El libro de los sustos
Marta García
Cuenta una leyenda mediterránea de cafetería que un hombre tuvo un accidente en uno de los rincones más sombríos de la Figueroa Alcorta y una de las tipas evitó su caída al abismo de la Cañada. Pero del susto se murió lo mismo. En la vereda. Al lado de la tipa que como es el árbol que llora lo hizo con desconsuelo. Ese día yo estaba cerca de ese evento legendario y pude observar un libro desmoronándose de uno de los bolsillos del finado y un ticket en posición de señalador revelando que lo estaba por terminar.
Y allí estaban. Muertos los dos. O los tres, si consideramos también al señalador como sujeto de derechos en esta leyenda. Me quedé esperando la ambulancia para no dejarlos solos en la calle. Ver dos -o tres- cadáveres que aún no se han dado cuenta de que lo son es insoportable hasta para la muerte. Qué fea se pone la ciudad cuando retira tu derecho a las cafeterías. Y tu alma no tiene la menor idea de cómo se presenta un recurso de amparo.
Los paramédicos no se llevaron el libro. Ni lo miraron siquiera. No lo iba a dejar ahí tirado. Lo llevé a casa y lo acomodé sobre la mesa del comedor, al lado de una fuente repleta de vencimientos tan difuntos como él.
Me tiré en el sofá a descacharrar una botella de licor de café y leer un libro que desde hacía años quería contarme el final y yo no lo dejaba porque me gustan las intrigas. Tanto que no pude evitarlo y miré de reojo al extinto. Me dio pena esa desolación de libro que no sabe qué está haciendo sobre una mesa que no es la del bar. Y encima ese ticket-señalador cayéndole a un costado como lengua de muertito de comics. Junté coraje de licor de café y fui a ver de cerca su situación.
Al dar vuelta las hojas buscando alguna línea con ganas de aclararse la garganta, sentí un aliento en mi cara. No de halitosis humana sino de resuello de dragón apagado juntando aire para exhalar su desventura. Tomé una decisión antes de que recuperara su fuerza mitológica y me convirtiera en cenizas. En un alarde académico de comprensión de texto, descifré el enigma a través del ticket y de las miguitas pegoteadas en sus páginas. El hombre había salido esa mañana como cualquier otra por un café y una medialuna al bar de siempre e intentar leer el final de su libro inseparable. Luego recorrió la distancia entre el bar y su casa, ese trayecto fatal en el que te quedás sin protección. Y justo ese día el destino no andaba con ganas de soportar a un lector de dragones y los mató a todos de un solo y certero susto. Uno terminó en la morgue. El otro, al lado de una fuente repleta de tiempo vencido, con la lengua afuera.
Tenía que reunirlos. Me dirigí hasta la morgue y en la mesa de entrada me presenté como nieta del fallecido de la Cañada. No fue difícil entrar porque él tenía cara de abuelo muerto y yo estaba emocionalmente distorsionada como una nieta viva. Le puse el libro en el pecho. Lo abrí, tallé sus hojas como naipes para que se diera cuenta de que la partida no había terminado. No puedo asegurar que escuché latidos pero sí hubo un fogonazo enceguecedor que fundió la realidad con lo intrigante. Y un mundo de papel obra 80 grs se hizo carne de lector y aliento de dragón. Y el señalador dejó de ser lengua muerta.
Yo ya estaba de más allí. Y me retiré sin que se dieran cuenta. No hay nada más íntimo y personal que ese clímax eterno de quienes han estado juntos toda la vida y llegan al final de la historia.
Volví a casa, busqué mi libro inconcluso y recordando la dirección de la cafetería que figuraba en el ticket fui para allá.
Y aquí estoy, en una espiral hipnótica, anhelando que al salir de este bar, si me muero del susto, alguien ponga mi libro con su ticket y sus miguitas sobre mi pecho. Y me posibilite de ese modo sacarle la lengua al destino con poca gana de soportar a una lectora de juguetes rabiosos y evitar que nos mate a los tres de un solo y certero susto. Y nos convierta en otra leyenda mediterránea de cafetería.
Y, sobre todo, que no se olvide de avisarle a las tipas de la Cañada que estamos bien. Que ya pueden dejar de llorar.
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