Gas

Marta García

Foto: Richard Kern
Foto: Richard Kern

Desde este estratégico paraíso espacial puedo seguir las trayectorias de mis 146 lunas. Son mi única distracción entre las largas pausas que el reloj cuántico me concede antes de hacerme pis encima. Entre días de once horas y eclipses para tirar para arriba, advierto una perturbación en el sector terrestre que me asignaron desde que nací y al que llamaré en adelante "barrio": detecto que están barriendo con rabia las partículas de polvo galáctico que les arrojé a la hora de la siesta en un gran gesto de amor cósmico. Así les va a ir en la vida por tratar como basura semejante reliquia del cosmos. Perdónalos, multiverso, no saben lo que barren. Pobres seres finitos, ya van a extrañar por allá mi cara de no ser de allí.

Y de pronto, entre el polvo y un escobillón, aparece una anomalía. Es solo un pixel. Pero mi vista hubble detecta que es un pixel mujer. En ese barrio parece que solo las mujeres son capaces de barrer el pantano de sus casas hasta convertirlo en una galería de arte. Me acerco un poco más y el pixel mujer despierta mis sospechas. Me resulta familiar su cara de emboscada. No mira, acecha. Y distorsiona a su familia entre vegetales. No puedo acercarme demasiado porque un insostenible hedor a brócoli hirviendo aún con vida es interceptado por mis parabólicas de cucharones para sopa. Es una atmósfera tan hogareña que se vuelve perturbadora. El humo tóxico domiciliario viene por mí y se eleva hasta mi paraíso.

Ya no hay nada que pueda hacer, voy a morirme sin verlo envejecer al hijo de El Hombre del Rifle. Y cuando estoy por pasar a la inmortalidad, advierto que revuelve en una olla algo que mi base de datos apenas identifica como crema. Siento que revivo. Me acerco más y logro identificar de qué se trata. ¡Es crema pastelera libre de glifosato! ¿La que quiere matarme prepara un antídoto para su propio veneno? Amé esa ambigüedad moral de una asesina que no quiere serlo pero se muere de ganas. Me conmueve su dilema entre las cacerolas. Y al verla en la cocina, su altar de malas decisiones, rezumando humanidad corrupta, decido descender.

Despejo la ruta de la chatarra espacial que dejó 2001 odisea del espacio en su paso por el Cinerama y sin despegar los ojos del pixel mujer me acerco a la tierra. Hago una parada en la exosfera donde me espera Amanda, la lorita que no me acompaña hasta los planetas gaseosos porque allí no hay ramas para anidar y si se eleva arriba de la medianera atmosférica, queda al alcance de la visión térmica de la vecina que le tira aerolitos para que no le cague la ropa colgada en la soga.

No niego que me cuesta dejar mi confortable hogar gigante gaseoso pero ya tengo ganas de hacer pis, y si en el barrio han protestado por el polvo cósmico ni quiero pensar cómo reaccionarán con una lluvia de ácido úrico. Aunque la tierra le resulte demasiado densa a mi volátil modo de ser, me acerco lo suficiente como para escuchar los chismes barriales sobre mi conducta sin que me vean y apliquen la ley de derribo.

Desde mi punto de vista limitado en órbita baja diviso al pixel mujer modificando la casa hasta convertirla en un módulo cerrado herméticamente, equipado con sistemas resistentes a la presión de la atmósfera externa. Debe querer protegerme de la especie humana municipal que ha prohibido la cohabitación con seres que no toquen el suelo. Una decisión que le está ocasionando una rápida degeneración biológica. Ya no me mira a los ojos, lo que significa que está perdiendo la vista. Y también el habla porque ni siquiera dice mi nombre. Como el escobillón no recibe sus directivas, la galería vuelve a ser pantano y la vereda, un depósito de chatarra espacial vecinalista. Mientras yo me manifiesto despacio ella desaparece a toda velocidad.

Debo quedarme a cuidarla. Saturno puede esperar. La mujer que desaparece, no. Ya instalada, muestro todo mi esplendor saturniano. No puede advertirme. Me paseo desnuda por la casa con una profunda sensación de libertad. Bailo como se baila en una atmósfera de hidrógeno y le gesticulo de una forma que ella hubiera interpretado como una burla. A veces canto colgada de la lámpara de la sala y, en otras ocasiones, camino patas para arriba sobre la mesa del comedor. Como ya no puede cocinar sin quemarse, ha dejado de hervir brocolis y sus aleatorios y estamos aprendiendo a compartir una rutina de supervivencia básica sin hervores: sanguchitos de miga y papas fritas.

Por primera vez, me siento libre en un ámbito doméstico sin necesidad de transportarme a ningún planeta ni esconderme dentro del placard para no generar sustos dentro de la programación del sistema y producir un fallo en el centro vecinal. Mientras lamento la distancia que no pudimos sortear con el pixel mujer tan adherido a la tierra y a las hortalizas, un plan surge en mi mente: Si no puedo conectarla en su mundo, quizá pueda llevarla al mío. Una evacuación total hacia una atmósfera con menos espesura, donde podría respirar sin angustia. Saturno la recibiría con los anillos abiertos y sus 146 lunas prendidas por el sol cada once horas, y sobreviviríamos al olvido en un mundo gaseoso sin tiempo porque no habría humanos que lo inventasen.

Planifico el viaje para esta noche. Cerraré todas las escotillas, abriré las hornallas y el horno de la cocina para lograr con el gas la propulsión necesaria y accionando la llave magiclick del motor a explosión de la nave, partiremos sin previo aviso y su realidad y la mía se fusionarán en una nueva existencia en Saturno o hasta donde nos alcance el combustible sin pelearnos y enton…

-¡Bajá ya de ese árbol que lo vas a quebrar! ¡La leche se te enfría!

Como ya me estaba por hacer pis encima, le hice caso al eco irracional de la mujer pixel. Y con mi cara de no ser de aquí, bajé del paraíso y puse los pies definitivamente en la Tierra como si perteneciera a ella.


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