En esta casa no habrá TV
Especial para Tierra Media
Marcelo Casarin

En esta casa, mientras yo viva, no habrá televisión. Yo también vivo en esta casa y sabés muy bien cuáles son mis reparos; pero el accidente de Marcelo me ha hecho replantear las cosas: te pido que al menos lo consideres.
Esta conversación ocurre en 1968 entre Felipe Barón Larguía (31) y Adelina Schumager (28) un matrimonio de varios años que tienen dos hijos varones: Marcelo (6) y Claudio (2). Él es médico, neumonólogo, trabaja en el Hospital Rawson y en el Sanatorio Mayo, ambos de la ciudad de Córdoba; cada quince días viaja a Rafaela, Santa Fe, para atender un consultorio externo de su especialidad en la clínica de un médico amigo; es amante del fútbol y, con menos pasión, del boxeo.
Adelina es maestra normal, con estudios parciales en psicología. Trabaja en la escuela diferencial María Montessori de la ciudad de Córdoba. Le gusta mucho la lectura de ficción, la música y jugar al scrabble.
Desde que la televisión irrumpió en los hogares argentinos y fue pasando de un bien suntuario a un artículo de primera necesidad, desde que entró en el rubro "artículos del hogar", la aspiración de toda familia de clase media, la más amplia del país en los años 60, fue tener un aparato en la casa.
Cuando Adelina y Felipe se casaron en 1961 y, luego de un breve noviazgo, planificaron la organización del hogar, alquilaron y amueblaron una casita modesta en barrio Matienzo, al sudoeste de la ciudad de Córdoba, estuvieron de acuerdo en que no necesitaban un televisor.
Felipe y Adelina, se puede decir, ambos eran hijos de la radio. Se criaron en hogares donde, por épocas, estaba encendida desde la mañana hasta bien entrada la noche. Pero ya adultos, y juntos, la radio los siguió acompañando, no como una presencia permanente, sino ocasional; aunque regular: por la mañana, escuchaban los noticieros desde las 6 am mientras se preparaban para ir a sus labores; luego, la radio se encendía en el auto y los acompañaba hasta llegar a sus trabajos.
Por las tardes, Adelina, solía seguir algunos de los radioteatros de la compañía de Jaime Kloner y Ana María Alfaro; y los domingos a la mañana escuchaba un programa de Radio Nacional que difundía conciertos de música culta.
Cuando no estaba de guardia, Felipe seguía los partidos de Racing Club, el equipo que heredó de su padre; y, más tarde, los de Belgrano, el amor que eligió de grande. Y no se perdía las peleas de boxeo de los argentinos por el título mundial, que generalmente se realizaban los sábados por la noche.
El primero en desarrollar un teoría negativa con respecto a la televisión fue Felipe, quien decía que no le entraba en la cabeza que hubiera personas sentadas con la vista fija en esa caja, con otras hablando entre ellas como si los de afuera no existieran, pero mirándonos; en cambio, sostenía, la radio y su encuentro con la audiencia se daba de manera natural: funcionaba como una verdadera compañía, alguien podía estar haciendo cualquier cosa y escuchar música, noticias o una conversación interesante entre personas cultas; o un partido de fútbol los domingos: los buenos speakers son los que te hacen ver el partido sin estar ahí.
Felipe, que además gustaba del cine, decía que el lugar para ver una buena película era una sala y que odiaba verla en una pantallita. Y recordaba la historia de su tío Eugenio, que su amigo Daniel Moyano solía contar: eran los primeros años 40 y ellos vivían en La Calera y no había cine, pero la comisión de cultura había instalado una pantalla al aire libre y en los tiempos cálidos, cada domingo, pasaban filmes de la época con entrada libre y gratuita. Toda la familia del tío Eugenio asistía regularmente al cine y él se quedaba despotricando, diciendo no podía creer que tomen esas historias como si verdaderamente hubieran ocurrido. Contaban que una vez aceptó ir porque daban un filme sobre la vida de Cristo y él era muy creyente; entonces, en un momento, cuando Judas se entendía con los romanos parece que Eugenio no aguantó e hizo una serie de locuras indignado con la traición del apóstol.
Felipe sostenía que esa magia solo ocurría en el cine de verdad, no en la televisión, y se indignaba cuando oía que la gente se entusiasmaba tanto con las telenovelas, que consideraba acartonadas y artificiales, no como los radioteatros que esos sí traían a los hogares historias creíbles.
Por su parte Adelina –a quien solo la maternidad había demorado en la obtención de un diploma en psicología, y además estaba involucrada desde siempre por su trabajo en temas de educación infantil y adolescente–, tenía conocimiento de estudios que indicaban que la televisión no era inocua en las mentes en formación: en la época, en las peluquerías y en las salas de espera de profesionales de la salud se amontonaban revistas de interés general, algunas de la cuales tenían artículos en verdad serios sobre temas diversos.
En un mismo semanario, por ejemplo, podía aparecer una nota sobre la telenovela del momento, con detalles acerca de los personajes, los avances del argumento y los episodios por venir, información obtenida de la producción o a partir de conjeturas e hipótesis de los mismos periodistas, a veces sensatas y otras descabelladas. También podía quedar espacio para que el escrito se refiriera a la vida personal de los actores y actrices, con amoríos, desavenencias, miserias y grandezas puestas de relieve.
Podía encontrarse una nota de fondo, con sustento científico, bien documentada, o más o menos, por ejemplo, sobre la píldora anticonceptiva, que estaba revolucionando la vida sexual y reproductiva: sus ventajas y desventajas, las posibles alteraciones hormonales no deseadas, el riesgo de la obesidad, la necesidad de un control riguroso en la administración por parte de las usuarias para evitar accidentes, como embarazos no deseados, etc.
Con relación a los avances de la industria farmacológica, fue muy comentado un reportaje a un especialista quien afirmaba que ya había dado muchas soluciones a problemas otrora condicionantes de la calidad de vida adulta, como la depresión, la diabetes o la hipertensión; y que se estaba trabajando en solucionar uno de los mayores dramas de la madurez y la tercera edad: la disfunción eréctil.
En uno de estos semanarios apareció un artículo sobre una investigación realizada por una importante universidad norteamericana, cuyos resultados indicarían que los niños que estuvieron expuestos a una determinada cantidad de horas diarias de televisión, tenían trastornos del sueño más frecuentes (insomnio, repetidas pesadillas, orinarse en la cama, etc.) y problemas de aprendizaje, entre otros. Sin embargo, Adelina podía leer estas revistas de divulgación con sentido crítico, gracias a su formación: sabía que en un futuro la televisión, bien empleada, podía ser una poderosa herramienta educativa y llevar conocimiento a lugares recónditos; y podía ser un medio muy adecuado para la difusión de información relevante por parte de los Estados para las poblaciones más vulnerables. No obstante, pensaba Adelina, el televisor prendido todo el día en los hogares sin duda era más que perjudicial para personas en formación, máxime con los pocos programas adecuados que se ofrecían a diario.
En agosto de 1968 se produjo la novedad familiar del accidente de Marcelo: una fractura expuesta de la pierna derecha, producto de una caída de su bicicleta recién comprada, cuando apenas aprendía a manejarla. La bici era una Legnano plegable, hermosa, una joya de la época que le había regalado su tía Susy, apenas unos pocos días antes del accidente, para su cumpleaños. El asunto es que la gravedad del caso requirió de una operación con aplicación de clavos de platino, más un yeso de pierna completa, y la indicación de dos meses de reposo absoluto.
Esta situación actualizó la discusión entre Felipe y Adelina sobre la posibilidad de adquirir un televisor, para hacer más llevadera la convalecencia de Marcelo. La posición más firme y negativa era la de Felipe; la de Adelina, vacilante. No podemos entrar en contradicción con lo que pesamos, decía Felipe; además, vos misma reconocés que no hay programas adecuados para niños en la televisión.
Adelina compartía la posición de su marido, pero no sabía qué ofrecerle a su hijo, quien debía guardar reposo mientras ellos se pasaban la mayor parte del día afuera de la casa, en sus respectivos trabajos. Tenían la ayuda de Ester, una mujer muy cariñosa y dispuesta, ni muy joven ni muy vieja, que cuidaba de los niños durante la ausencia de los progenitores, y que también hacía algunas tareas de la casa. Felipe pensó que se le podía encomendar a ella la compañía y entretenimiento de Marcelo, quien debía permanecer todo el día entre la cama y un sillón que habían acondicionado para que estuviera cómodo y con la pierna inmovilizada; en la primera semana, incluso hacer sus necesidades fue en una pelela; recién luego de varios días con ayuda de unas muletas pudo desplazarse hasta el baño y volver a la cama o al sillón. Creía que una forma de acompañar y mantener sosegado al inquieto niño era proponerle lecturas, pero a Ester, aunque era voluntariosa, no se le daba muy bien la lectura en voz alta. Además, estaba el cuidado de Claudio, el hermano menor, quien con apenas dos años requería también de muchas atenciones. Nadie en definitiva podía pasarse el día entero distrayendo a Marcelo.
Adelina, como siempre en la pareja, la más práctica y la que sabía aportar las respuestas mejores a los problemas más complejos, trajo la solución. Ella era la que casi a diario, antes de dormir, le leía a Marcelo poemas y cuentos y recordó los versos de una canción: quiero cuentos, historietas y novelas, / pero no los que andan a botón… Las abuelas y tías no estaban disponibles tampoco, por eso le pareció que la adquisición de un tocadiscos era una buena idea.
Compraron un Winco, un aparato pequeño, casi portátil, con los parlantes incorporados a la bandeja. Muy sencillo de manejar, incluso para un niño de cinco años como Marcelo. El aparato llegó con varios discos de Milissa Sierra que traía cuentos como "Las gallinas gordas y las gallinas flacas", "El gato con botas", "El cuervo y el zorro", "El pastorcito mentiroso", entre otras historias hermosamente animadas y musicalizadas; también recibió un volumen de Canciones para mirar de María Elena Walsh. Conclusión: Marcelo tuvo una convalecencia más llevadera gracias a la compañía de estas narraciones a botón que salieron del aparato, que en 33 rpm hacía girar discos de vinilo, que tiempo antes eran más rígidos, pesados, de pasta y giraban a 78 rpm.

La popularidad creciente de la televisión parecía no afectar la firme decisión de Adelina y Felipe. Sin embargo, muchas veces los dejaba al margen de conversaciones que querían mantener amigos, familiares o conocidos en relación a asuntos que se emitían por la pantalla.
Una de las circunstancias que les costó mucho manejar fue la de Marcelo, quien muy poco tiempo después de que le sacaron el yeso y comenzó salir de la casa e ir a lo de los vecinos, especialmente a frecuentarse con Valentino, que vivía casa de por medio. En la casa del niño había televisión y todas las tardes se veía la novela de las seis, y a las cinco, indefectiblemente, Valentino y otros vecinos se reunían para ver Lassie. Al principio, cuando esto ocurría, Marcelo se retiraba de la casa con la excusa de que debía tomar la merienda; podés tomarla acá, le decía Graciela, la mamá de Valentino, con insistencia a veces; y Marcelo se excusaba, siempre. Hasta que un día, Marcelo le preguntó a su madre si podía quedarse a tomar la leche en la casa de Valentino; y Adelina le dijo que sí, que por supuesto; pero lo que no sabía Adelina es que esa casa en el horario de la merienda se veía la televisión. Fue entonces que Marcelo vio por primera vez en su vida televisión y vio Lassie.
Esa noche, en la cena, Marcelo estaba inquieto y Adelina lo notó: qué te pasa Marce; nada Ma; algo te pasa; tengo sueño. Bueno, terminá de comer, lávate los dientes y andá a acostarte. Esa madrugada Marcelo se hizo pis en la cama y se despertó llorando. Al día siguiente, cuando iban al trabajo Felipe y Adelina hablaron del asunto; el padre creía que no era nada importante, que mientras no sea algo frecuente, un accidente en la cama tiene cualquiera; yo lo noté raro anoche, creo que debemos estar atentos, dijo la madre.
Esa tarde, cuando Adelina llegó de trabajar, encontró al niño encerrado en su cuarto, escuchando cuentos en los discos de Milissa Sierra como cuando estaba convaleciente. Marce, me querés contar lo que te pasa le dijo la madre después de abrazarlo y besarlo; el niño no alcanzó a hablar y los ojos se les llenaron de lágrimas. La madre lo abrazó fuerte y no necesitó decir nada: ayer, en lo de Valentino, vi televisión… la madre respiró profundo y dijo: y qué viste hijo; Lassie, una perra muy buena que ayuda a las personas. Te gustó hijo; sí Ma. No hiciste nada malo Marce, le dijo y lo besó.
Esa noche Felipe llegó tarde del sanatorio; los chicos ya dormían y Adelina, mientras servía la cena le contó la novedad. No te puedo creer, dijo el marido y agregó: que yo sepa nunca le dijimos que estaba prohibida la TV; los niños saben cosas que los adultos creemos que ignoran y la prohibición instaura el deseo, agregó Adelina citando a alguno de los autores que había leído.
Los esposos tomaron una copa más de vino después de la cena. Con los niños ya durmiendo encontraron un momento que no era tan frecuente en su cotidianidad y se decidieron a conversar. La primera confesión vino de parte de Felipe. Le contó a Adelina que había visto por televisión, en uno de sus viajes a Rafaela, en diciembre del año pasado, la pelea de Fuji con Nicolino Locche, cuando este último se consagró campeón mundial. Nunca me lo contaste, creí que lo habías oído por radio, dijo Adelina con un leve tono de reproche; pero te entiendo, y agregó: yo también tengo mis secretos. Felipe tomó un trago de vino, miró fijo un punto de la pared y guardó silencio. Adelina se demoró varios segundos en hablar y dijo: yo también he visto televisión… el mes pasado cuando visité a mi hermana Adolfina vimos dos capítulos de El amor tiene cara de mujer.
Se hizo un largo silencio apenas interrumpido por un cariñoso abrazo de Felipe; se besaron y se dijeron que sería bueno irse a la cama. Antes de apagar la luz Felipe le dijo que lo mejor era tratar el tema con Marcelo no como una prohibición sino, más bien, como que no era muy bueno hacerlo muy frecuentemente, no pasar tanto tiempo; que mejor jugar al aire libre, a la pelota, a la mancha, a las escondidas; o leer o escuchar discos, por ejemplo. Deberíamos tratar que su amigo, sus amiguitos, vengan acá y no que él vaya a la casa de Valentino que, indefectiblemente quería ver la TV. Bueno, dijo Adelina, iremos viendo, tampoco podemos cargarle tanta responsabilidad a Ester.
Esa noche, como todas, la familia Barón Larguía / Schumager sueña. Marcelo sueña que es un flamenco que ha asistido a una fiesta de animales, en las que cada animal está ataviado de manera muy vistosa y bailan, todos bailan. Él, como flamenco, tiene unas medias de piel de víbora coral, rojas, negras y blancas, y baila sin parar. En la fiesta había también víboras corales que cuando descubren las medias del flamenco, comienzan a rodearlo y, enojadas y amenazantes, le tiran tarascones. Apenas lo rozan, pero el flamenco está tan cansado que cae al piso y siente como una de las medias, la del lado derecho, se convierte en un yeso que cubre toda la pierna, desde la pata hasta la entrepierna; queda allí paralizado hasta que aparece Lassie y ahuyenta las víboras y le lame el rostro a Marcelo que ya no es un flamenco; lo ayuda a incorporase y lo lleva en el lomo como si fuera un caballo pequeño hasta su casa, donde los espera Ester con la merienda lista.
Claudio sueña un sueño indescifrable: con dos años recién cumplidos apenas habla. Pero es placentero porque el niño masculla y sonríe, sonríe y masculla. Después resopla un poco, mueve los brazos, acomoda su cuerpo y vuelve a la quietud.
El sueño de Felipe, en cambio, es más inquietante: él es Nicolino Locche y pelea con Paul Fuji y no puede pegarle; el rival esquiva cada uno de sus lances, y así pasan muchos minutos hasta que saltan del ring: corre adelante Fuji y Nicolino va por detrás. Cuando Fuji quiere, se deja alcanzar y desafía a su seguidor que tira golpes al aire y se reanuda la carrera. Y así por varias cuadras de un barrio que a Felipe le parece su propio barrio. En un momento dado, Locche cae extenuado de cansancio; Fuji lo advierte, detiene la carrera, se vuelve sobre sus pasos y cuando llega al lado de Nicolino ya no es un boxeador, es un médico o enfermero que se acerca para asistirlo, lo contiene un poco, lo abraza afectuosamente y le toma la tensión.
Adelina sueña que está en la cama con Arnaldo Ríos: ella está en camisón y el hombre en calzoncillos. Él la mira con esos ojazos celestes; es el hombre que la gran mayoría de las mujeres quisiera tener a su lado. Sus manos apenas rozan sus pieles; se miran y no se dicen nada. Adelina cierra los ojos y se va quedando dormida… Cuando los abre se encuentra con los de Felipe que dice: querida, es hora de levantarse.
Esa mañana, ya en camino al trabajo, Felipe le contó a Adelina que un colega suyo tenía un cuñado muy bien informado en cuestiones de estrategia y comunicación internacional y que sabía, de muy buena fuente que ese año 1969, Estados Unidos tenía preparado dar el gran salto y poner unos hombres en la Luna por primera vez en la historia; parece que en la Nasa tienen todo listo para que se consiga la proeza; pero si por alguna razón fallara, ya estaban preparando el plan b, una gran producción televisiva que permitiría hacer como que el hombre llegó a la luna y cagarle la novedad a los rusos.
Este relato era inédito y forma parte de la serie Alguien que recoja la palabra.
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