El barrio de los julepes

10.09.2025

Marta García


Foto: Ben Martin
Foto: Ben Martin

Irma llegó al barrio no como llegan las personas comunes, con una mochila en la espalda y la dirección escrita en un papel. Llegó fragmentada, como escapando de una novela de terror con mal aliento. Por fortuna, también llegó el viento y la repartió en trozos para que el susto no nos matara de un infarto. Primero, aparecieron sus piernas en la plaza jugando a la rayuela con niñas sin amigas porque eran distintas. Después, los brazos entraron a la mercería ordenando los botones según el número de agujeritos, tarea que para el hijo de la dueña era cosa "de nenitas" y prefería estar en la vereda con nosotras, las nenitas. El torso se presentó en la verdulería donde los corazones escondidos en los alcauciles se aceleraban al compás del suyo. Y la cabeza fue a parar a lo de la modista que se la prestó a un maniquí que la había perdido por un amor de carne y hueso.

De a poco y por partes, fuimos acostumbrándonos a vivir de julepe en julepe. No había pérdida de sangre, nadie gritaba, nadie corría, sólo observábamos cómo la descuartizada se paseaba con la naturalidad de una vecina recién mudada entera y no en porciones.

Cada parte de Irma tenía memoria propia y se comportaba con autonomía y delicadeza, seguramente recordando lo consideradas que eran cuando eran una. A pesar de los sobresaltos, empezamos a esperarlas con la misma ansiedad con la que esperábamos a los heladeros en las siestas. Y los sustos se fueron llenando de cariño.

No nos hablábamos mucho entre nosotros porque no teníamos nada para decirnos salvo un "después te llamo". Nunca compartíamos el temblor de nuestras papilas gustativas al ver su boca hundiéndose en un mar de anchoas y mozzarella ardientes de la pizzeria. Ni comentábamos que sus caderas en las clases de mambo se movían mejor que las de Tongolele en películas viejas. Y jamás mencionábamos que habíamos visto sus pies accionando el pedal de las Singer para que las abuelas dejaran sin postre la osteoporosis. O que sorprendimos sus dedos rascando la nuca de perritos que no llegaban hasta allí. Nunca supimos por dónde andaban esas otras partes a las que nuestras familias les ponían nombres de fantasía para despistar a nuestra niñez. Pero como ya estábamos llenas de ganas, las imaginábamos.

Hasta que un día la curiosidad mató al julepe. Las almohadas no fueron suficientes y salimos a buscar una palabra sin aliento a gomapluma y que no sonara a muñeco inflable. Había que buscar una solución para la desventura de Irma.

Primero nos reunimos en la esquina del kiosco pero nos empezó a quedar chica y arriesgábamos la vida ocupando la calle. Optamos por la casa del odontólogo y, finalmente, como a nadie le gustaba ir del dentista terminamos en un galpón abandonado por falta de ideas y de cariño. Las reuniones comenzaron a hacerse más extensas. Agregamos sillas para el cansancio del sobrepeso y las várices, sombrillas para no suspender por lluvia sin pronóstico ni sol sin nubes y viandas con la comida del día para que no nos sorprendiera la noche con hambre. Poco a poco logramos adoptar al galpón y dejando atrás el desamparo comenzó a ser nuestra casa en común llenándose de ideas y cariños nuevos. Agradecido, volvió a latir con nuestras voces.

Fuimos recuperando nuestra memoria de barrio obrero. Sobre tablones con marcas de discusiones gremiales acomodamos la comida, compartimos los gastos y las cartulinas se llenaron de precios populares y crayones de maestras jardineras. Para que los más viejos engañaran al tiempo llevamos juegos de ajedrez y copitas de anís para entretener al olvido.

Al principio hablábamos a los tiros y sin puntería porque no teniamos mucha experiencia en amar al prójimo. Sobre todo cuando se trata de compartir la experiencia vivida con un cerebro que te visita para ayudarte en matemáticas, o una boca que se te aparece por la mañana a tomar mate. Pero luego de muchas ferias de platos, ollas compartidas, corsos y chismes de sobremesa sacudimos las migas del mantel y empezamos, con total naturalidad, a hablar de la parte de Irma que nos había tocado. Y casi sin darnos cuenta lo logramos: al reunirnos, la reunimos a Irma.

Desde que ella se fue, tan una y única, cada vez que alguien se anima a hablar y nos junta, en el barrio de los julepes hay un susto menos.





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