Pa’l que se va
Sobre Crac de Josefina Licitra (2025, Seix Barral, 167 pags.)
Juan Saharrea

En Crac, Josefina Licitra cuenta la relación con su padre quien vive en España desde que, en 1978, se fue de la Argentina como exiliado político. Casi cuatro décadas median entre la separación y la rotura definitiva cuando él se ofusca de plano. Durante esos largos años, el vínculo se extingue paulatinamente. Sin embargo, la publicación de una crónica que Josefina escribe tratando de exorcizar la distancia, provoca un silencio inexplicado y tajante. Alarmada por el Covid, la hija decide retomar el contacto. Escribe un mail y pide disculpas. La respuesta tiene dos movimientos: el padre alega traición y ratifica su bloqueo.
Tiempo después él viene de visita. Josefina recibe la noticia en medio de su clase de baile y se rompe el pie. Crac. Como buena obsesiva, se enterará después de la gravedad del asunto. Su recuperación es también el momento de hacerse cargo. Tiene un silencio espectral en frente que podría provocarle el efecto que Nietzsche vaticinó sobre el abismo: "cuando (lo) miras largo tiempo (,) también éste mira dentro de ti".(1) Decide escribir un libro al respecto. ¿Si una crónica publicada en una revista cultural disolvió la comunicación entre padre e hija, un libro publicado en una editorial prestigiosa de Hispanoamérica tendrá un efecto distinto? En realidad no es el libro–producto sino la escritura la que pone en marcha el conjuro contra el maleficio. La negativa del padre adquiere la forma de una maldición, no ya a la relación en general sino a su oficio.
Crac es fundamentalmente una crónica de espera. La estructura replica la duración de la última visita del padre a la Argentina: siete días con su precuela de cuarenta y ocho horas. Mientras aguarda que él la llame durante su estadía, Josefina repasa el momento del desgarro, el puñado de imágenes de los viajes y el silencio macizo. Nadie sabe qué pasará. Ni siquiera su abuela Maite, la madre del padre. Tampoco se sabe qué actitud va a adoptar Josefina. En buena medida, la crónica aborda los intentos por tomar una postura cómoda en medio de un campo minado de desilusiones familiares.
En su momento, la cancelación que sufre a partir de la publicación alcanza a toda "la rama paterna". La abuela Maite, "central en esta historia", le hace saber a su nieta la discrepancia en un breve llamado y ahí se suma al coro de silencio que dura dos años, de 2018 a 2020. Después el canto se desarma. Josefina se acerca a su abuela –cuándo no– escribiendo un mail donde ella vuelve a ser Josita (tal cual le decían de pequeña) y escribe como habla ese niño de Libero va Bene que, ante la crueldad del mundo adulto, asume la enunciación esperable y vuelve a donde su padre para decirle estoy bien (Josita escribe "te extraño horrores"). Maite deja venir y equilibra los tantos. En un punto, ella establece distancias con su hijo y es capaz de no aflojar por más que se avecine una amenaza nuclear que asole a toda la península ibérica incluida la patria del varoncito.
Josefina, pese al reposo obligado, se mueve todo el tiempo. Le pasa de todo. Se quiebra, se paraliza, se pelea, se reconcilia, tiene un vacío creativo (agravado porque Licitra es una cronista que vive de su producción y si no escribe, no come). Asimismo, tiene dos actividades atractivas: baila y va a consultar a un amigo oracular: Luis Gusmán, quien alcanza la categoría de sabio que podría destrabar cualquier conflicto emotivo con una frase de Freud o Piglia. Josefina además tiene un hijo, Joaquín, que forja una relación armoniosa con su abuelo y que resulta independiente y compañero de su madre, y un marido (tocayo con el padre) cuya ironía es un rayo infrarrojo que lo atraviesa todo, sin hacer daño.
Tenemos crónica, una trama, un libro sobre el padre, personajes entrañables. Hay muchos buenos –con bondades diversas– y casi ningún villano. De hecho cuesta pensar que haya un villano puro en Crac aunque la villanía está presente tanto en el padre y, en menor medida, en la hija. Josefina juega finísimo. Por caso: se atreve a ensayar una connotación factible de la frase "los desaparecidos que están en Europa" –expresión negacionista que solía emplear la Derecha– para descentrar el cínico orgullo que su padre había demostrado ante un editor de Licitra que precisamente fue quien le proveyó, en un comentario al pasar, el título de la crónica de la discordia.
Me gustaría, en esta reseña, abordar dos cuestiones que me tocaron. Por una parte, la pregunta por los límites de la susceptibilidad ante la ofensa. Por el otro, la idea de familia. Entiéndase, este no es un libro para la familia. Pero si alguien quiere preguntarse en qué sentido un vínculo de padre-hija es irremplazable y en qué medida una/o no es lo que hicieron con lo que hicieron de un/a, entonces adelante.
El padre de Josefina militaba en una organización de izquierda. Debe irse a España por recomendación de la "orga". Esa decisión se funda en que las balas pican cerca; hay compañeros asesinados. Durante el exilio, el trato entre el padre y la madre, con una Josefina pequeña, es reencontrarse en España lo más pronto posible. Pero la madre decide quedarse. ¿La razón? Siente alivio ahora. Accedería al exilio si fuera un país dentro del continente. Pero en estas condiciones le parece una pésima idea desgajar a su hija y a ella misma de su entorno.
Esa diferencia funda un vínculo epistolar entre un padre jovencísimo y una niña. En las cartas –reproducidas por Licitra– se registra la preocupación, la ternura y el deseo de estar con la hija por parte del padre. Algo que sucede cuando Licitra va bordando la historia y se atiene a la cronología es que, hasta ese punto del relato, cuesta pensar que su padre la abandone. Ese padre, el de las cartas, no es un padre abandónico. Claro que, como dijo Aristóteles en su ética, una golondrina no hace verano.
La actitud de cuidado, que deja trazos específicos en Josefina, se diluye abriendo la pregunta central de la hija que, a propósito de los griegos, asume el formato del por qué. No hay un conflicto de intereses, no hay dinero de por medio, no hay reclamos, no hay segunda familia, no hay retaceos para contactar al nieto argentino con su abuelo exiliado. ¿Entonces, por qué el silencio? Como se sabe, cualquier hija de vecino podría aceptar ese vacío y simplemente dejarlo ser. Para una cronista, en cambio, se trata de un llamado a escribir. Licitra obliga una respuesta con su crónica inicial y recibe finalmente un correo de su padre sellando un silencio aborrecible.
El padre de Josefina escribe lindo. Tiene registros, técnica, climas, golpes. Y, al igual que Licitra, sabe dónde pegar. En esa carta de indignación a la hija emplea una metáfora bélica y la conmina a abstenerse de escribir sobre él, ni acá ni en la China. Esto es interesante: Licitra no había pretendido herir directamente a su padre con la crónica inicial. Por eso decidió publicarla en una revista brasilera, con suscripción, en portugués. Por alguna razón, el tipo da con el texto. Y ahí está la vileza. Es como si le dijera "por más que quieras escribir sobre mí en una parte del mundo donde no me voy a enterar, me voy a enterar igual". El efecto de ese golpe es un vacío creativo de Licitra que alcanza dos años.
Surge aquí el mayor desafío a la susceptibilidad de la hija: asimilar el rechazo sin quemar las naves. El obstáculo más duro es el conflicto de las interpretaciones con Maite. Para la abuela, su padre no abandonó a nadie. Sienta esa postura el interregno donde dejan de hablarse con Josefina. En ese caso, la nieta pide perdón y parece una decisión prudente.
Maite juega su propia partida familiar. Hay deslealtades que podrían costar un vínculo. Una madre que acepta que su hijo abandonó a su propio vástago, no deja de ser madre pero está obligada a dinamitar ciertas formas del cariño. De modo que, recuperar a Maite habla de una decisión inteligente de Josefina y es la prueba de que el rencor no la encandila. A la vez, tampoco la coloca en el lugar de una obvia disculpa transitiva para su padre. De hecho, aquí, cuando nieta y abuela se reencuentran, hay una charla en un balcón, patio interno, solcito en la cara, almorzando sin mesa, donde Maite también lo manda a freír churros a su propio hijo.
Pero Josefina sigue la pista de las actitudes de su familia paterna. Mide sus gestos. Está esperando que muestren alguna hilacha. Se les escapa cada tanto esto de dejarla afuera en cuestiones familiares. Y acá hacemos causa común con Josefina. Hay un departamento en Montevideo, en la zona de Pocitos, de uso compartido en la familia. Ese departamento tiene valor afectivo. Durante los años de vínculo entrañable con su padre, Montevideo era la "zona franca" que los reunía. Las asociaciones funcionan poderosamente en Jose como en cada niño. En su cabeza de niña, Montevideo era sinónimo de un tiempo memorable.
En algún momento alguien en la familia decide cambiar las llaves de la puerta de entrada del departamento y no le avisa a Josefina. Ella va de paso por Montevideo a recuperar trazos de esa infancia linda y se encuentra con el imprevisto. Resultado: entra al edificio y se queda girando la llave sin suerte. El giro en falso la enfurece. Josefina decide grabar sus iniciales sobre la inmaculada madera de ese departamento coqueto. Lo hace con la desfachatez de quien sabe que, ante el reclamo de por qué lo hizo, se puede venir una peor. La virtud de Licitra es también ponernos del lado justiciero con una mueca jovial. Al hacerlo recordé una frase que le escuché a Víctor Hugo Morales a quien, muchas veces, le pedían que modularan su indignación política. Él retrucaba: "no me pidas que me calmes, enojate conmigo". Y acá ese gesto de quiero valecuatro funciona perfecto.
Pero vandalizar la puerta tampoco impregna de rencor la susceptibilidad. Uno podría relativizar ese dejar afuera que Josefina supone: ella no había avisado de su visita, los cerrajeros sólo te dan dos llaves, alguien que de verdad quiere dejarte fuera no te da la llave desde el principio o cambia la de ingreso. Esto sin contar con que, en otra escena donde la amenaza de quedar afuera se pone en juego, la cuestión queda resuelta de un modo opuesto.
Hay una tía bailarina que cuida de Maite quien, un tanto convaleciente por una ceguera parcial, precisa de compañía. Maite considera a su hija un ángel que de causalidad está en la tierra. La tía es bella y silenciosa. Expresa una versión beatífica del silencio, opuesta a la de su hermano. La angelología de Maite es todo un rasgo. De pequeña, esa abuela conmovedora jugaba con Jose a lo bruto. Uno de sus movimientos dilectos era punzarle las escápulas a su nieta al grito de voy a quitarte las alas. Pues bien, Josefina interrumpe un almuerzo en la casa de Maite y su Ángel. La mesa está dispuesta y hay dos platos prolijamente servidos. Le ofrecen almorzar. Nadie recuerde que ella había quedado en comer con su abuela. Especialista en redoblar la apuesta, asiente, enérgica. Le dan un plato idéntico. No se conforma. Pispea dos bombones que reposan en la mesada. El postre. Carga su bala plateada: de quedarse sin bombón para ella lo dirá, hará su descargo. Pero la tía, en la sobremesa, reparte un bombón a su madre y otro a su sobrina. Lo hace minimizando su renuncia. Un ángel perfecto no necesita de esas cosas. Un ángel caído, sí.
Resulta injusto asociar a Josefina a una de las variantes de Lucifer. No es ni siquiera una oveja negra. Ella se describe, en algún momento, como una "perra traicionera". Pero a Josefina le interesa contribuir a un orden: la familia. Al inicio del texto, desconcertada por la actitud paterna, se pregunta qué clase de familia está defendiendo. En un país donde, a veces, la familia es un paraguas para ocultar opresiones, la alerta por dicha pregunta es suspicaz. En la generación Z y en las posteriores, es común el desarrollo de toda una terminología para referir a un espacio de contención afectiva que no podría llamarse nunca familia, a secas. Se debe hablar de Círculo, red, familia elegida. No hace falta ser Wittgenstein para darse cuenta de que si necesitamos adjetivar un término es porque su uso ha perdido toda eficacia.
Licitra brinda una definición de familia. Dice "Para qué sirve, entonces, una familia? ¿Para qué, sino para intentar sanar eso que se malogra? Cuando un hueso se rompe, el resto del cuerpo centra su energía en una causa común: soldar lo que se partió? ¿Con una familia no debería ser igual?". El pasaje es revelador no sólo porque vincula el crac de la fractura con el cuidado familiar –el título de esta crónica es justo– sino porque coloca la dimensión de ese cuidado en una decisión que posiblemente no es del todo cómoda ni inicialmente elegida.
Las familias están hechas de malogros, accidentes, faltas. No en vano el signo de la cultura es la convalecencia –en el hallazgo de fósiles de huesos rotos curados se marca el inicio de la vida humana–. El tema es la actitud que se adopta frente al fracaso. En la víspera del arribo del exiliado padre, Josefina reflexiona sobre la escritura. Su escritura hace síntoma con el padre. Señala que hay algo destructivo en el oficio. Licitra no romantiza la labor: un/a escritor o escritora es aquel "capaz de producir para sí mismo un grado de intimidad que deja por fuera el mundo entero, incluso a los hijos". La rígida exclusión en la frase contrasta con lo que dice y hace la propia Licitra con su hijo. Vive un episodio tristísimo donde la preocupación mayor es cómo evitar el sufrimiento de Joaquín por algo irreversible que a ella misma la paraliza de dolor:
Se da una reivindicación de la familia en Crac. Sin duda, es una familia que acepta los roles y los ejerce con gambeteadas a los dogmatismos. Si hay figuras o condicionamientos castrenses no parecen tocar las dinámicas que relata Licitra, en donde el sumun del conflicto son los diálogos picantes entre Maite y el abuelo Duce, a quien ella decide cuidar después de separados ("intentar sanar eso que se malogra"). Esta reivindicación coloca la lectura de Crac como irresistible en el friso de este tiempo histórico donde tejer vínculos familiares resulta una tarea revolucionaria.
Crac no se asienta nunca en el conformismo. Después de todo aborda algo que es un terrible locus communis: el padre abandónico. Al analizar el panorama ofrecido por Licitra encontramos claves para leer cómo la militancia de los setenta minimizó el rol de la familia. A la par obtenemos una forma elocuente de comprender la incidencia del patriarcado en las relaciones personales. Crac demuestra que sin madres cuidadoras explotaría todo. En tal sentido, a la elegancia de la prosa se le suma la adopción de un riesgo conceptual y quizá ideológico. Crac dice implacable: un padre es un padre. Un abandono es un abandono. Un silencio es un silencio. No un límite, no un escarmiento, no una respuesta. Al menos no, si uno cree que ser familia merece un mínimo de lealtad.
La capacidad de afectar y de captura de la época de la escritura de Licitra –ha publicado sobre Argentina en The New York Times, por caso–, tiende a elucubrar qué reacción tendría su padre en caso de que Crac cayera en sus manos. Imagino un sacudón incontestable pero digerible. Pienso en un hitazo de Alfredo Zitarrosa, uno de los primeros, que traza continuidad con el tono de esta obra. Se llama Pa'l que se va. Una chamarrita saltarina, breve, con pocas modulaciones, algo graciosa, con trazos de melancolía pero implacable en cuanto a la moraleja. Tan uruguaya además, como los momentos de felicidad de Josita. Ideal para escuchar cuando se convalece por una fractura y toca poner las energías en regenerar los huesos.
1. Nietzsche, F. (1885/2005) Más allá del bien y del mal, Alianza Editorial, afor. 146, p, 114.
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