Honrar los sueños ajenos

En su novela "Si los narcisos florecen, es revolución", Analía Iglesias urde una historia que posee tintes autobiográficos, pero que le falta el respeto a su propio recorrido vital para posarse sobre esa sensación de no poder estar a la altura, de no saber si al final del trayecto la liberación nacional y social será el tributo a aquellos que padecieron el horror de los campos de exterminio.

Analía Iglesias (ph  Elise Ortiou Campion)
Analía Iglesias (ph Elise Ortiou Campion)

La ausencia de los hermanos mayores, sanguíneos o generacionales, signó el devenir de la camada de adolescentes que cursó la escuela secundaria durante la dictadura y que sintió como propia la recuperación democrática de la que este año se cumplen cuatro décadas. Los setenta habían sido "de hierro", como la puerta en la que vivía Perón durante su exilio en Madrid y como la cortina que separaba a la Europa Occidental y capitalista de los países que estaban bajo la órbita soviética y que en general se proclamaban como repúblicas socialistas. Los ochenta, que hoy son catalogados como "primavera", tampoco fueron un jardín de rosas.

La aniquilación que las juntas militares practicaron contra quienes consideraban sus enemigos no sólo arrasó con las formaciones guerrilleras, sino también con ese tejido social conformado por organizaciones sindicales, barriales y políticas que constituyen el primer peldaño en el compromiso participativo. Bajo el pretexto de cortar de raíz el "accionar subversivo" que anidaba en esos ámbitos, hicieron cesar de modo violento las instancias primarias que había para implicarse en la comunidad, como por ejemplo los centros de estudiantes, con el consecuente vacío de inquietudes solidarias que esto generó entre quienes en esos años se educaban en las aulas.

La Guerra de Malvinas fue un sacudón para las conciencias de los pibes y las pibas que, por el capricho de un tirano, veían cómo su país se involucraba en un conflicto bélico con una potencia de la OTAN. Y muchos de los que tuvieron el infortunio de estar haciendo el servicio militar en ese momento, fueron puestos en alerta o lisa y llanamente llevados a las trincheras. Hubo en esa circunstancia una brusca confrontación con la realidad, que una vez capituladas nuestras fuerzas derivó en que esos chicos y esas chicas iniciaran un veloz proceso de politización con vistas a una inminente salida institucional.

Los sobrevivientes setentistas comenzaron a cavar los cimientos para edificar otra vez la red ciudadana que los dictadores habían derrumbado, pero hizo falta que nuevos militantes le pusieran sangre, sudor y lágrimas a esa reconstrucción, en la que algunos asumieron incluso puestos de mando sin haber tenido ninguna experiencia previa en esas lides. Fue un camino sembrado de avances y retrocesos, que ocupó el resto de ese decenio en el que las grandes esperanzas sufrían un constante asedio por parte de la desilusión, al verificar que las esquirlas del autoritarismo seguían haciendo daño.

Fue en esa sucesión de ensayos y errores que se hizo sentir el vacío de los que habían muerto o desaparecido, de los que todavía estaban en la cárcel, de los que habían tomado la ruta del exilio. Siempre es mejor aprender de los que nos antecedieron, tanto de sus aciertos como de sus errores, para acuñar un nuevo signo de los tiempos en función de ese precedente. En este caso, eso no fue posible. Y la orfandad de ese vínculo fraterno abrió paso tanto al culto por los héroes de aquella resistencia armada como al odio por una concepción militarista que se había jugado el futuro al todo o nada.


En medio de esa transición apresurada, Analía Iglesias urde una historia que posee tintes autobiográficos, pero que le falta el respeto a su recorrido vital para posarse sobre esa sensación de no poder estar a la altura, de no saber si al final del trayecto la liberación nacional y social será el tributo a aquellos que padecieron el horror de los campos de exterminio. La novela "Si los narcisos florecen, es revolución", publicada en España y ahora presentada en Córdoba, abunda en amantes y en amores, en viajes y en viajantes, en partidas y partidos. Pero su motor inmóvil es el recuerdo del hermano desaparecido que, a pesar de todo, alienta el mandato de honrar los sueños ajenos en vez de acariciar los propios.




Raúl "Dirty" Ortiz

Licenciado en Comunicación Social por la UNC. Ha trabajado en medios gráficos (revistas Hortensia, Satiricón, Aquí Vivimos, La Central / diarios Córdoba, Página 12 Córdoba, La Voz del Interior, La Mañana de Córdoba, Alfil, Perfil), radiales (SRT, LV2, Rock And Pop Córdoba, Radio Nacional Córdoba, FM Cielo, FM Pulxo), televisivos (Canal 10) y digitales (Cadena3.com). Entre 2010 y 2015, condujo el programa "El discazo" por Radio Nacional Córdoba, 102.3 Nuestra Radio y Pulxo. Como humorista, participó del grupo Los Burdos, fue director de la revista "La Joda Cordobesa" (2014-2015) e integró el equipo creativo de la radio Pulxo. Ha sido jurado del premio internacional de relatos de humor "Alberto Cognigni". Entre 1988 y 1991 trabajó como docente universitario en la Escuela de Ciencias de la Información de la UNC y desde 2001 hasta 2014 fue profesor del Taller de Comunicación del Nivel Secundario del Colegio Alemán Córdoba.

Ha publicado los libros "Yo también fui un boludo" (Diálogo Beat, 2006), "El lado luna de lo oscuro" (MaraddónPress, 2008), "Por qué no nos invaden de una buena vez" (Chatmuyo, 2018) y "Relato de un salto en alto. Proceso a Ricutti y el rock de Córdoba en los '80" (Vademécum/ Rayosan, 2020).

Actualmente trabaja como redactor en el diario Alfil, donde es responsable del área de Cultura y escribe todos los días la columna de la contratapa. También se desempeña como productor y columnista del programa "Alfil TV", que se emite por Canal 10 de Córdoba.



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