El Síndrome de Caperucita
Adrián Savino

Anoche soñé con Cositorto.
Le había dicho (o lo había mirado como diciéndole): ¡Ah listo qué garca que sos!
-Sos un maleducado, no te lo voy a permitir –me respondía él-. Yo soy una persona que me hice a mí mismo sin que nadie me regalara nada. Porque de chico, mis padres me inculcaron valores como por ejemplo…
Etc. etc. etc.
En su chamuyo, sin embargo, me pareció advertir el asomo de algo más o menos genuino. Como un "si no lo hacía yo, lo iba a hacer otro".
Me desperté pensando en que tipos y tipas como él, en definitiva, son medio como actores que se deben a su público que elige creer.
Porque el gran truco de todo buen embustero es parecer honesto, y en ese trance, la víctima también colabora.
Hace poco, por caso, me tocó caer en las redes de una estafa virtual.
Estaba disfrazada de llamada de call center, y durante largos minutos lograron llevarme de las narices.
Cuando por fin advertí la jugada y corté, repasaba lo ocurrido y no lo podía creer: ¡¿¿cómo no me daba cuenta??!...
Pero sí, me habían empaquetado y casi despachado como encomienda. A tal punto que no encuentro, para describirlo, mejor imagen que la de una hipnosis.
-Y sí cabeza -me decía un amigo después-, es el famoso Síndrome de Caperucita. Querés a toda costa creer que tenés delante tuyo a la Abuelita, cuando todo, todo, todo, te indica por todas partes, ¡que es el Lobo!
Me dejó pensando, esta vez no tanto en las víctimas como en los verdugos.
En que quizás gran parte de la efectividad del Lobo radique en que él también (en su mismísimo hábito depredador), de algún retorcido modo se convence, primero a sí mismo, de que es la Abuelita.
Como si el primer estafado no fuera otro que él: condición para que la estafa al otro (al gil) se pueda consumar con éxito.
El Lobo es y se hace. Y Caperucita… digamos que también.
Por algo será que el Cositorto del sueño, ante la menor señal de deschave, se ofende tan espontáneamente que uno hasta tiende a creerle.
Me recuerda a un payaso de la peatonal, de esos que agarran de punto a la gente que pasa, cierta vez que le salió mal el chiste.
¡Guarda el cable!, le gritó al tipo, y éste no sólo ni se mosqueó sino que además, mientras se alejaba, le tiró: ¿Por qué no te dejás un poco de romper las bolas, PELOTUDO?
Entonces el bufón, en ridículo frente a su público, acusó a los gritos al transeúnte de no tener sentido del humor.
Habrase visto insolencia: no dignarse cabecear ese centro con destino de gol en contra…
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