El librero vaporoso
Marta García

Tengo un recuerdo que no me pidió volver. Es difícil tratar con un recuerdo que se niega a recordarse. Sé que no está bien traerlo contra su voluntad pero como no logra convertirse en olvido, mi memoria —que tiene fama de matona— lo ataca por la espalda. Entonces, se asusta y para no morirse del susto, recuerda.
Nos ubicamos en la ciudad de las librerías sublimadas, esas que pasan del estado sólido al estado gaseoso sin pasar por el estado líquido. Las almas son vapores de agua invisible saliendo de las alcantarillas no por falta de cielo sino por desconfianza hacia la gravedad. Son nubecitas recelosas que no se juntan para evitar precipitarse… o algo mejor.
Hasta que una noche ocurre lo mejor.
Dos vapores cruzan el límite que separa lo etéreo de lo mundano. Tocan al mismo tiempo un libro de la mesa de saldos editoriales y, al rozarse las puntas de los dedos, caen de sus vapores dos cuerpos: uno colorado de tan caliente, el otro azul de tan frío.
Dos extremos buscándose como si vinieran huyendo del mismo crimen.
Dos cuerpos. Dos temperaturas. Dos problemas.
-Usted me mira como si lo estuviera estafando pero yo le aseguro que en mi librería, a medianoche, pasan cosas que ni la policía se anima a investigar. Ellas saben que ese contacto les va a traer problemas y las hará caer. Ignoran qué temperatura prevalecerá y si van a desplomarse como lluvia, aguanieve, nieve, granizo o lava por qué no. Ni yo lo sé. Hasta que las escucho.
-Hola, vos tenés algo mío.
-Hola, y vos algo mío…
Ninguna de las dos suelta el libro. Mientras una lo quema, la otra lo congela. No sabía si intervenir y decirles que en el depósito tenía otro ejemplar y así evitar una escena fatal. Pero "hay batallas que deben librarse hasta la muerte", pensé con melodrama. La sangre no llegó a la mesa de saldos. El roce de dedos pasó a apretón de manos. No cayeron como lluvia, aguanieve, nieve, granizo o lava por qué no. Cayeron a temperatura ambiente. Y la meteorología se hizo un picnic.
-Llevátelo vos -dijo una-. Cuando lo termines me lo pasás.
-¿Te puedo dar un… -murmuró la otra abrazando un globo impalpable-
-Sí, dale…
Ya sin temor a terminar congeladas o quemadas, se abrazan delante de mí como para dejarme tranquilo. Y se van juntas, llevándose el libro que las encubrirá. Solo un librero como yo, muerto de hambre, con olor a páginas húmedas y cenicero lleno puede notar esos detalles. Un librero que adivina quién es el asesino antes que el autor pero nunca lo detalla en el inventario. Algunas verdades conviene no declararlas.
Desde aquella noche, mantengo esta librería llena de deudas y de saldos editoriales, abierta las 24 hs. Cambiando el turno con mis ojeras. Yo espero. Las espero llenando ceniceros con mi fe… tengo que esperarlas porque en esta ciudad de vapores solitarios, tarde o temprano, un libro reactivará la termodinámica de los cuerpos y chau emanaciones. Es un hecho mágico con una explicación científica: "Cuando dos cuerpos tienen distintas temperaturas y se ponen en contacto entre sí, se produce una transferencia de calor desde el cuerpo de mayor temperatura al de menor temperatura".
Se deben sentir muy cómodas compartiendo desde la resolución de un crimen hasta poemas rencorosos que empiezan con un beso mal dado y terminan con un disparo.
Cada vez que la campanita de la puerta de entrada me avisa que entró algún vapor, cogoteo desde la caja registradora para ver si se trata de sustancias volátiles, cansadas de vagar por estaciones de servicio y tintorerías, buscando un libro barato para abrazarlo como a un querer.
-¿Que si puedo decir cuál es el libro que armó tanto alboroto? Poder, puedo… pero revelaría el escondite de las fugitivas. Usted, seguro que tiene un sitio así. Me parece que yo le di una mano con eso…
Tiene razón el librero. El conoce las miserias de su clientela por su nombre de pila. Sabe qué libro buscan y de qué libro huyen. Después de revolver sin suerte la mesa de saldos como un guiso de lentejas, me fui rápido a casa. El alma me vuelve al cuerpo cuando lo abro. Lo tengo siempre en la mesa de luz, como un remedio para las noches malas.
En aquella mesa de saldos editoriales, quedaron libros pidiendo una segunda oportunidad. No la tuvieron. La librería se evaporó llevándose hasta la campanita y el librero no es más que un gas errante. Solo queda este recuerdo que no quiere serlo. Porque en esta ciudad, hasta los recuerdos saben cuándo es mejor morirse.
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