En La Academia con El David
Especial para Tierra Media
Marcelo Casarin
Buena parte de Italia es un monumento. Una sucesión de hitos notables, superpuestos en el espacio y en el tiempo: desde el esplendor romano a la opulencia católica. Clasicismo, Renacimiento, Barroco, Manierismo, etc. El poder, el dinero, la vocación de gloria de los Medici, han dejado una impronta de grandeza en su ciudad, Firenze.
Mario y Graciela han llegado por primera vez a Italia. Se proponen visitar los pueblos de sus respectivos antepasados: Capelletta, los de él; Andonno, los de ella. Aunque no les sobra el dinero, llevan un pasar aceptablemente bueno; ambos son empleados públicos y sus sueldos han tenido en los últimos años algunas mejoras considerables que les han permitido ahorrar la cantidad suficiente de euros como para darse el gusto de hacer este viaje ahora que sus cuatro hijos son grandes y dos de ellos independientes. Claro que la comparación de costos entre su país latinoamericano y Europa les resulta escandalosa; pero, rápidamente, por instinto y por consejos de algunos amigos han aprendido a moverse con inteligencia para no gastar de más y aprovechar los recursos disponibles.
Por ejemplo, los primeros cinco días que pasaron en Roma les permitieron poner en práctica algunas estrategias que vale la pena comentar. Hotel de dos estrellas es lo que pueden afrontar: cuartos pequeños, con calefacción y casi siempre con baño privado… Durante la estadía en Italia, una que otra vez, por los € 50 que tienen como presupuesto diario para alojamiento, se han visto obligados a aceptar baño compartido, pequeña incomodidad que el viajero de segunda clase como son ellos se resigna a tolerar.
Para el resto del día, cuentan con otros € 50, con los que deben completar su manutención, gastos de transporte y, hay que decirlo, también deben entrar las erogaciones propias del ocio turístico, como entradas y billetes a museos, teatros y monumentos. Cualquiera que conozca el viejo mundo, coincidirá en que un presupuesto tan limitado restringe dramáticamente las posibilidades de acción. Es evidente que con tal suma no es posible acceder a un almuerzo y una cena cada día en lugares normales como bares y restaurantes.
El almuerzo del viajero de medio pelo se resuelve fácilmente, comiendo algo rápido, de pie, en algún puesto callejero. De paso, "no se pierde en comer, ese tiempo precioso que puede usarse en conocer", se dice. Para la cena, no es difícil arreglarse con una compra en el súper que será consumida en el limitado espacio del cuarto de hotel: se utiliza una eventual mesita de luz para apoyar las vituallas y echarse a comer en la cama como si se estuviera de pic-nic; y cabe la posibilidad de algún lujito, como tomarse una botella de vino.
Es recomendable, en este tipo de viaje, lavar la ropa interior todos los días en el baño del cuarto de hotel; calzoncillos, bombachas y medias (y una que otra camiseta) se lavan aun bajo la ducha y luego se cuelgan en el mismo baño o en el cuarto, y en invierno de preferencia cerca de la calefacción para facilitar el secado de las prendas. Y cuando un viaje se prolonga más de una semana será necesario lavar otras prendas como camisas, remeras y pantalones en alguno de los lavaderos self-service que abundan en las ciudades europeas (siempre, en estos casos, será necesario estudiar muy bien las instrucciones de uso de las máquinas para que no se traguen el dinero sin prestarnos servicio alguno o la ropa se arruine o quede sucia).
El desplazamiento en las ciudades es otro asunto de cuidado. En las metrópolis como Roma o París suele convenir comprar pases diarios o semanales de transporte público, según el tiempo de permanencia; estos pases, por lo general, permiten hacer uso ilimitado de todos los medios públicos: metros, buses, tranvías, trenes, etc. (En ningún caso es recomendable seguir la práctica de algunos turistas sudamericanos que optan por no pagar ante la aparente falta de controles: esto puede tener como consecuencia una penalidad de hasta 20 veces el valor del billete). En cambio, en ciudades más pequeñas como Firenze, Oviedo o Poitiers, basta con tener calzado y ropa cómoda y estar dispuesto a marchar a pie. De hecho, el animal turístico siempre está dispuesto a caminar más de lo que lo hace en la vida "normal"; incluso a subir cientos de metros por empinadísimas escaleras que hacen pensar que, con pocas semanas de semejante entrenamiento, se podría llegar a la figura y el estado físico ideal para la edad de los turistas en cuestión. Claro que esta situación es utópica, si se tiene en cuenta que la contracara de esta agitada vida turística es la ingesta exagerada de farináceos, embutidos, aguas gasificadas y otros venenos.
Un detalle que el turista de medio pelo suele tener muy en cuenta es el prolijo aprovechamiento del desayuno que, por lo general, ofrecen los hoteles. Esta colación matutina es, según los médicos, la más importante del día y el turista procurará no perderla jamás, incluso cuando se haya acostado tarde: la idea es que se trata de comida gratis o, más precisamente, amortizada en la tarifa ya pagada. Los hoteles suelen servirlo hasta no más allá de las 10 de la mañana (aunque no se recomienda llegar sobre la hora, ya que el bar se encontrará severamente desprovisto). A pesar de que se trata de una práctica interdicta en todos los hoteles, hay huéspedes que se consideran con derecho a acopiar los víveres que conforman el petit déjeuner: algunos previsores suelen usar los conocidos Tupperware, pero la clase turista puede recurrir a bolsas de nylon o simples servilletas de papel para, con disimulo, hacerse de medialunas, tostadas, fiambres, quesos, frutas o yogures envasados; e introducirlos en carteras, mochilas o bolsos. Todas estas provisiones (verdaderas previsiones), servirán para aliviar o eximir los gastos del almuerzo. Esta práctica rapaz puede completarse con la puesta en guarda de algunos sobrecitos de azúcar o edulcorante y mermeladas en envase pequeño. También es recomendable, cuando se pueda, rellenar botellitas de agua en el dispenser del bar: es notable lo desmesurado que puede ser el precio de medio litro de agua envasada en una ciudad turística (aunque siempre se podrá recurrir a un supermercado para obtener un precio más acomodado).
En Firenze, Mario y Graciela tienen como idea fija conocer el David de Miguel Ángel, el niño mimado de los Medici. La mujer, que siempre es la que se encarga de identificar los sitios que vale la pena conocer de cada ciudad, sabe que en la ciudad hay más de un David. El primero que visitaron fue el de la Piazza della Signoria; luego, el de la Piazzale Michelangelo. Hasta ahí para Mario no había nada extraordinario en esas esculturas de mármol una y de bronce la otra, pero de inmediato Graciela le advirtió que la original estaba emplazada en un museo llamado Galleria dell'Accademia.
Ya en la boletería del ilustre museo, mientras el hombre se distrae leyendo un cartel infográfico, su mujer hace fila para adquirir los billetes y enseguida regresa feliz de haber conseguido sendos billetes ridotti, gracias a que exhibió los carnets de la obra social universitaria y a decir que ambos eran profesores de arte en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina.
Entraron y pasaron de largo las primeras salas: estaban ansiosos por ver la tan mentada escultura. Cuando Graciela la descubrió, casi le gritó a Mario "ahí" y aceleraron y pasaron medio empujando a turistas de diversas nacionalidades para acercarse al David. Al tenerla al frente quedaron extasiados por la mole de mármol. Sacaron fotos; se hicieron sacar una abrazados con el David de fondo.
Enseguida Mario se desinteresó de la escultura; en cambio, Graciela persistió sacando fotos desde todos los ángulos posibles. Él se apartó, se paró a un costado a esperarla y asistió a una escena notable para su sensibilidad masculina: ella parada frente al David, extasiada, y a la par una docena de mujeres con rasgos orientales armadas con cámaras enormes y sofisticadas, como si fueran un pelotón de fusilamiento disparando una captura tras otra; Graciela con su modesta cámara pocket no se sintió amedrentada. Desde su posición Mario, sin dejar de mirar la horda femenina, pensaba que el tipo tenía buen cuerpo, pero no pudo dejar de observar que su abdomen ya anunciaba cierta declinación; y que, más abajo, su modesta virilidad le volvía extraño tanto entusiasmo de las mujeres; será que son japonesas, pensó, y de inmediato borró esa idea al ver que su mujer no podía parar de disparar, una y otra vez, contra el bello David.
De la serie: Pubelicación [furor turístico]
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