La mujer que se pintaba con dinamita

10.04.2024

Marta García

Ilustración: Marité Maldonado. Artista plástica residente en San Carlos Minas, Provincia de Córdoba. Instagram: @marite_mald
Ilustración: Marité Maldonado. Artista plástica residente en San Carlos Minas, Provincia de Córdoba. Instagram: @marite_mald


Vivía en un lugar donde todo se hacía de a dos. Tomar un café. Tender la ropa. Gestar descendencia. Ir al cine. Mirar la luna. "Porque cuatro ojos ven siempre mejor que dos", decían para darle un toque telescópico a sus costumbres binarias.

Su vida estaba construida por ella sola. Nadie entendía cómo lograba sostener con un pie la puerta del patio, llevar un balde lleno de ropa en una mano y secarse la transpiración de la frente con la otra. Era una mujer de acción simultánea. Pero lo que levantó una oleada de preguntas sin respuesta fue que ¡iba al cine sola! ¿Quién puede comer en la oscuridad maní con chocolate sin compañía? ¡Quién!

La llamaban Leticia porque ella les había dicho que se llamaba así y que Alain Delon le cantaba "Laetitia" en francés a ella sola en el Cine Mayo y el motivo por el que no actuaba en "Los aventureros" era porque no aceptó morirse ni ganar menos que Lino Ventura, así que llamaron a otra actriz que sí acepto y no se hizo rica ni famosa. Igual que Leticia pero al menos ella no tuvo que levantarse de madrugada para filmar por un cachet miserable. Le creían todos sus inventos cinematográficos pero no le daban el más mínimo crédito cuando contaba que se había ido en carpa a Mina Clavero. "Jajaja… qué mentirosita esta Leticia, mirá si va a armar la carpa sola", decían.

Decidió, como quien no quiere la cosa pero quiere que sí se den cuenta, abandonar las conversaciones con las personas que hacían todo de a dos. Y entendió que a ese barrio lleno de personajes de la comedia sin arte le estaba haciendo falta una colombina y maquillándose con dinamita de fantasía, retiró sus embajadas del mundo binario.

Comenzó a abrazarse bien fuerte cuando estaba triste, a bailar mirando su sombra contra el piso para comprobar si le seguía el ritmo, a hablarle al espejo y salir corriendo antes de que le respondiese, a comer con buen humor un poco de helado por la tarde y guardarse algo para su mal carácter por la noche. Como no tenía necesidad de hacer cosas a escondidas de sí misma, sus secretos la acompañaban alegremente sin dejarla un minuto sola.

En ese barrio habitado por personas que todo lo hacían de a dos, no había lugar para tener secretos. Así que los fueron dejando a la intemperie. Leticia los vio y les dio refugio. Los secretos de todo el barrio encontraron en su casa un hogar. Y se fueron pasando el dato de que una mujer pintada como una bomba era diferente al resto y los hospedaba. Entraban por todos lados. Abría la puerta y ya estaba uno esperándola. Se colaban por el resumidero con las cucarachas y algunos salían de los hormigueros donde se escondían para no despertarla de la siesta. Dejó de usar venenos y si bien se llenó de cucarachas y de hormigas, no hubo que lamentar la muerte de ningún secreto. Muchas veces los rescató del agua de los perros como maripositas de la luz. "Es horrible verlos ahogarse", pensaba mientras con ramas de aromito los sacaba del agua.

Cada noche, después de limpiar la cocina, se servía un vino tibio y sentada sobre la alfombra cerca de la chimenea, esperaba que algún secreto con ganas de hablar o de calentarse, apareciera. Había de todo tipo. Malos, buenos, fantasiosos, trágicos, iracundos, tontos, infantiles y hasta asesinos y asquerosos.

A medida que los secretos recibían la escucha amorosa de la mujer que hacía todo sola, se animaron a compartir sus historias ante otros secretos. Y noche tras noche, se fue formando un animadísimo club de secretos con ganas de decir su verdad. Leticia, en silencio, escuchaba a cada uno aún cuando hablaban a la vez, quizás por el efecto del vino que ella compartía con gran generosidad. A los secretos se les suelta la lengua con el alcohol.

Una noche llegaron antes que ella. No hay nada más ansioso que un secreto que perdió la vergüenza. La esperaron hasta el amanecer pero la mujer que hacía todo sola no apareció.

Un diagnóstico letal adelantó que no saldría viva de ese hospital. Leticia, que ya no podía hacer nada sola, le rogó a su sobrino lo siguiente:

-Por favor, no vendas esa casa. Está llena de secretos. Y no me saqués el maquillaje porque si llegan a visitarme no me van a reconocer.

Ni enfermeras. Ni médicos. Ni sobrino estuvieron en ese momento. Leticia volvió a ser por unos segundos la mujer que hacía todo sola. Hasta morirse.

El sobrino vendió la casa y le sacó el maquillaje, sin medir las consecuencias que eso tendría para los secretos. Al ver que seres extraños se tomaban todo el vino tibio como si fuera de ellos, entendieron que una tragedia había sucedido. Y que ese ya no era su hogar. Solo una casa.

Desamparados, esperaron a la mujer que hacía todo sola, pero sin suerte. Leticia, la colombina pintada como una bomba atómica había estallado para siempre.

Asumieron que ya nadie los quería con vida. Y decidieron morirse. Un secreto muerto no es más que un chisme en situación de calle. Ya sin secretos y sin Leticia, el barrio se llenó de puras habladurías. Y como la vida siguió tan binaria como siempre ni se dieron cuenta que cuatro ojos no siempre ven mejor que dos.




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