La mujer que no podía recordar

10.07.2025

Luis Eliseo Altamira

En el 2019 yo enseñaba lengua en una escuela secundaria y trabajaba en la biblioteca Avellaneda, de Alta Gracia. Cierto día, hojeando una biografía de Tom Waits que acababan de devolver, encontré unos renglones subrayados con un comentario al costado, escrito a lápiz. "Estuve enfermo - decía Waits -. Viajando, viviendo en hoteles, comiendo mala comida, bebiendo mucho. Demasiado. Comencé a creer que había algo divertido y maravillosamente americano en ser un borracho".

El comentario agregaba: "Hay un estilo de vida que está antes de que nazcas y te meten en él". Formidable. La letra traslucía una alta femineidad. ¿Quién sería?

Tiempo después encontré en Verdad tropical, la autobiografía de Caetano Veloso, otro subrayado: "Mi primer recuerdo del control del gusto – decía Caetano - se remonta a mi temprana infancia, cuando mis hermanos se rieron de mí por admirar sin reservas a Vicente Celestino, sus melodías, su gran voz. En los años cuarenta - por lo menos dentro de mi familia -, los dramones cantados con voz impostada eran considerados ridículamente vulgares".

Al costado de la página, la misma letra proponía: "Defender - de los valores estéticos - la hermosura irreprochable de ciertos estados del sentir que se pueden alcanzar a través del canto". La mujer desconocida me relumbró en el cerebro, en el alma.

Busqué los nombres de los socios que habían llevado las biografías de Waits y Caetano. Había uno solo que se repetía, el de Irene Telles. Tenía que ser ella. Les pregunté a mis compañeros si la conocían; ninguno la identificaba. Me fijé en los otros títulos que había llevado: había varias biografías y autobiografías y algunos libros de historia y de poesía, en los que encontré más subrayados y anotaciones.

Busqué el nombre en el facebook, en la guía telefónica y fui hasta el domicilio que figuraba en la ficha: nada, absolutamente nada. Semanas después - el día de las elecciones para gobernador de Córdoba de ese año -, estando como vocal en una mesa donde votaban los apellidos con t, me acordé del nombre y lo busqué en el padrón. Estaba. La fecha de nacimiento indicaba que tenía cuarenta y nueve años. ¿Cómo sería?

Cerca de la media tarde se presentó. Era alta, delgada, morena. En sus ojos negrísimos refulgía una atención que nos devolvía... Cotejamos los datos de su dni, pasó al cuarto oscuro, emitió el voto y se fue. Yo me levanté con una excusa y la alcancé saliendo de la escuela.

- Disculpá que te interrumpa - le dije –. Me llamo Nicolás Tezanos y trabajo en la biblioteca Avellaneda.

Ella me miró intrigada.

- ¿Sí?

- De la que creo que sos socia… – agregué.

- Sí, hace tiempo que no voy, pero sí. ¿Por qué preguntás?

- Porque tal vez seas la autora de unos subrayados y comentarios que encontré en unos libros…

Irene se puso seria.

- No es ningún reproche – la atajé -. Al contrario; quería decirte que me parecieron muy buenos.

Y comencé a citarle algunos. Ella asentía con una simpatía y curiosidad cada vez más interesadas.

- ¿Y cómo te diste cuenta que eran míos? - quiso saber.

Le expliqué sucintamente y me excusé:

- Me gustaría invitarte un café, pero tengo que volver a la mesa…

- Entiendo. Anotá mi teléfono. Ya no vivo en Alta Gracia, pero vengo siempre para acá.

*

Días más tarde nos encontramos en un bar del centro. Después de hablar de sus subrayados y anotaciones, quise ahondar en su interés por las biografías.

- Durante un tiempo estuve muy interesada en la vida de los seres humanos, sí… ¿Querés saber por qué?

- Claro.

Irene comenzó contándome que era de Viedma, que era médica y que estaba casada con un fiscal federal de allá, fallecido en el 2017. Tras enviudar, había vendido su casa, renunciado al trabajo y mudado a la chacra de una amiga, en las afueras de la ciudad.

Estando allá supo de un grupo de mujeres que había alquilado un colectivo para ir a Unquillo, a conocer al pintor Carlos Alonso. Viajarían turnándose en la conducción del ómnibus. Irene consiguió sumarse al proyecto, pero el día de la partida una gastroenteritis la retuvo en la cama. Salió días después, en dirección a Alta Gracia.

- No me preguntes el por qué del cambio de rumbo – me dijo -. El caso es que apenas ingresamos a la ruta se produjo en mí… Cómo decirlo… Una intensificación de la percepción tal que… El mundo comenzó a mostrarse infinitamente más rico, más complejo, más desconcertante, al punto que, por momentos, me abrumaba.

Al día siguiente esa intensificación se manifestó también en mi manera de recordar. Nunca había recordado así, con tanto detalle… Estaba fascinada. Ahora bien, el extrañamiento que producía esta fascinación en las personas a las que les contaba lo que me estaba sucediendo (me miraban como pensando: ¿Y a ésta qué le pasa?), me hizo caer en cuenta que siempre debían haber percibido y recordado así.

¿Y por qué yo no? Terminé pensando que algo tenía que haberme pasado al salir de Viedma, algo que había inhibido la mayor parte de mis recuerdos (entre ellos, el de siempre haber percibido y recordado así).

Porque, ¿qué recordaba yo? Que era de Viedma, que había ido a una escuela allá, pero, ¿a cuál? Que era médica y había trabajado en una clínica pero, ¿dónde me había recibido? No sabía quiénes eran mis padres, si estaban vivos, si estaban muertos…

No podía desconocer estas cosas; ni tener tan pocos recuerdos (muchísimos menores en número y en intensidad que los que había acumulado a partir de mi aumento de la percepción). Pero a la vez tenía la sensación, más que la sensación, el convencimiento de que esos eran mis recuerdos de siempre, mis recuerdos de toda la vida.

Alguien me dijo que debía estar sufriendo un bloqueo. Me informé de las causas que podían llevar a una persona a olvidar (algo que como médica tenía que saber…) y tomé unas sesiones con una psiquiatra. Después probé con un hipnólogo y me hice socia de la biblioteca (quería leer autobiografías, cotejar las percepciones que habían tenido las personas en el pasado). Leí, como sabés, Confieso que he vivido, de Neruda; Mi último suspiro, de Buñuel; la Vida Secreta, de Dalí, que me deslumbró. ¿Cómo podía recordar con tantos detalles cosas que le habían pasado cuando tenía cinco años? Increíble…

Después leí un reportaje a Jim Morrison, en el que decía que había pensado en tomar pentotal para recordar unas cosas que había escrito en la adolescencia. Averigüé lo que era el pentotal (algo que como médica también tenía que saber, ¿no?) y llamé a la psiquiatra para preguntarle si podía inyectármelo y hacerme unas preguntas mientras dormía. La mujer me aconsejó regresar a Viedma. "Ese va a ser su mejor pentotal", me dijo.

*

Salí al día siguiente. Al llegar a Carmen de Patagones, me encontré con una ciudad mucho más grande que la que recordaba. El cruce a Viedma lo hicimos por un puente que, se comentaba cuando me fui, se construiría en el futuro...

Le pregunté a mi compañera de asiento si estábamos llegando a Viedma. "Sí", me respondió. "La capital de Río Negro…", deslicé. "Sí…". "Y lo que acabamos de pasar es Patagones, ¿no?". La chica me miró raro. "No me mires así", me defendí. "Que yo sepa, el río se cruzaba por un puente por dónde pasaba el tren…". "Se ve que hace tempo que no viene por acá", dijo la chica.

El colectivo finalizó el recorrido en una terminal de ómnibus y no en la plaza Alsina, como había sido siempre. Estaba en una Viedma desconocida, mucho más grande y desencantada (y fea, siento decirlo), pero que tenía que ser la misma que cuando me había ido, las cosas no podían haber cambiado tan rápido…

Pregunté cómo podía hacer para ir hasta la plaza Alsina (la que había sido mi casa quedaba en la esquina de Álvaro Barros y Buenos Aires, justo enfrente). Necesitaba reencontrar los lugares conocidos, confirmar que era verdad lo que recordaba.

Caminé por Zatti hasta Álvaro Barros y doblé a la derecha, en dirección a la costanera. Sentí alivio al distinguir la plaza; la efímera, irracional certeza de que todo estaría como antes. Porque en el lugar donde había estado mi casa, habían levantado un edificio de tres pisos, en el que funcionaba una heladería.

Desconcertada, seguí por Buenos Aires en dirección a Guido. El negocio de electrodomésticos de al lado de mi casa no estaba más; tampoco la casa de la amiga que me había hospedado en su chacra. Pensé entonces en ir a la clínica donde había trabajado y presentarme ante mis ex compañeros. Pero, ¿dónde quedaba? Consideré por primera vez la posibilidad de que no fuera real el recuerdo que tenía de mi pasado y me largué a llorar. Pero había cosas que sí estaban, me dije para alentarme, había cosas que sí estaban...

En la dirección de turismo me marcaron las clínicas de Viedma en un mapa (ninguno de los empleados conocía la Félix Balda). Después me fui a la terminal, a buscar el equipaje, y de ahí a un hotel. Antes de acostarme, busqué en una guía telefónica los nombres de mi amiga, del director de la clínica y de un enfermero (los tres nombres que recordaba), y nada. Tampoco figuraba el mío, ni el de nadie con mi apellido.

Al otro día salí a buscar las clínicas. Ninguna se parecía al recuerdo que tenía de la Balda. Pregunté en todas por el director, por el enfermero y por mí: nadie parecía conocer remotamente los nombres. Después fui hasta la San Martín, quería comprobar si existía el cine que estaba a media cuadra de la plaza: nada. Al pasar por la casa de gobierno tuve la extraña sensación de que alguien me había llevado hasta allí para presentarme a un tal Mario Franco...

Después fui al registro civil, a pedir copias de mi partida de nacimiento y de la de defunción de mi marido. Ninguno de los dos figurábamos en los registros. Los ojos se me llenaron de lágrimas. ¿Alfredo no había existido? ¿Yo tampoco? ¿Cómo era que cobraba la pensión, entonces? Decidí no ahondar en el asunto.

Al regresar al hotel agarré de nuevo la guía. Anoté las direcciones de los abonados cuyos nombres me resultaban familiares y salí a encontrarlos. Primero fui a la casa de una tal Matilde Vedoya. La mujer tenía un rostro parecido al de alguien que no podía precisar, solo que más envejecido.

- ¿La señora Matilde Vedoya? – pregunté.

- Sí, dígame - me respondió con una sonrisa.

- Soy Irene Telles, ¿me recuerda?

La señora me miró extrañada.

- No, la verdad que no… – dijo.

- La médica, la viuda del fiscal Arrieta…

- Discúlpeme, no sé quién es ese señor…

Me disculpé a su vez y me fui. Lo mismo me pasó en la casa de Jorge Malis y en la de un tal Sergio Pappático: sus rostros eran parecidos al de personas que no podía precisar, solo que más envejecidos, y ninguno sabía quién era yo o Alfredo.

¿Estaba en un lugar en el que había vivido? De ser así, alguien (aunque más no fuera, uno) tendría que haberme reconocido... Y si no había vivido ahí, ¿cómo se explicaba todo lo que de Viedma coincidía con mis recuerdos?

Ingresé en un cavilar que me condujo a los límites del desequilibrio, por lo que decidí huir de allí. Días después, ya de vuelta en Alta Gracia, fui a la librería de Jorge Charra, a comprarme un libro. En el momento de pagar, la empleada, viendo mi nombre en la tarjeta de débito, dijo que me llamaba igual que el personaje de un cuento de un escritor rionegrino.

*

Irene sacó de su bolso el libro donde estaba el cuento y me lo pasó.

- Se llama Encuentro con el amor.

Me puse a leerlo. La historia transcurría en Viedma; ella era médica y Alfredo, fiscal en los tribunales federales. Estaban separados y al enfermarse Alfredo (de ELA) y agravársele la enfermedad, ella volvía con él y conocía el amor y todo lo demás hasta que se iba de Viedma.

En las solapas decía que el escritor, Eliseo Frías, era un viedmense largamente radicado en San Luis. Mientras buscaba la fecha de impresión, le dije con indisimulada desconfianza:

- El cuento dice lo mismo que me contaste... ¿Te ocurrió?

- Tal como está ahí, palabra por palabra…

- Entonces vos lo conocías…

- ¿A quién?

- Al escritor.

- No, no lo conocía. Pero hablé con él después de leer el cuento.

- Alguien le tiene que haber contado, entonces… Alguien muy allegado a vos. Tu amiga que te prestó la chacra…

- "Todo lo que está escrito ahí, lo inventé yo", me aseguró el tipo. "Yo, con mis recuerdos". Me dijo luego que había vivido en Viedma hasta los cuatro años, que había vuelto a veranear en algunas oportunidades y que la última vez que había estado había sido en 1980. Para rematar con sorna: "Ahora cuénteme cómo le fue a usted por Alta Gracia…".

Yo me reí. Irene prosiguió.

- Empecé contándole el cambio que se produjo en mi modo de percibir y recordar cuando salí de Viedma, la posterior comprobación de que los demás siempre habían percibido y recordado así… El tipo me escuchaba con una mezcla de interés e incredulidad…hasta que empecé a hablar de mi vuelta a Viedma; más precisamente, cuando le dije que no había encontrado la casa de Álvaro Barros.

Porque la casa de Alvaro Barros - que era la casa en que él había nacido, e imaginado para que vivieran sus personajes de Irene y Alfredo - no aparecía mencionada en el cuento

"¿Y qué más?", me preguntó a continuación, ya con verdadero interés. Yo seguí contándole y él aclarándome: el negocio de electrodomésticos que no estaba más había sido de un señor de apellido Lapi; la casa de la amiga que me había prestado la chacra y la clínica Felix Balda no podían existir, ya que él las había inventado para el cuento; la extraña sensación de que alguien me había llevado a la gobernación se debía a que un tío suyo le había presentado allí al gobernador Mario Franco.

Y lo que me dio vuelta la cabeza: que Matilde Vedoya, Jorge Malis y Sergio Pappático fueran respectivamente su tía y dos amigos de sus primos, a los que yo habría encontrado envejecidos porque, dedujo él, hacía treinta y ocho años que no los veía.

Todo cerraba para que él fuera mi autor y yo su personaje; lo que es imposible, lo sé. Pero a esa altura el interés que teníamos por conocernos era feroz. Un ratito después de finalizada la charla, el tipo me llamó para decirme que había hablado con su tía y con los amigos de sus primos para preguntarles si una tal Irene Telles había ido por sus casas, y los tres le habían contestado que sí. Ahora quería que fuera con él a Viedma y presentarme como el personaje de su cuento ante su tía, sus primos, los amigos de sus primos, la gente en general. Armar una revolución, en definitiva.

Habíamos acordado que vendría a Alta Gracia para conocernos (su propuesta de continuar hacia Viedma era algo que no me terminaba de cerrar, porque significaba poner en riesgo la posibilidad de seguir cobrando la pensión), cuando se informó de su muerte en un accidente doméstico, en su casa de San Luis.

*

- Eso es todo lo que tengo para decirte – concluyó Irene.




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