Cómo barrer bolitas de telgopor con éxito en el crepús-culo

10.05.2024

Marta García

Ilustración de Malena Cugini. Artista residente en Villa General Belgrano, sierras de Córdoba. Ig: @hhbioleta
Ilustración de Malena Cugini. Artista residente en Villa General Belgrano, sierras de Córdoba. Ig: @hhbioleta


La biblioteca estaba en la única vereda tropical del barrio invernal. Sus palmeras, sus jardines colgantes y sus luces fluorescentes delataban que la bibliotecaria había venido de la Bahía de Guanabara, o a pocas cuadras de allí. Ni las olas polares se resistieron a la calentura de esa vereda. Magdalena, además de bibliotecaria, era un cachetazo canicular permanente y amoroso. Nos perdonaba que sacáramos libros en temporada alta y los devolviéramos en temporada baja. También pasaba por alto que cada vez que la ayudábamos a desembalar los libros que le enviaban, triturásemos los soportes de telgopor de las cajas provocando una revuelta de pelotitas en la vereda tropical.

Todo su ser era una interpelación a la belleza hegemónica. Se batía el pelo con una minipimer y caminaba sobre planchas de burbujas de aire. Tenía ojos de inspectora de la afip y alma de batucada. Su voz caía como una cascada arenosa. Y las orejas no le entraban en las fotos. Lucía como cualquier Antonia aunque se llamaba Magdalena. Era hermosísima. Pero a las escondidas. Y la única que podía barrer las bolitas de telgopor antes de que llegaran a lo más recóndito de nuestras zonas erróneas. Veía a duras penas así que nunca le daba crédito a sus ojos y, además de sus lentes auspiciados por Lutz Ferrando, leía ayudada por un casco con lentes-lupa que le había prestado el relojero del barrio.

Quizás conmovido por esa mujer de visión tenaz y convergente, uno de los diez mil libros que ella cuidaba sin escatimarles piel, le facilitó la lectura. Y decidió manifestarse frente a su cuidadora casi ciega. Como si supiera quién era, lo que padecía y cuánto necesitaba leer, abrió su encuadernado mundo por sí mismo, refractándolo, exclusivamente sobre Magdalena.

La palabra de la bibliotecaria que trataba a los libros como sujetos de derechos era suficiente para que nuestros nervios ópticos trasladaran al cerebro su relato fantástico y allí se convirtiera en la mismísima imagen de lo ocurrido. Con ella aprendimos que también la palabra ocurre como cualquier hecho.

Las ondas electromagnéticas de su relato hicieron estragos en nuestra incredulidad. Y le creímos todo lo que nos contó. Resulta que las letras pasaron de cuerpo 12 a cuerpo 36. Y chau, lentes Lutz Ferrando y lupa de relojero. Y parece que el libro no se detuvo en ese fenómeno. También daba vuelta las páginas, adelantándose al instante en que ella llegaba a la última palabra. Hasta se rieron a carcajadas en ciertas separaciones de palabras entre páginas, como por ejemplo: de página 134 "crepús-" a página 135 "culo". Y descubrió que en lo paranormal también había humor. Desde entonces, cada vez que decimos o escribimos crepúsculo, aparece el chiste tonto de un guión matando de la risa a nuestras inteligentes amarguras.

Le prometimos no romper más los embalajes de los libros y que no le contaríamos a nadie lo que pasaba con su libro cuando cerraba las puertas de la biblioteca. El amor es amor.

Un día, Magdalena comenzó a desaparecer y como no quería irse del todo, "con todas las bolitas que aún hay que barrer", lo fue haciendo por partes. Primero se quedó sin ojos, después sin masa muscular y, finalmente, sin cerebro. Ya no iba a la biblioteca pero jamás se separó de su libro refractario. No había forma de sacárselo de la mano si provocarle heridas irreconciliables. Asistimos a la reacción química entre dos reactivos formando otra sustancia más compleja. Magdalena y el libro enlazaron sus átomos para siempre.

Cuando solo les faltaba el último capítulo, el libro sintió que la mano de la bibliotecaria perdía temperatura. No hubo forma de parar la era de hielo y, ya congelada, lo soltó. Sus átomos se dividieron y la energía liberada lo hizo caer al suelo. Como una reacción nuclear que no quiere ser vista, se escondió debajo de la cama. No se cruzó de brazos no solo porque no los tenía sino porque un libro jamás abandona a su lectora. Y en la oscuridad esperó el momento adecuado para salir con una estrategia.

Mientras retirábamos sus cosas del hospital, lo vimos debajo de la cama, frío pero no muerto. Al abrirlo descubrimos que las hojas estaban en blanco hasta la página 134. En tanto, en la casa de sepelios se sorprendieron al ver cómo el cuerpo de la bibliotecaria se iba paulatinamente tapando de letras sueltas, frases sacadas de contexto y un índice que no llevaba a ninguna parte.

-Pero qué le pusieron ahí… sáquenle eso antes de que lleguen los deudos

-Nosotros no le pusimos nada… entraron solas… las sacamos y vienen otras.

-¿¿Cómo que entran solas???… dejen de hablar pelotud…..

-Hoolaaaa, somos amigas de Magdalena… traemos esto porque queremos velar a su libro con ella y….¡oooh! … mireeen…. Está toda tapada con la parte que falta…. ahí está… ahí está….¡¡¡¡¡la página 135!!!!!!

Entonces, entre nosotras y el dueño de la empresa de sepelios y sus empleados llegamos a la conclusión de que en otro momento nos explicaríamos estos sucesos inexplicables y que por el momento los velariamos juntos para ver si se sosegaba el encantamiento. Y se sosegó apenas los juntamos. Una a una las letras fueron formaron palabras, a su vez las palabras frases y en cuestión de segundos las frases encontraron su contexto y el índice ordenó todas las cosas. Pero, sobre todo, la página 134 se encontró con la página 135… Y crepús se junto con culo…. Y el libro recuperó todo su organismo y volvió entero a las manos de su lectora.

Magdalena y el libro estaban helados pero juntos y completos. Quienes estábamos ardiendo éramos nosotras y los del sepelio. Como efectos de una reacción nuclear, puro calentamiento y radiación. Así que aprovechamos la confusión por el impacto ambiental y nos encargamos de diseñar la lápida.

En el cementerio de nuestro pueblo hay una tumba cuya lápida tiene forma de libro abierto, exactamente en las páginas 134 -135 y este epitafio: "Aquí, unidos para siempre por un guión".

Logramos gracias a Magdalena, a su relato paranormal y a su vereda tropical no soltarles nunca la mano a los libros. Lo que no logramos todavía es barrer con éxito las bolitas de telgopor en el crepús-culo.




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