Cinefilia, rutina y desencanto
(cuando las películas invaden los días)
Paula Arancibia Bravo

"El cine tiene la capacidad de enfermar a sus amantes…"
Vicente Monroy
Esto de la cinefilia se está empezando a convertir en un problema. De a poco, dedico más tiempo a ir al cine o ver películas en casa que a escribir sobre ellas. Y no es porque ya no quiera escribir. Al contrario. Es más bien una especie de saturación o de trampa: cuanto más cine veo, más crece el deseo de decir algo sobre eso... pero también más se dilata el momento de hacerlo.
El tiempo. Siempre el tiempo. Me quejo de no tenerlo, y sin embargo, ahí estoy: sentada en una sala oscura pensando en todo lo que podría estar haciendo en ese mismo momento. Y al mismo tiempo, sabiendo que no quiero estar en ningún otro lugar. Pienso en todo el tiempo que implica "ir al cine": prepararme para salir, trasladarme, hacer la fila para sacar la entrada (cuando hace falta), ver la película, comer algo por ahí y volver a casa. Se me puede ir una tarde entera, o una noche completa, en torno a una sola película. Y no me pesa —no siempre—, pero tampoco me deja tranquila.
Y lo que me está faltando es esa parte del regreso: el momento en que una vuelve del cine y escribe, anota, traduce algo de lo visto. En lugar de eso, llego y me pongo a preparar cosas para el día siguiente. Cosas que también tienen que ver con el cine, por supuesto: clases para mis estudiantes, devoluciones a los estudiantes de la Universidad, de la cátedra de Cine de No Ficción, buscar películas para proyectar en alguna escuela o para el Ciclo de Cine Ambiental que programo en Cineclub Municipal Hugo del Carril. El cine como experiencia, el cine como trabajo, el cine como ocupación constante. Y a veces me pregunto si no estoy todo el día orbitando en torno al cine, sin llegar nunca al centro de algo.
Así pasan los días. Se acumulan las películas sobre las que quiero escribir y no tengo tiempo. Se acumulan también las frases escritas en mi agenda, las ideas a medio pensar, los borradores empezados. Y vuelvo a ir al cine. Y...
"Después la noche y después mañana viene otra vez el día siguiente, todo empieza de nuevo", dice Cecilia en la escena telefónica de Los guantes mágicos, de Martín Rejtman, mi película favorita de él. Esa escena debería versionarla con este texto, ahora que lo pienso. Una vez un amigo vio esa escena en el feed de mi Instagram y me dijo: "Pensé que eras vos en tu casa". La verdad es que incluso el espacio se parece bastante. Me gusta pensar que esa escena —esa mezcla de repetición y extrañeza, de cotidianeidad y vacío— también habla un poco de esta forma particular de vida cinéfila.
Quizás todo esto no sea solo una cuestión de horarios ni de organización. Quizás ni siquiera sea una cuestión de "administración del deseo", como leí en algún lado. Pienso ahora en el capítulo "Enfermar de cine", del libro Contra la cinefilia de Vicente Monroy, donde la cinefilia es tanto pasión como síntoma. Una forma de desplazamiento, incluso de disociación. Algo que funciona entre el goce y la evasión, entre el amor al cine y el miedo a todo lo demás.
Cuando Monroy habla del desencanto del crítico cinematográfico norteamericano Phillip Lopate con la realidad, cita algo que me resulta familiar:
"Hiciera lo que hiciera —escribe—, era incapaz de encontrar apenas unos pocos momentos a la semana que estuvieran llenos de esa trascendencia poética que las películas me hacían esperar. Quería que la vida tuviera el carácter sintético y la significación ambigua del arte, pero lo que encontraba más a menudo era un sufrimiento intenso y prosaico sin equivalente cinematográfico".
Me resuena. No por haberlo pensado de forma tan clara, sino porque reconozco la sensación. No es solo que ver cine quite tiempo para vivir —aunque también—, sino que, después de tantas horas de exposición a esas imágenes organizadas, con su densidad estética y emocional, todo lo demás parece insípido. Más que evadir la vida, el cine parece intensificar la expectativa de que la vida esté a la altura de esas formas. Y no lo está. Casi nunca lo está.
Ir al cine se convierte, entonces, en un sustituto de vivir. Un lugar donde algo puede pasar, donde hay posibilidad de sentido. Como también admite Monroy:
"No es que me arrepienta de una sola de las horas que he pasado viendo cine, antes o ahora, en tanto que el hábito ha persistido hasta hoy, pero tampoco me opondría si alguien me dijera que la cinefilia crónica promueve la pasividad ante la vida, una tendencia a la estetización de la realidad, una absorción narcisista que dificulta el contacto con los demás."
Ese riesgo es real. A veces siento que el cine me vuelve más sensible, pero menos disponible. Más lúcida, pero menos abierta. Como si se tratara de una intensidad encapsulada que no siempre encuentra forma de volver a lo real. O, como le pasaba a Lopate, esa entrega total a la pantalla termina siendo una forma de evitar el mundo. Monroy lo resume con brutal honestidad:
"El cine —decía Lopate— era su idioma y su pensamiento, su esperanza, su aventura, su causa, su imaginación y, finalmente, su vida. Todo esto le llevaba a sacrificar las mismas categorías en el mundo real. La cinefilia, como la expresión de un trauma, le servía a la vez como refugio y como trampa mortal."

Refugio y trampa. Tal vez eso es lo que hay que aceptar, sin idealizar demasiado ni buscar inmunidad: que esta fiebre por el cine no se cura, se transita. Se escribe no después de que pase, sino justo ahí, en el calor de esa contradicción. Aunque nos falte el tiempo. Aunque el día siguiente vuelva a empezar una y otra vez.
Y quizás también, en esa tensión entre el amor y el hartazgo, entre la devoción y la sospecha, haya algo profundamente cinéfilo. Monroy se pregunta:
"¿Qué lleva a personas de todas las épocas y con ideas tan distintas a negar aquello que aman con tanta insistencia? ¿Qué clase de romance se sostiene sobre constantes augurios mortuorios? Se diría que los cinéfilos desarrollan una relación patológica con el objeto de su deseo, una hipocondría que los lleva a diagnosticar síntomas fatales de todo tipo en el medio cinematográfico."
Enfermar de cine, entonces, no es solo una forma de consumir imágenes, sino de vivir atravesado por ellas. De medir la vida con una vara ajena. De querer que todo tenga montaje, atmósfera, clímax. De no encontrar en el mundo el mismo espesor que en la pantalla. Con la esperanza —o la condena— de que, algún día, esa escena imposible entre la vida y el cine termine por encajar. O, por lo menos, se deje escribir.
Vicente Monroy (Toledo, 1989) es programador de cine en la Cineteca de Madrid y colabora con la Academia de Cine Español. Es autor del ensayo Contra la cinefilia, de la novela Los Alpes marítimos y de varios poemarios. Ha ejercido de profesor de cine, guionista y arquitecto.
Contra la cinefilia (Madrid, 2020) A partir de su propia experiencia cinéfila desbordada, Vicente Monroy desarrolla en este ensayo una apasionante historia de los mitos de la cinefilia y de sus argumentos fundamentales, de las múltiples formas en que el cine, ese arte joven pero siempre en crisis, ha llegado a enfermar a sus amantes. De Orson Welles a Martin Scorsese, pasando por los Cahiers du Cinéma o Serge Daney, pero también dialogando con la historia de la filosofía y de la literatura, Monroy consigue construir en estas páginas una elegante síntesis de las ideas y polémicas más profundas que se han dado sobre el cine y su significado histórico.
+ en esta sección
Dejá tu comentario