Cocheros, del folklore a la lucha
Víctor Ramés

La silueta de los cocheros se distingue, nítida, entre los trabajadores populares de la ciudad vieja. Tal vez su único privilegio fue recorrer todos los rincones de la urbe en expansión, incluso las localidades próximas, y tener contacto con el arco de las clases sociales y, en ocasiones, asomarse a las vidas inalcanzables de los pasajeros distinguidos. Como los taxistas y remiseros de hoy, en una ciudad que ya tenía su modesto hervidero de gente, iban enterándose de fragmentos de las existencias de los unos y de los otros, forjándose un conocimiento empírico ganado, en su caso, cuadra a cuadra tras los cascos del caballo.
Cocheros de plaza, de librea, de remise, fúnebres, conductores de tramway, carreros que trasladaban productos del campo a la ciudad y entre los barrios urbanos, formaban a su vez afinidades específicas de acuerdo a sus grupos sociales de pertenencia y a la unidad que propiciaba el oficio común. En los viejos tiempos de su largo auge eran parte de un tipo urbano muy presente en la vida diaria. Con su desaparición y relevo por conductores de vehículos sin tracción a sangre, su silueta ganaría cobijo en los espacios simbólicos de la crónica, de la nostalgia desatada por la modernización , dado que fueron parte de un paisaje cotidiano.
En los horarios nocturnos o de poco trabajo, la ola de clase los solía arrojarlos a las orillas, a boliches o bodegones donde eran presencia neta, junto a jornaleros, changarines, peones y puesteros del mercado, entre otros habitués. Hay canciones folklóricas que los evocan en esos ambientes, fortaleciendo la memoria, como la "Chacarera del 55" de los hermanos Núñez, aquella que mordiendo sueños nos roba la noche entera, la cual iba dedicada: "para los cantores, para los cocheros, pa'los quemadores que brotan en mostradores". O la preciosa "Canción de las cantinas", de Rolando Valladares y Manuel J. Castilla: "uno va por las cantinas solito al amanecer, uno va con los cocheros y ya no quiere volver".
El viaje de pasajeros acostados
Los pasajeros podían viajar en diversas posiciones en el coche. Eventualmente, también podían quedar de pie, como cuando llegó la creciente "moda" de hacer huelga los cocheros. Según fuese su estado, o somnolencia, podían inclinarse a uno u otro lado del asiento durante el viaje. Propiamente sentados iban quienes representaban el estado normal del viajero o viajera que tomaba el coche. Acostados ya era otra categoría: eran aquellos que ni se enteraban de estar transitando su último viaje, zarandeándose boca arriba en sus féretros.
Una página sobre "Curiosidades" del semanario Caras y Caretas tomaba nota del más antiguo cochero fúnebre en servicio en Córdoba, Silenio Flores, que contaba treinta y seis años de oficio. Quién sabe si habrá llegado a manos del humilde Silenio algún ejemplar de la revista Caras y Caretas del 25 de agosto de 1906, que le dedicaba un breve espacio por sus más de tres décadas de conductor a la última morada.
En la sección titulada Portfolio de curiosidades, el cochero compartía la página con otras "rarezas", entre ellas una mención a la flacura extrema de los caballos del tramway de Córdoba. Silenio había tomado las riendas por primera vez en 1870, con el encargo de transportar personas fallecidas al cementerio. Si bien el anónimo conductor de coches no aparecía personalizado en los diarios locales de esas tres últimas décadas del siglo diecinueve, fue parte de los bemoles de su oficio en la ciudad, si debemos remitirnos a las quejas que se manifestaban a través de la prensa sobre el servicio público de sepelio. No había una palabra de satisfacción referida a los traslados que se hacían al San Jerónimo.
Se lee en Caras y Caretas sobre él:
"Silenio Flores, comprovinciano del presidente de la república, es el enterrador de más larga fama en Córdoba y en muchas leguas a la redonda. Cuenta 36 años de 'servicios', ha conducido, término medio, 1.100 muertos por año, es decir, 39.600 almas, la población entera de aquella capital hace cuatro lustros. Tan acostumbrado está a su ocupación, que el día que disminuye la mortalidad, Flores siente nostalgias y piensa alarmado en la triste suerte de la humanidad que no muere ...
El presidente ... pero no: punto en boca."
La falsa discreción del final, fingiendo reprimir la idea de que José Figueroa Alcorta bien podría ir acostado en el interior de la carroza de Silenio, resume la idea de que Córdoba, cuna del presidente Pepe, no era bien vista por varios pares de ojos porteños, entre ellos los del cronista de la sección curiosa de Caras y Caretas.
Los carricoches de aldea
Del año en que el joven Silenio Flores se iniciaba en su luctuoso oficio, contamos con alguna información recogida en los dos matutinos rivales de entonces, hermanados en este caso en la crítica al servicio de sepelios cordobés. El Progreso, en una nota de 18a70 titulada Carros fúnebres, mencionaba a su competidor y expresaba:
"El gacetillero del Eco dedica algunos versos a este ser antediluviano. Añadiré lo que decía últimamente un extranjero, al ver pasar este representante de la indolencia municipal: «Si muero en esta ciudad, corpo de Cristo, más vale arrastrarme a la cola de un caballo que ponerme en este basural»."
El Eco de Córdoba explicaba la existencia de dos carros fúnebres en la capital, uno para ricos y otro para pobres. Cómo sería el servicio de menor categoría, si sobre el de lujo se opinaba: "El carro fúnebre de los ricos no alcanza a ser ni como el más pobre carricoche de aldea. Es sucio, asqueroso, de un aspecto verdaderamente fúnebre, pues si los muertos pudieran protestar, dirían que la majestad de la muerte está allí deprimida, porque ni por burla pudieran usar en otras partes semejante mueble para conducir los cadáveres a su última morada. Dicho esto, del carro de los ricos, nos creemos excusados para hablar del de los pobres."
Que esa situación no era en absoluto nueva, se constata asomándose a una publicación cordobesa del año 1856, en el diario El Imparcial, que señalaba: "Nos ha llamado la atención el mal estado de los carros que hacen este servicio y sería de desear que si la Policía no puede mejorarlos sacase a remate ese ramo. Los carros fúnebres que hoy tenemos son indignos de la culta ciudad de Córdoba, tanto por el desaseo que en ellos se nota, como por el feo aspecto que presenta el conductor de ellos, cuyo traje es las más veces impropio hasta para presentarse en las calles".
Por su parte, El Eco Libre de la Juventud afirmaba en 1860 que "el carro fúnebre de la primera clase es un carromato inservible, tanto por su figura cuando por su estado de deterioro y desaseo en que se encuentra. La sola vista de él produce una malísima impresión. Todo hecho pedazos, desteñido y empolvado, a lo que se agrega el tiro que lo arrastra, compuesto de una mulita y un mal caballo, espectros ambulantes…". Respecto al auriga, un antecesor de Silenio Flores en el oficio, agregaba El Eco: "el sepulturero hace juego con el carro y los caballos, pues su aspecto asqueroso no nos representa sino la imagen de la muerte, su procurador en la tierra."

De pobres caballos flacos y tristes
Dejando en paz a Silenio y a los detractores del servicio fúnebre, discurren los ojos a la otra "curiosidad" cordobesa recogida por Caras y Caretas, en 1906, la extrema delgadez de los pobres caballos de tiro que aún corrían delante de los tramways:
"En Córdoba, la ciudad natal de Silenio Flores y del presidente de la república, existe otro prodigio: el prodigio de flacura de los caballos del tranvía, los que, a pesar de las enormes mataduras, trotan y trotan, en pos de una jubilación que no llega ....
Y en cuanto al tranvía, tan pronto marcha de este a oeste como a la inversa."
Es posible que lo dicho por el semanario tuviera su fuente en un comentario como el que sigue, publicado el 1° de mayo del mismo año por el matutino La Voz del Interior, referido al Tranvía Argentino:
"Una triste impresión recibe el espíritu al contemplar los coches desvencijados de esta empresa que como ruinas ambulantes atraviesan las calles de nuestra culta ciudad arrastrados por jamelgos espantosamente flacos, llenos de lacras que sangran al rudo contacto de los arneses y del látigo, o palo que acaricia sus lomos para avivar el incierto paso de la lenta marcha."
Tirar de las riendas al poder
El contexto de los cocheros de plaza, el más común y cotidiano del oficio, así como el de los carreros, representaba un trato entre clases diferentes, y sus distancias podían ser motivo de roces diversos. En la memoria de un largo pasado, los cocheros y en particular los carreros, fueron los héroes del improperio y la palabrota, y los diarios se hacían perpetuo eco de quejas sobre su trato, aparte del neto cumplimiento del servicio.
El tráfico de transportes a sangre, a comienzos del siglo veinte, contaba en Córdoba unos 2.000 carros y 350 carruajes que surcaban las calles arrimando pasajeros y cargas a su destino en una urbe que había llegado a fin del siglo diecinueve con unos 60.000 habitantes. Y en proceso de rápido crecimiento poblacional, piénsese que para 1920 en la ciudad de Córdoba habitarían 122.500 personas. Los aurigas que conducían pasajeros eran en su mayoría empleados de las cocherías, y en el primer lustro del mil novecientos ya se encontraban organizados y agremiados en la Sociedad de Resistencia de Conductores de Carruajes. El tranvía eléctrico comenzaría a correr en 1909. Cuando empezaba el año del primer centenario, 1910, una noticia de La Patria dejaba ver cómo la práctica gremial iba madurando la mentalidad de los trabajadores de Córdoba, entre ellos los aurigas:
"Los cocheros
No mencionamos esta vez al zarandeado gremio para censurar o dar cuenta de algún abuso; no. Se trata simplemente de que los señores aurigas han aplicado esta vez un golpe en el codo para hacerles aflojar la tacañería a ciertos propietarios de cocherías.
Anoche han celebrado una reunión con el fin de arbitrar la manera de mejorar sus condiciones, acordándose pasar una nota a los patrones exigiendo sesenta pesos de sueldo mensual y que les acuerde quincenalmente un día de descanso.
La nota se ha pasado solamente a los patrones que permanecen rezagados resistiéndose a conceder estas mejoras y no a los que las tienen acordadas.
Es de esperar que los señores propietarios accedan al pedido que les hace, tanto porque es justo cuanto porque ya lo tienen así resuelto algunos de sus colegas más liberales con sus servidores."
Hacer respetar los derechos gremiales
La unión y la organización fueron claves en un proceso de conquista de derechos que no tuvo retorno y que, en los años sucesivos, a medida que creció la confianza en las propias fuerzas, fue elevando la dignidad y la autovaloración de los trabajadores. Así lo refleja esta carta que publicaba en 1911, a pedido, La Voz del Interior:
"Los conductores de carruajes – Volviendo por sus fueros.
Rogamos al señor Director la publicación de las siguientes líneas:
En el diario Justicia aparece ayer tarde un suelto bajo el epígrafe de 'Los Aurigas', en que en forma ostensiblemente descomedida trata al gremio de conductores de carruajes.
Pero es el caso, que el gremio está hoy unido y dispuesto a no tolerar se nos llene de improperios porque sí y para bueno.
Sepa el sueltista de Justicia que nuestro gremio es bien numeroso y está constituido por personas muy honestas.
Cierto, señor Director, que se ven algunos menores o incapaces manejando carruajes, lo que por su inexperiencia o poca seriedad bien pueden cometer faltas en el servicio, pero el hecho aislado no puede constituir un pretexto para que cualquiera se desate en improperios contra un gremio digno de respeto, como lo es el de conductor de carruajes.
En ese caso, la culpa sería de los patrones que entregan sin ningún escrúpulo sus vehículos a menores de edad o incapaces.
¿Que se cometen abusos en la aplicación de las tarifas? Ello es una simpleza propia de quien no entiende ni jota del asunto.
Cada carruaje lleva en lugar bien visible su tarifa y el pasajero no debe dejarse explotar si algún cochero lo pretendiera, pues, de consentirlo, demostraría que es muy… inocente.
La autoridad, por otra parte, está para hacer cumplir la tarifa si hubiera algún cochero que se extralimitara en sus atribuciones.
Para terminar, señor Director, debemos dejar constancia que la sociedad de Conductores de Carruajes está hoy unida y compacta, y a la sombra de la justicia está dispuesta a hacer respetar sus derechos gremiales, aun a costa de sacrificios.
Saludan al Señor Director – Varios compañeros."
1921, la gran huelga de veinte días
Los conductores de coches de plaza no fueron conocidos como "mateos" hasta después del 1923, en que se estrenó y cobró popularidad la pieza teatral de Armando Discépolo cuyo protagonista era un cochero que sufría un lento desalojo de las calles, a medida que se multiplicaban los automovilistas. Y que conversaba con su viejo caballo Mateo, sobre los tiempos vividos juntos durante los mejores años del oficio.
Esa decadencia provocada por un recambio económico y social profundo en el plano de políticas de dimensiones macro, en el caso del protagonista, iba acompañada con la resignación. El viejo dueño de Mateo no decidía luchar. Estaba solo, lo gremial era para él un mundo ajeno y se negaba a aceptar la realidad toda. Solo le restaba bajar los brazos.
La lucha, sin embargo, proseguía en ese relevo de la historia gremial de los cocheros y carreros. Con la mirada próxima a los hechos, todavía no parecía un tiempo de resignarse. Llevados por esa certeza, los cocheros cordobeses marcaron un hito histórico, la huelga de 1921, en un contexto en el cual la lucha social de los trabajadores por sus derechos se había redoblado en el país y en la ciudad. Su repercusión llevó el conflicto a la prensa nacional, y así se reflejaba en las páginas del diario porteño La Nación, que en aquel tiempo podía permitirse sentir empatía con los trabajadores en un par de menciones al conflicto. La primera respaldaba la legitimidad del reclamo: "Este movimiento huelguista no tiene punto de contacto con los trabajos que conocidos agitadores realizan en toda la provincia, para conseguir se haga efectivo el paro general". Unos días más tarde, afirmaba que "el único conflicto obrero que es mirado con simpatía por el público, reconociéndole su razón de ser, es la huelga de conductores de carruajes que se mantiene todavía debido a que el consejo deliberante aún no ha considerado la solicitud que sobre aumento de tarifas existentes han presentado los conductores de vehículos." Los datos se recogen de Tomas Obligado: "La huelga de carreros de la ciudad de Córdoba del mes de marzo de 1921. Realidad social y regulación jurídica". Según indica este autor, las tarifas de los coches llevaban un retraso de quince años debido a una ordenanza municipal que trababa su actualización. Los conductores, en esas circunstancias y con el favor de la opinión pública, pedían a los patrones una mejora en sus salarios, y renovar la prestación del servicio. Al no obtener respuesta en un plazo fijado, la medida se inició el 27 de febrero y entre conversaciones, negociaciones, decretos, derogamientos, y ninguna victoria genuina de los trabajadores, fue levantada el 18 de marzo y el servicio se normalizó en un par de días más. Los meses y los años que siguieron determinarían el definitivo declive de esa profesión, marcando una remanencia marginal a medida que avanzaba el siglo. La última línea de tranvías de caballos fue cerrada en 1925.
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