El Día de las películas familiares
Paula Arancibia Bravo
Cada 21 de octubre, se conmemora en todo el mundo el Home Movie Day. Se trata de un evento en el que las personas tienen la oportunidad de compartir sus propias películas caseras con la comunidad

Evento organizado por el Cineclub La Quimera y el Cineclub Municipal Hugo del Carril
Cada año, en distintas ciudades del mundo, se celebra el Día de las películas familiares, una jornada dedicada a la recuperación y proyección de archivos domésticos en formato analógico, en este caso, Súper 8, que registran cumpleaños, vacaciones, paseos, nacimientos, viajes o despedidas. En cada sede —cineclubes, centros culturales, museos— se proyectan fragmentos de esas memorias personales que, reunidas, componen una historia común: la del deseo de filmar para recordar y la de volver a mirar para imaginar. No se trata solo de nostalgia, sino de una práctica de relectura del pasado, una forma de activar, a través del cine, los vínculos entre imagen, tiempo y memoria.
Era sábado, hacía calor. Entramos al Auditorio del Cineclub Municipal con L y con un par de latas de cerveza en las manos. Hacía tiempo L me había ofrecido el material en VHS que su padre grabó en los años noventa, registros de su infancia, entre viajes, actos escolares y paseos. Ese material me interesaba desde hacía años. Lo vimos varias veces y llegué a armar una carpeta en mi computadora con los videos y algunos textos que no alcanzaban a ser un guión, pero sí una serie de bocetos e ideas que intentaban pensar esas imágenes, interrogarlas, desplazarlas de su mera condición testimonial hacia una dimensión más reflexiva.
Después del evento, al intentar escribir sobre lo que ocurrió esa tarde, advertí que seguía volviendo una y otra vez a esa experiencia. Pensé en todas las veces que hablé sobre el Día de las películas familiares o Home Movie Day: se lo conté a mi padre el Día de la Madre, a una compañera de trabajo, a distintas amigas y amigos. Cada vez que lo relataba aparecía una mezcla de fascinación y melancolía, como si esas imágenes domésticas no sólo activaran recuerdos, sino que habilitaran un modo particular de pensar el tiempo, un tiempo no lineal, donde pasado y presente se superponen y dialogan.
Casi siempre que hablaba del evento mostraba los registros que había grabado con mi celular: El Hombre Araña y Robin en la vereda de un pueblo, los quince de la tía de alguien, una marcha militar de un tío que había estado en la colimba, el lago San Roque, la aerosilla de Carlos Paz, una condesa a caballo frente al Congreso de la Nación Argentina, los viajes por Europa del Este de los abuelos de alguien. Fragmentos heterogéneos que, sin embargo, comenzaban a entramarse en mi mirada como partes de una misma constelación, como si el montaje fuera operación técnica y forma de pensamiento a la vez.
Mientras los observaba pensaba en cómo eran esos lugares antes. La primera reacción tuvo algo de impacto: ver personas nadando en el lago San Roque y comprender que hoy eso sería imposible. La contaminación, la falta de agua, el deterioro. A partir de esa imagen empecé a preguntarme por el lugar de la nostalgia. ¿Por qué se la considera un problema si en realidad puede ser una forma activa de pensamiento? Siguiendo a quienes piensan la memoria no como archivo muerto, sino como construcción permanente, entendí que estas imágenes no fijaban el pasado, sino que lo reactivaban desde el presente.
La nostalgia, en este caso, no me parecía una renuncia al presente, sino una forma de imaginarlo de otro modo. Las cintas me proponían pensar el tiempo como una superposición: lo que fue, lo que es y lo que podría volver a ser. ¿Cómo era recorrer esos espacios en ese entonces? ¿Desde qué mirada, desde qué ritmo, desde qué formas de habitar? En esas preguntas comenzaba a configurarse una operación crítica, una forma de leer las imágenes más allá de su contenido literal.
En ese punto comprendí que lo que estaba ocurriendo frente a esas imágenes tenía menos que ver con el recuerdo y más con un ejercicio sensible e intelectual. Me parecían una invitación a ejercitar la imaginación Pero: ¿Qué es imaginar?
"Representar en la mente la imagen de algo o alguien.
Inventar o crear algo con la FANTASÍA"
Imaginar, aquí, no implica desligarse de la realidad, sino producir sentido a partir de ella. Como sugiere cierta tradición del cine de archivo, estas imágenes no son documentos cerrados, sino superficies abiertas a nuevas lecturas. El gesto de mirar se vuelve entonces una práctica activa: asociar, interpretar, recomponer. La imaginación aparece como un modo de conocimiento, una herramienta para pensar la historia desde lo sensible.
¿Y si todas esas cintas formaran parte de una película? La idea de una película colectiva se volvió persistente. Habituada, por trabajo y por interés personal, a ver obras realizadas con material de archivo, fue inevitable activar esa lectura. Me descubrí haciendo un ejercicio de montaje: uniendo fragmentos, trazando continuidades, buscando un hilo narrativo posible, como si esa operación fuera también una forma de escritura.
¿Y si la protagonista de esa única y gran película de la tarde fuera la Tía Ceci, la que luego viajó a la ex Unión Soviética con su marido? ¿Y si los paseos por Carlos Paz, las fiestas familiares y los niños disfrazados fueran parte de su historia? ¿Y si la marcha militar perteneciera al recuerdo de su hermano o de su padre? El tiempo y el deterioro habían convertido esas imágenes en un registro casi experimental, pero lo que realmente las transformaba era la operación imaginativa que se activaba al verlas. Quizás la Tía Ceci no existía y era apenas una figura construida para otorgar coherencia a un conjunto disperso de memorias, una hipótesis narrativa que evidenciaba el poder del montaje para producir sentido.
Hace poco alguien me dijo que, con los nuevos medios y los modos automáticos de producir imágenes, asistimos a una posible muerte de la imaginación. Pienso en esa frase mientras reviso estas escenas una y otra vez. Tal vez eventos como este, estas instancias de recuperación y resignificación del archivo íntimo, funcionen justamente en sentido contrario: como un entrenamiento de la mirada, como una forma de resistencia frente a la circulación acrítica de imágenes.
Ver estas películas familiares es, en ese sentido, una práctica. Una forma de detenerse, de asociar, de interrogar las imágenes. Un ejercicio de imaginación que no mira al pasado como refugio, sino como un territorio desde el cual volver a pensar el presente. Entre ilusión y fracaso, quizás, todavía persista ese espacio donde imaginar sigue siendo una forma de conocimiento y donde el cine, incluso en su expresión más doméstica, continúa siendo una herramienta para pensar el mundo.
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