En cambio, mi amigo Juan sí fue "sembrando amistad" con Armando, como a éste le gustaba decir. Armando y Juan se sentaban juntos en la entrada del almacén para embarcarse en largas charlas cerveceras, una de las cuales desembocó en el acuerdo de, algún día, "hacer un libro" sobre la vida de Armando.

A fines de marzo del '97 dejamos aquel 3ro. B, partiendo cada uno hacia distintos rumbos: el Negro a Alemania, para radicarse allí con su novia; Juan a El Salvador para escribir otro libro, por encargo del Partido Comunista Argentino; y yo a otro departamento en el extremo opuesto de Nueva Córdoba, de vuelta en casa de mis padres.

Pasó el tiempo, arrancó el siglo XXI. En diciembre de 2000, divagando sobre qué hacer con mi inminente treintena, recordé aquel proyecto de Juan con Armando y me tenté con la idea. Llamé a Juan a San Salvador para pedirle permiso, él me lo dio encantado, y entonces allá fui, directo a los escalones del almacén de Adrián.

Allí mismo lo encontré a Armando, como si nunca se hubiese movido de aquel lugar. Lo invité con un porrón y le expliqué mis intenciones, aclarándole del permiso de Juan. El Cuervo aceptó entusiasmado la propuesta.

Durante los cuatro meses que siguieron, fui a visitarlo dos y hasta tres veces por semana. Bebíamos juntos un porrón o dos, mientras mi pequeño grabador de periodista, casi escondido, lo registraba todo. La voz de Armando, rasposa y frágil, atabacada, interrumpida a veces por débiles toses asmáticas, relataba una anécdota por encuentro, tomada del amplio repertorio que le otorgaban sus sesenta y cinco años de vida espinosa.

En eso, o después de eso, nos hicimos amigos. Seguí visitándolo al menos una vez por semana para conversar ya sin grabador, mientras por otra parte intentaba convertir todos aquellos audios en algo que se pareciera a una novela. Lo hacía a diario, en las horas de descanso de mi trabajo como administrativo en la empresa de mis padres. Para sobreponerme al sopor de la siesta, solía encerrarme unos minutos en el confortable baño del local, y aspirar una línea de la aceptable merca que el mismo Armando se cruzaba, cada tanto, a conseguirme en la 14-15.

A veces el Cuervo me preguntaba: ¿y Adriancito, cómo va el libro? Va bien, va bien, le contestaba, y alguna vez le mostré un pasaje impreso al que él le pegó una ojeada rápida y me lo devolvió sin más. Una tarde me hizo pasar a la villa, donde jamás habría sido bien recibido de no ser por su amistad protectora. Armando moraba en una especie de pieza-corredor que le cedía un sobrino, dentro de la casilla donde éste vivía con su mujer y cuatro o cinco criaturas que iban y venían.

Pasó el 2001, y para mediados de 2002 ya tenía el libro listo. Lo mandé a un par de concursos y le fue bien: mención en el Fondo Nacional de las Artes, y subsidio para publicación de la Fundación Antorchas.

La presentación fue en septiembre del 2003, en una pituca galería de arte del Pasaje Scabuzzo, a la vuelta de Sarmiento y Maipú. Armando estuvo presente, y también Juan, que tocó dos canciones con su guitarra: el clásico folk sueco Veróníka, y la Historia de Taxi de Ricardo Arjona. Antes de los brindis, cuando terminé de leer temblorosamente algunos pasajes del libro, Armando gritó mi nombre entre sollozos y se acercó a darme un abrazo, con los aplausos a nuestro alrededor.



Luego de la presentación, los dos fuimos a cenar junto a mis padres, el editor con su esposa, más algunos amigos, en un restaurante de Nueva Córdoba. En aquella mesa faltaba Juan, que había venido exclusivamente de Buenos Aires para participar del evento. Cuando años más tarde Juan me reprochó el no haberlo invitado, caí en la cuenta de mi falta y le pedí disculpas. Al día de hoy no recuerdo los exactos motivos, apenas me sale justificarlo todo con una frase simplificadora: todo se debió "al fragor del momento".

A la salida de la cena, en el auto de mis padres, Armando balbuceaba un soliloquio constante e ininteligible. Lo ayudé a bajar en la entrada de la villa y el Cuervo, sin saludar y haciendo eses, se perdió en el sendero oscuro que bajaba hasta su casilla. En una mano, la que levantaba un poco para mantener el equilibrio, llevaba un ejemplar de su libro.

Unos días después de la presentación, le pregunté qué le había parecido Crónica de un rocho. El Cuervo, que se lo había leído de una sola sentada, respondió algo dubitativo: y… tá bien.

Otro día nos reunimos para repartirnos el sobrante del subsidio de Antorchas, que eran tres mil pesos exactos. Le planteé a Armando que lo más justo me parecía dos mil para mí y mil para él. ¿Y por qué no miti miti?, me preguntó el Cuervo. Le expliqué que lo había estado pensando, y que teniendo en cuenta que él había trabajado cuatro meses y yo en total casi veinte, me parecía lo más justo; pero aclarándole que no estaba seguro, que era una impresión pero si a él le parecía que no…

¡Noo, tá bien, tá bien!, me interrumpió, y recibió su luca sin discusiones. Era octubre de 2003, y volvimos a vernos en diciembre. En esa ocasión Armando me contó, con lujo de detalles, un salidón de putas que se había mandado unos días atrás, y por primera vez lo vi comprarse su propia etiqueta de cigarrillos y pagarse el porrón. Enclenque y agitado como de costumbre, pero más exultante que nunca: así lo vi al Cuervo aquella última vez.

Volví a fines de enero de 2004, tras quince días en Bahía con las dos lucas de Antorchas. Al no encontrarlo en la puerta del almacén, decidí cruzarme. En la entrada de la villa un pibe me dijo que el Cuervo no estaba porque se había muerto. Pregunté por José, su hermano, que vino desde el fondo ayudándose con su andador. Él me contó la historia: estaban chupando y de pronto se quedó sin aire. Lo quisieron llevar al Misericordia, ahí nomás a dos cuadras, pero murió antes de llegar.

José y yo nos dimos un abrazo breve y emocionado. Antes de irme, dejé saludos para todos los parientes y amigos del Cuervo. Le aclaré a José que si no lo hacía personalmente, era porque ya no estaba él para protegerme.

Lo bien que hacés, me dijo el hermano del Cuervo, y pegó media vuelta con su andador en dirección a la villa.




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