Crónicas desde un país en recomposición

10.11.2025

Pablo Ramos Basta


Brasilia, acampe de pueblos indígenas (Gentileza PRB)
Brasilia, acampe de pueblos indígenas (Gentileza PRB)

Salsiquieres

Salir de Salsipuedes. En los noventa no quise irme, cuando la mayoría de mis compañeros, flamantes egresados de la Universidad, usaban Ezeiza como trampolín de sueños ante el sacrificio generacional al que nos arrojaba el Menemato.

Ahora, después que la mayoría votó al desquiciado, la bancarrota económica y la crueldad social, y que el repetido ajuste destructivo sobre la Educación Pública ganó adhesiones adentro y afuera de la propia comunidad universitaria, nos decidimos por el autoexilio, al menos temporal, en un país adorado, y que decididamente es la contracara de lo que pasa hoy en Argentina, aunque comparta un pasado reciente teñido por un absurdo neofascismo.

Pero esta es una crónica nómada producida por una escucha errante y una mirada perdida. Abandoné la radio cuando percibí el crepitar de las banalidades, la cacofonía en el monólogo egotista de la progresía para su feligresía. Me cansé de cruzar el mismo mapa, la travesía cotidiana, con el traje blindado, para atravesar la ciudad furiosa ultra estimulada en un territorio hace rato adverso.

Entonces quise transmutar en la experiencia del viajero, la extrañeza del extranjero, el amor apátrida para convertir el cuerpo nómada en un texto que se pliega y respira, que se desterritorializa en la escucha y la lectura. Unir puntos de una cartografía de islas para imaginar archipiélagos. Derivar por entre las periferias para desconcertar al Gran Hermano Colonizador.

Para volver distinto.

Cidade maravillosa y maldita

Aterrizar en Río es bajar al cielo, es hundirse en los morros y acariciar el mar. El avión se arroja con curvas tenues entre rascacielos y favelas hasta deslizarse sobre una pista que acaba frente a la Bahía de Guanabara.

Esta vez para subirme a un carro donde el conductor me escaneo a fondo cuando le dije la dirección, y corroboré en el celular, y volví a insistir.

- Você mora na favela?

- En la favela, não – aclaro rogando que se ponga en marcha.

El barrio está en la zona norte, la parte pobre de la ciudad. Los contrastes en Brasil son inmensos y dispersos. En Río se intensifican con el sol tropical y el turismo internacional que mora en el Sur, en las bellas playas, los bulevares coloniales, las torres lujosas, los autos blindados, el jet set mundial, y, a pocos metros, desafiando la ley de gravedad y la lógica habitacional, una comunidad precaria crece sobre una ola de ladrillos y chapas que desborda entre las laderas. Entre estrechas y laberínticas ruas de empedrado y tierra roja, se ingresa a un territorio paraestatal, una organización social autónoma al resto de la urbe, bajo el dominio de los comandos, las milicias o los narcos.

El tránsito fluye entre caos y belleza, un trayecto de pocos kilómetros puede demorar horas, como en cualquier metrópoli del Sur, pero aquí la naturaleza asedia y encanta mientras te desplazas en ese mapa que serpentea entre la beira do mar y la mata atlántica.

Bemvindo al otro Río, el que evaden los turistas que no cruzan más allá del centro.

El Departamento que me prestaron, está a escasos pasos de la estación de metro María da Graça, a pocas cuadras de Jacarezinho, una barriada paupérrima de más de 60 mil habitantes y enfrente de dos bares que dispersan sus mesas sobre el asfalto de la esquina, en un desfile contínuum de comensales desde la madrugada hasta la medianoche.

- Vai a mergulhar no Río profundo -me advirtió Rodrigo, profesor de Filosofía, antes de alojarme en su casa.

Para llegar al edificio donde funciona la Escuela de Música de la Universidad de Río de Janeiro, donde dictaría unas clases de posgrado, podía optar por arrojarme en horario pico a la ruleta del tráfico, o tomar el metro hasta una de las estaciones del centro, en apenas media hora. Con mucha anticipación llegué al andén y atestigüé cómo pasaban unos tras otros los vagones repletos. Las puertas se abrían y los cuerpos comprimidos rebalsaban y volvían a encajarse cuando un sonido anunciaba la partida. No había ni un resquicio para entrar un brazo, sin embargo, algunos lograban permear esa masa viscosa para incrustarse danzando en el tren.

En la décima formación apreté la mochila contra el pecho y penetré sutilmente en esa masa de cuerpos pasajeros, generando una onda de expansión cuyo movimiento, como las alas del efecto mariposa, impactó en la cotización del índice Nikkei en Tokio.

La marea humana se repite a diario, a la mañana rumbo al centro-sur de Río y, a la tarde, en sentido contrario, millones de cariocas bajan a cumplir las tareas de servicio que reclaman las elites que viven o vacacionan temporalmente, y retornan a sus casas en barrios humildes o asentamientos precarios. Esa turba de laburantes alimenta la extraordinaria maquinaria turística de la ciudad, un ejército de empleados aparece muy temprano y desaparece en ondas que se repliegan, en un fenómeno que escapa al encuadre de las selfis.

El día que llegué los noticieros exponían las imágenes de la entrada de un comando policial en plena fiesta Juninha en una barriada muy pobre del sur. Los policías disparaban, la gente corría y bailaba, una coreografía espeluznante que sincronizaba la alegría y el horror en segundos. Hubo varios muertos en la balacera, niños y ancianos que estaban en pleno disfrute comunitario sumaban en la enorme lista de daños colaterales de esta guerra cotidiana.

A los pocos días, en una reacción calculada y repetida, las fuerzas policiales tratan de justificar la violencia y realizan un despliegue territorial en las principales avenidas, con controles estrictos, que incluyen colectivos, taxis, bicicletas, todo lo que baja desde el norte es requisado por una guardia fuertemente armada. Los jornales televisivos muestran los cuerpos tirados en el piso con las cifras de detenidos y kilos de droga incautada. El miedo paraliza la urbe por unas horas. La clase, esta vez en el Museo de la UFRJ, que funciona en la residencia de la realeza portuguesa cuando se instaló en Brasil, está casi vacía. La mayoría no ha logrado pasar o no quiso enfrentar el caos del tránsito. Al finalizar, me dedico a pasear con los otros profesores por los jardines de la Quinta de Boa Vista, que es como viajar a los palacios de Europa con aire tropical en medio del caos tercermundista. En la conversa, Edmundo, antropólogo cultural, me cuenta que su hija estaba la noche del tiroteo pasado en la casa del Comandante del operativo policial. Con Samuel, un reconocido Etnomusicólogo, comparten labor académica y trabajo de campo en favelas y con povos indígenas, y coinciden en el temor y la resignación ante la monstruosidad en que deriva la cidade maravillosa.

El anteúltimo día de estadía en Río, el celular se descompone. Algún acontecimiento invisible impide que se inicie. Apreto una y otra vez el encendido, pero la pantalla permanece negra. La desesperación me invade, repaso cada uno de los pasos que debo dar antes de tomar el avión en 24 hs, y constato pasmado la dependencia crónica de mis movimientos atados a este artefacto en coma.

Despertador, tomar taxi, GPS, check-in, mensajes varios, billetera virtual, un arsenal de aplicaciones digitales que ya no están y obligan a sumergirme en un mundo analógico e impredecible.

Chien, parceiro del departamento, me intenta ayudar, pero el dispositivo parece obstinado en abandonarse a su obsolescencia programada.

Decido dormir, después de ensayar técnicas de resucitación y actos poéticos como cantar: Amanhã vai ser outro dia.

El amigo, que lleva el nombre de un hexagrama del I-Ching, despierta a las 4 am para ir a trabajar, y ya no quiero cerrar los ojos.

Tengo que tomar temprano el metro en la estación, tratar de anticiparme al aluvión humano que rebalsará los vagones, buscar algún sitio donde reparar el teléfono y ubicarme en el centro carioca para llegar hasta la Escuela de Música.

Sin mapa, sin chat, sin QR. Cuento con cierta memoria visual, las indicaciones aprendidas, un poco de cash y confianza en la intuición de haberme movido durante años sin depender de estas tecnologías. Volver al siglo pasado para llegar a un edificio del futuro, con escaneo biométrico, ascensores que viajan a la velocidad de la luz y un auditorio universitario que se entusiasmó con la presentación de la dimensión sonora de las resistencias serranas al ecocidio del Cordobesismoceno.

La desconexión de la pantalla y sus funciones, hace palpable la posibilidad de pensar que hay vida, creatividad, memoria y autonomía por fuera de las prótesis tecnológicas que adherimos a la existencia cotidiana.

Cuando el avión despega, la maravillosa y maldita ciudad tropical estalla en una paleta de luces amarelas, verdes, azules, muchas oscuridades con funky de fondo y un cheiro psicodélico.

Portunhol

La condición de extranjero puede ser encubierta por un disfraz de lugareño. Ojotas, malla y remera bastan para imitar la vestimenta en el cálido nordeste. Sin embargo, lo que delata al instante es la lengua. Mi compañera fala casi perfeito el portugués, así que ella toma la delantera en cada intervención, mientras escucho y trato de decodificar en silencio. Pero, cuando estoy solo, y trato de comunicarme frente a un grupo de estudiantes o colegas, o en un simple intercambio mercantil, las palabras se cruzan, se alternan, se combinan, en un singular portunhol.

Cuando comencé a entender que esa interzona lingüística representa una gran parte de la población brasilera, la que vive cerca de las fronteras con Uruguay, Argentina, Paraguay, Bolivia, Perú, Colombia, Ecuador, Venezuela, decidí hablar sin prejuicios. El portuñol salvaje es una encrucijada activa que mezcla fonemas, altera la sintaxis y propone un lenguaje polifónico. En algunas zonas también se combina con el guaraní, u otras lenguas indígenas, con una fluidez y sonoridad maravillosa.

Hay un movimiento de voces dentro de la literatura, como el escritor uruguayo Fabián Severo, que reclaman ser reconocidas como parte de una comunidad parlante que vive en los cruces y que derriba constantemente las barreras idiomáticas para conectar los territorios escindidos por las cartografías del poder colonial.

Nordeste

Dicen que el nordeste encanta los sentidos del brasilero. La cultura nordestina proporciona los dispositivos identitarios de la brasilidade. El Forró, la Amazonía, as praias cálidas, los cocoteros, el manguezal, la negritud, la floresta, los indígenas, el açaí, eso que singulariza la esencia histórica de Brasil, pertenece originalmente a los pueblos del nordeste. Sin embargo, el paulistano, carioca o sureño, desprecia a sus habitantes. Les apasionan sus símbolos, sus sonoridades, sus lugares, sus sabores, pero odian a la gente que los encarna. Las poblaciones blancas nacidas en las grandes ciudades del sudeste, conservadores, racistas, proeuropeos, desconfían de quienes habitan territorios que aún vibran salvajes, conectados ancestralmente, situados en ensamble con vitalidades más que humanas. Ese desdén es político, sobre todo cuando el mapa del norte se tiñe de rojo para apoyar a Lula.

Vivimos, la mayor parte de la estadía, en Aracajú, en el pequeño Estado de Sergipe, al norte de Bahía.

Una ciudad que reposa su ritmo de capital sobre kilómetros de playas y se amplifica entre enormes ríos que abren intrincados manguezales antes de confluir en el mar. Aguas que mixturan la sal y lo dulce, que proveen de los principales ingredientes a la cocina nordestina, el aceite de palma de dendé, los carangeijos, el sururú, la macaxeira, el cajú, la leite de coco. Hábitat de capibaras, jacarés, flamingos, peixes e insectos inverosímiles. Espacios amplios donde la luminosidad del sol enceguece y el calor ahoga.

Un Brasil guardado como un secreto local donde el turismo extranjero no llega.

Pero increíblemente, por obra del Programa Move la América del Ministerio de Educación, que da movilidad a miles de estudiantes latinoamericanos, un grupo de argentinos, estudiantes de filosofía, se agrupan a tomar cerveza y conversar de escepticismo con los pies en la arena.

Y este sociólogo, reinventado desde las cenizas del periodista gonzo, pasea en bicicleta por la costa, entre Atalaia y Aruana, en una inmersión fuera de temporada. Mientras aquí hace 27 grados promedio, en las sierras cordobesas las mínimas bajan de cero. Lejos, muy lejos, de la deriva apocalíptica de Urgentinia.

Hipnotizado por la perfecta ecualización de las olas, con la mirada clavada en el infinito horizonte, imagino ese continente del otro lado del gran charco atlántico. Aquí, en el extremo oriental de América del Sur, la distancia de África es mucho menor de la que me separa de Córdoba.

La costa de Senegal o Guinea está a menos de la mitad de los 4400 km que recorrí para llegar a Aracajú. La negritud afrodiaspórica está presente a cada paso, en cada sonido, en cada imagen del nordeste. Eso no acontece en el sur del país. Eso habla del racismo intrínseco que atormenta a Brasil.

Antídotos para volver

Siempre es difícil volver a casa, y, más aún, cuando la casa patria ha sido invadida por una horda de zombis empoderados de votos.

Pero traigo en las maletas antídotos sutiles y pesados, materiales sensibles para esperanzar, para hacer contra hechizos frente a la fetichería neofascista.

Un documental: Apocalipse nos trópicos, de Petra Costa. Un retrato visceral de la alianza entre evangelistas, neoliberales y fascistas, que inventó la tragedia de Bolsonaro. Un plan imperialista que usó la misma biblia cristiana para destruir las acciones de la Teología de la Liberación, y trastocar para siempre la democracia brasilera.

Una película: Homem com H. El biopic de Ney Matogrosso, emblema rockero, disidente hipersexuado, sobreviviente de épocas oscuras que sigue deslumbrando en los escenario, seduce para volver a escuchar Secos & Molhados, la psicodelia brasileira, Cazuza, Raúl Seixas, Zé Ramalho, Alceu Valença, para sentir el pharmakon del arte, cómo mata o cura las almas cuando son acosadas por la tiranía.

Un libro: A vida não é útil, de Ailton Krenak. Una de las lideranzas indígenas propone como alejar la idea del fin del mundo, que no es otra cosa que el colapso del capitalismo occidental, su crisis permanente y su incapacidad para imaginar otros destinos. Una bitácora existencial trazada por generaciones de pueblos originarios que viven hace miles de años en coexistencia y armonía con y para la Tierra.

Una colección de ensayos: Cómo salvar a Amazônia. El legado de Dom Phillips, periodista inglés que durante una década incursionó en los territorios amazónicos, dialogó con ancestros indígenas, activistas ambientales, campesinos, cowboys tropicales, funcionarios, científicos y periodistas para comprender por qué y cuál debería ser el programa global ecosocial que salve al mundo. Los textos fueron concluidos por un grupo de notables y leales escritores, después que Dom fuera asesinado junto al indigenista brasilero Bruno Pereira mientras actuaban en defensa del territorio amazónico.

Un disco: Novo Mundo, de Arnaldo Antunes. Sonidos orgánicos y texturas digitales, letras para animar buenos vivires, ritmos que hacen pogo en tu cabeza y melodías que susurran vientos de cambio. Un grito urgente, que no aturde, siembra conciencia en dosis poéticas.

Una canción: Despreconceituosamente, de Mateus Aleluia. Una divinidad musical que florece desde los recorridos afrodiaspóricos de Mateus, en ambos sentidos, entre Bahía y Angola. El Maestro Aleluia nos acompaña, en su andar aberto y situado, radicante é semeador. ¡Aleluia!

Un aprendizaje: Ninguém solta a mão de ninguém. Se sale, de las peores pesadillas políticas, hay salida, y es colectiva. No es fácil, no es gratis. A la resistencia como defensa hay que agregarle imaginación. Y hay que hacer duelos por las pérdidas vividas. Y viajar, no dejar de moverse.


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Pablo Ramos Basta

Sociólogo, periodista, radialista, escritor, artista sonoro. Hasta 2024, conducía el programa Subversiones y era director artístico de Radio Universidad y FM 102.3 (SRT-UNC). Como docente e investigador universitario, recibí una Beca para hacer una residencia de investigación artística en la Universidad de Campinas (UNICAMP), además, fui designado Profesor Visitante por la Universidad Federal de Rio de Janeiro y la Universidad Federal de Sergipe. De esas experiencias en Brasil, surgió el Podcast Crónicas Contra Colapso, artículos científicos, este texto, y nuevos viajes y propuestas de trabajo en el extranjero.



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