Bibliomanía, la más dichosa de las enfermedades 

10.12.2025

Omar Hefling


Ilustración: artista Selene Cráteres
Ilustración: artista Selene Cráteres

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Un italiano, ensayista y traductor, Antonio Castronuovo, natural de Acerenza, un municipio de Potenza con un poco más de tres mil habitantes tiene como patrimonio histórico algunas herramientas halladas allí de la edad de Hierro del período Neolítico, y poco más, como si esto fuera poco. Este ensayista tal vez influenciado por esa historia le echó el ojo a una de las herramientas más poderosas de la humanidad, a esa herramienta que llamamos libro. No se ocupa Castronuovo en su hermoso libro Diccionario del Bibliómano (Edhasa), de la felicidad que generan los libros sino que investigó sobre las patologías que provocan, sobre todo en aquellos que los aman demasiado hasta convertirlos en vicio.

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Este vicio ha sido pocas veces explorado. Ese amor insaciable, porque según los editores el amor siempre se padece, ha tenido anécdotas literarias increíbles y curiosidades insólitas. En esta investigación, Castronuovo se convierte en un verdadero maestro de las patologías librescas para acercarse a una conclusión irrefutable: la bibliomanía es la más dichosa de las enfermedades.

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A esa pasión exacerbada Castronuovo le adjudica las siguientes líneas patológicas: la desbordante insania de la bibliolatría y la psicosis manifestada por la bibliofagia. Dice Castronuovo: "Se trata de cuadros cuya condición patológica aflora ya solo al plantearse el interrogante cardinal sobre el primer grado, la bibliofilia: ¿qué sentido tiene acumular libros que constituyen un pesado problema de conservación y limpieza? ¿Qué sentido tiene si cada uno de aquellos libros será tocado a lo sumo cada quince años, en muchos casos consultados y ni siquiera leído? Acto tanto más insensato si se observa que, el coleccionista pasa a mejor vida, apáticos herederos dispersarán la biblioteca".

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Castronuovo se tiene fe. Sostiene que las páginas de su libro contribuirán a crear nuevas fuentes de trabajo, algo tan escaso en el mundo actual. Sostiene que contribuirá a fundar la figura académica del bibliopatólogo, aquel que estudia los varios síndromes correlacionados con la fruición del libro.

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Antes de concurrir al muestrario de desgracias librescas Castronuovo se encarga de la definición de la bibliofilia y de las nobles intenciones de los amantes de los libros y cita: "El amor iluminado e inteligente del libro, entendido como objeto de humana civilidad, de belleza, de rareza, de exquisita delectación; el bibliófilo ama por lo tanto, junto al contenido, la elegancia de la impresión, de las encuadernaciones y todas aquellas características relativas a la antigüedad, al origen y a las vicisitudes que pueden hacer interesante un libro".

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Diccionario del bibliómano es un libro fascinante, Antonio Castronuovo se tomó el trabajo de buscar en las diversas publicaciones y tiempos las historias de las enfermedades y locuras de coleccionistas y acumuladores. Aquí damos cuenta de unas pocas historias de las que el libro de Castronuovo narra, por ejemplo, la categoría de ladrones que entre nosotros hemos conocido algunos.

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El ladrón ocasional que al no verse vigilado, se tienta. El ladrón por necesidad, no tiene un peso pero el objeto lo puede. Hay también un ladrón más sofisticado, al que el autor llama el ladrón dirigido que va en busca de un título específico. También se conoce al ladrón por encargo una especie de sicario. Pero como ocurre en el historial delictivo, hay quienes se especializan.

Castronuovo relata otro caso de un ladrón más peligroso, una especie de destripador de libros valiosos. El ladrón del cúter, podríamos llamarlo también de la daga o, en el léxico carcelario, de la faca. El tipo en cuestión se llamaba Edward Forbes Smiley III, un mercader de mapas y cartas geográficas, un especialista. Armado con un cúter las extraía de los grandes volúmenes antiguos. Hasta que un día cayó en desgracia, estaba en la Universidad de Yale en una sala de lectura y por un descuido el cúter se le fue al piso y fue agarrado con las manos en la bolsa. En el juicio confesó que no solo había robado en la Beinecke Library de Yale, también en Harvard, Chicago, Boston, Nueva York y Londres.

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No son pocos los casos donde los acumuladores de libros terminen en el aislamiento absoluto. Rechazados por cónyuges y amigos, un vicio que crece sobre sí mismo, a modo de toxicomanía. No solo llevamos los libros a la cama para leer. Los compulsivos han usado los libros de almohadas, frazadas y colchón. Uno que convivía de ese modo con los libros fue Antonio Magliabechi, bibliotecario de los Medici en Palazzo Pitti conocido por haber dejado sus treinta mil volúmenes a beneficio de la ciudad al fundar una biblioteca, la Magliabechiana abierta al público en Florencia a mediados de los años seiscientos. Magliabechi pudo curarse de su vicio con un desprendimiento total del objeto de su deseo en función de la comunidad. El Tony Magliabechi, se dice, dormía con los libros, extendía sobre los libros una vieja alfombra y se hacía un lecho. Era todo uno con sus libros, no tenía tiempo para perder, leía mientras se alimentaba, dejando entre página y página como señaladores fetas de salame.

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Un gran bibliófilo belga del Seiscientos, Karel van Hulten, poseía más treinta de mil volúmenes según narra Castronuovo en su libro, amontonados en pilas en dos casas, una en Bruselas y otra en Gante. Los había en tal cantidad que, en las noches más frías se calentaba piernas y pies, para calentarse no eran todos igualmente eficaces algunos sólo lo eran y en ese sentido otros eran óptimos el gran volumen que Caspar Barlaus había dedicado a la expedición de Mauricio de Nasau al Brasil en 1637.

Si los libros pueden volverse colchón, puede también ocurrir que este funja simplemente como masa bajo la cual ocultarlos para sustraerlos al ojo vigilante de personas que no quieren saber nada. Lo hacía Jannette Winter, para evitar que la propia fiebre bibliófila fuera descubierta por los padres, predicadores pentecostales. Cuando Jannette entraba en posesión de un libro lo metía bajo el colchón. Había calculado que allí abajo, puestos horizontalmente, cabían 77 volúmenes pequeños de bolsillo. La historia terminó en el peor de los modos, la cama aumentaba demasiado y la madre se dio cuenta, descubrió los libros y los quemó uno por uno.

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Así como se manifiesta el amor desmedido hacia los libros, ocurre también lo contrario, ese sentimiento se denomina bibliocastia, que es un grado máximo de hostilidad hacia los libros. Esta repulsión que el bibliocasta transforma en acción eficaz, quiere que los libros desaparezcan, que sean destruidos y si tiene el poder ordenar hacerlo, cuando esta patología alcanza el nivel extremo de gravedad el odio innato es incontrolable hacia los libro, es también llamado complejo del nazi.

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Existe también la biblioclastia poética, alguien prefirió este lema "poeta no regales tu libro, destrúyelo tú mismo"; el tal percibió bien que sucede con las tantas ediciones poéticas que no son regaladas, acaban directamente en la papelera, en un feroz gesto de biblioclastia por otra parte necesario, por la simple razón de qué ni siquiera los vendedores de libros usados aceptan hoy los libros de poesía auto publicados, por lo tanto es insensato creer que el propio libro de verso será leído por alguien. Es tan probable que quien los recibe como un regalo decida deshacerse rápidamente de él, que entonces tanto vale destruirlo uno mismo.

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Por último para terminar, por sus muchas modalidades de manifestarse, para muchos la bibliorrea es una patología compleja, el problema está en el hecho de que con el mismo nombre se indican morbo distintos y ello crea una cierta confusión.

En la acepción primaria, la bibliorrea es la enfermedad que sufren aquellos escritores que para expresar un simple pensamiento usan al menos tres páginas. Proust a la cabeza, se la juega Castronuovo, pero le siguen Balzac y Dickens, por callar de algunos torrenciales contemporáneos. Trátase entonces del deslizamiento incontinente de las páginas, al modo de la diarrea.

La bibliorrea puede también manifestarse como verdadera disentería. La puede contraer el bibliófago que ingiere página contagiadas por hongos o gérmenes patógenos. Afortunadamente esta bibliorrea es a menudo una forma leve, curable tomando un simple fármaco contra los cólicos.

De todos modo estas líneas no buscan asustar a los lectores, solo pretenden elogiar el fascinante libro de Antonio Castronuovo que, a través de sus pesquisas, nos hace conocer un mundo insólito y extraordinario que el libro como objeto de deseo ha despertado en personas a través de la historia.





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