Travellings
Chiloé: lluvia, serpientes y titanes
Nelson Specchia

En la Isla Grande, en el archipiélago de Chiloé, llueve siempre. A veces con parsimonia, otras con violencia, pero la lluvia es una presencia tan inalterable como la bruma lechosa que viene desde la abertura colosal del Pacífico, o el aire arremolinado que baja desde las alturas andinas. La tierra ha debido adaptarse a esa pluviometría tan pertinaz: el suelo es blando y arenoso, surcado de acequias naturales, canalones, inclinaciones y cunetas por donde las riadas de la lluvia corren o se filtran. El verde, amén de las latitudes tan australes y del frío que envuelve todo, surge de cada esquina, aún a su pesar: el agua tira de él hacia arriba, despliega las hojas más variadas, los tallos envolventes.
Rosalía atiende la cocina. La cocina no debe enfriarse nunca: es la defensa contra esa humedad que cala las paredes de piedra lisa y las maderas de las tejas de los techos a dos aguas. Como en Roma o en Cartago, en Chiloé la cocina es el centro de la casa. Cuando una pareja joven piensa en casarse, la primera preocupación en agenciarse una buena cocina. Además de los obvios usos para la cocción de los alimentos, el armatoste de hierro de fundición tendrá que calefaccionar y secar. Sobre ella se armarán unas estanterías, tablones y rieles, adonde irán, por turnos, los cacharros, la ropa lavada, los plumones de las camas y la larga lista de herramientas que, lejos de la cocina, tienden a compenetrarse con esa humedad eterna que circunda los ambientes.
Y un buen fuego en la cocina también mantiene lejos al Millalobo y a su mujer, la Huenchula, que gobiernan juntos el mar, las lluvias y las tormentas. Su gobierno es húmedo, por eso quien está a la intemperie, está a su alcance y arbitrio; en cambio quien se seca junto a la cocina queda más retirado, aislado de estos dos reyes terribles, que desde el fondo del mar y desde su superficie imponen sus caprichos.
Rosalía intenta que siempre un tronco grueso arda en el hornillo central de la cocina. Se lo enseñó su madre, en un aparato parecido a este que ella tiene en su casa, aunque más modesto y antiguo. La cocina de Rosalía tiene cuatro hornallas, con tres círculos de acero cada una; un horno seco donde cocina el pan, y a veces algún asado. Y hasta tiene un serpentín que rodea el hornillo, y que permite tener agua caliente. Esa es una novedad tremenda respecto de la casa de su madre, donde siempre las mujeres lavaron todo con esa agua helada que quema las palmas de las manos hasta dejarlas en un solo callo rojizo, insensible y duro.
Su madre le advirtió contra los caprichos de la Huenchula, que suele cebarse en las mujeres más que su marido, el gran Millalobo. Éste se queda a veces con algunos hombres, que no regresan a tierra tras la faena de la pesca, porque el barco fantasma, el caleuche, los embistió en medio de la neblina, o una ola súbita envolvió sus botes y los llevó hacia el trono del Millalobo. La Huenchula también arma olas, pero suele estar en las ráfagas de viento con agua, cuando las mujeres están cortando la leña, recogiendo las papas de los surcos arenosos, o trayendo las cestas de verdura desde las huertas. Cuando el viento es desapacible, Rosalía se queda cerca de la cocina, intenta no salir de su casa.
Su madre le contó que las malas artes traicioneras de la Huenchula vienen desde muy antiguo, desde que las dos serpientes lucharon. La Trentren Vilu, que era la madre de las montañas y de los volcanes, se enzarzó en una lucha a muerte con la Caicai Vilu, la madre de todas las aguas del mundo. Y ambas titanes, golpeándose y forcejeando, armaron la marejada más grande que hubo: la tierra se movió en todos los sentidos. Algunas montañas altas desaparecieron de la vista. Extensiones larguísimas de tierra se hundieron para siempre en el fondo del mar. Tras el diluvio, cuando la Trentren Vilu logró que la titán marina, mitad serpiente y mitad pez, se alejara de las costas, la tierra quedó toda partida, seccionada, mutilada en innumerables islas e islotes. Esta tierra herida es el archipiélago de Chiloé. La Caicai Vilu aceptó retirarse de las costas pero, a cambio, dejó al Millalobo como señor del agua.
Y la Huenchula, de joven, había sido hermosa, con el pelo largo y renegrido, hija de una importante machi de la costa del mar. Como todas las mujeres, debía dedicar una parte del día a acarrear agua dulce, recoger las papas de los surcos y las demás verduras. Pero le gustaba que todos admiraran su belleza: no pasaba mucho tiempo junto a la seca y caliente cocina, sino que daba largos paseos por la costa y los bordes del lago del que extraía el agua para beber. Esa actitud suya fue aprovechada por el gran Millalobo, que la raptó y la llevó a su trono, en el fondo del mar. La rabia de la Huenchula viene desde entonces, ella quisiera que todo eso sea mar, que esos pedazos de tierra que quedaron sobre la superficie desaparecieran, y se desquita empujando y enloqueciendo a las mujeres solas, a golpes de viento y de agua.
Algunas mañanas, cuando amanece con esa ventisca que no deja caminar y mueve todo lo que hay sobre la superficie (con la única excepción, quizás, de los dos enormes bueyes atados al yugo, que permanecen firmes y ajenos a todo en el medio del patio), Rosalía se encomienda al coñipoñi, que nunca deja de llevar en el bolsillo de su delantal. Y cuando se acuesta lo ubica bajo su almohada.
A su coñipoñi también se lo dio su madre, cuando ella tuvo su primer sangrado. El cañipoñi es un gusano gris y largo; las mujeres los juntan de los tallos de las plantas de papas que cruzan en surcos parejos toda la superficie de las islas de Chiloé. Los gusanos se alimentan con leche hasta que son adultos; cuando se mueren, se secan y se convierten en amuletos que alientan la fertilidad en las madres y las protegen contra las inclemencias del viento y del agua.
A Rosalía no se le ocurriría alejarse de la seca cocina y salir de su casa sin el cañipoñi en el bolsillo del delantal, y noche a noche pone la larga cascarita gris bajo su almohada. Cuando su hombre le levanta el camisón de algodón y se sube encima de ella, Rosalía hunde los dedos bajo la almohada y busca a tientas, hasta que toca con las puntas el cuerpo del gusanito. Le pide al cañipoñi que esa sea la noche: que la semilla entre en ella y su vientre comience a abultar, empujado por su hijo creciendo dentro. Pero la envidiosa Huenchula la debe haber fallado en un golpe de viento, porque los embates de su hombre –bestiales, alcohólicos, sudorosos– se acaban aflojando sin dejar semillas.
Rosalía está decidida. Si para cuando vuelva la luna su vientre no ha comenzado a crecer, entrará al agua, andando despacio, a buscar al Millalobo. Su vagina no será el único lugar seco de todo Chiloé.
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