El mundial de los imperios
Arturo Jaimez Lucchetta

El imperio británico se alejó de la FIFA en la década del 20 y se perdió los tres primeros mundiales. En 1946 las cuatro federaciones del archipiélago volvieron a la entidad que rige los destinos del fútbol mundial. La casa de Zurich que permitió excepcionalmente la participación de las cuatro asociaciones para un solo estado imperial y monárquico, logró un objetivo fundacional, sumar a los inventores del juego más popular de la tierra.
Inglaterra se las contaba de ser mejor que los campeones del mundo, por el poder de sus ligas centenarias y llegó a Brasil 1950 para demostrarlo. Pero después de un triunfo contra Chile se fue en primera ronda doblegado por Estados Unidos y España. Los dueños de la pelota terminaron octavos y fueron humillados por la opinión pública internacional.
En Suiza 1954 ocurrió tres cuartos de lo mismo y después de tres igualdades perdió el desempate con la debutante Unión Soviética y de nuevo a tomar nubes a la orilla del Támesis. Algo mejor fue la cosecha en Chile 1962 donde pasaron la primera ronda, pero lejos de poder vanagloriarse como los dueños del Juego Inglés.
En 1966 Gran Bretaña organizó la copa para lograr en tierra propia el tesoro que los corsarios no pudieron piratear en altamar. Alf Ramsey fue el entrenador encargado de levantar el aplazo de las tres copas anteriores, sin embargo no fue el míster el dueño de la hazaña, fueron los árbitros los que robaron para la corona.
Las irregularidades se dieron desde el arranque, asignando a los locales partidos cada cinco o seis días para recuperar mejor el estado atlético. Después sorteando los árbitros entre gallos y medianoche. Así fue que el alemán Rudolf Kreitlein expulsó injustamente a Antonio Ubaldo Rattín en cuartos de final para dejar afuera a la Argentina por la mínima diferencia. Fue en aquella tarde de Wembley, que el Rata estuvo diez minutos en la cancha desconociendo la expulsión por no entender el idioma; hecho que determinó la invención de las tarjetas amarilla y roja.
El capitán argentino salió de la cancha estrujando el banderín del córner con los colores británicos y se puso a comer los chocolates que le tiraban desde las tribunas, en la red carpet de la reina Isabel II. Paradójicamente los ingleses, depredadores del mundo, le gritaban animals, animals, a los jugadores argentinos.
En las semifinales también recibieron las buenas de los cuervos, para dejar en el camino a la Portugal de Eusebio. La Pantera Negra de Mozambique fue el mejor jugador y el goleador del mundial, aunque el monumento de los campeones del mundo, muestre el brazo en alto de Bobby Charlton.
La final frente a Alemania Federal fue uno de los robos más escandalosos de la historia. En plena prórroga tras el empate dos a dos, el árbitro suizo Gottfried Dienst y el juez de línea soviético Tofik Bakhramov convalidaron el famoso gol fantasma. Geoff Hurst anotó el gol que no fue. El artillero disparó a puerta y la pelota después de impactar en el travesaño picó fuera del arco del arquero alemán. Fue el tres a dos y aunque después vino el cuarto, fue ese no gol, el que abrió el camino a la vuelta olímpica más corrupta de la historia.
La reina Isabel II tuvo su copa, cueste las libras que cueste y las voluntades que cueste. Como los ancestros de su dinastía que no ahorraron sangre de esclavo para conquistar sus colonias.
Inglaterra no volvió a ganar otro mundial y su monarca hace años que se fue al infierno. Tal vez mañana organicen otra copa para renovar el fraude, como cada día consolidan sus colonias.
Al fin y al cabo, en este cambalache a nadie le importa si naciste honrado.


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