La sustitución del héroe

10.12.2023

Según su propio cálculo, Celestino Murúa tendría noventa y tres años en 1903, cuando el Profesor y yo conseguimos dar con su rancho en San Vicente, tras una averiguación en el Mercado. El Profesor era más baqueano que yo en el pueblo y supo desentrañar las indicaciones que nos dio el Güesito, un sobrino nieto de Murúa.


El caballo del Gral. José M. Paz boleado por una partida. Sobre dibujo de Francisco Fortuny.
El caballo del Gral. José M. Paz boleado por una partida. Sobre dibujo de Francisco Fortuny.


Lo encontramos tirado en un camastro, en un ambiente oscuro y poco ventilado, y al comienzo se mostró reacio a hablar. Pero nuestra paciencia y unos traguitos de caña que habíamos llevado terminaron por aflojarle la lengua. De joven había sido miliciano de la tropa del coronel Barcal y, para el tiempo de las campañas del general Paz contra Quiroga, López y Reinafé, el hombre había actuado a las órdenes del comandante Bartolito Benavídez, de la Punilla. Logramos que nos contase algunos episodios de su vida de soldado y, movido ya por las imágenes del recuerdo que alentaba el efecto de la caña, por fin dio en rememorar la antigua tarde de 1831, la del diez de mayo. Se había desatado un tiroteo entre guerrilleros federales y unitarios, y él y sus compañeros, que se hallaban en la punta del ala izquierda de la partida federal, vieron de pronto venir a un jinete. "Era un teniente, oficial del general Paz, que nos había confundido con la partida unitaria. En un momento, miré de pronto hacia donde se cortaba un bosquecito y alcancé a divisar la cabeza de un malacara nervioso. Mientras unos compañeros míos rodeaban al desconcertado oficial, los sables en alto, un camarada que había sabido servir a las órdenes del jefe unitario empezó a decir, en voz baja primero, y cada vez más fuerte, el nombre del General Paz. Se refería al jinete del caballo que yo había alcanzado a ver. Silbaron unas balas, una agitación nos recorrió, volví a mirar y lo vi dar un respingo en su montura, pero comenzó a venir hacia nosotros, con el malacara medio de costado. De repente asomó detrás de él un viejo baqueano, que a los gritos lo instó a devolverse. La voz del viejo fue tapada por la del Chuño, mi camarada nativo de Santa Rosa, que le gritaba: «¡Párese, general!» Y a nosotros: «¡Ese es el general Paz!» En un instante, Paz entendió su error por las advertencias del baqueano, e inició la retirada al trote, y yo, antes de pensarlo, me largué tras de él junto a otros, emprendiendo la persecución. Calculo que, en ese momento, el ordenanza del general ha de haber aprovechado la confusión para hacerse humo. Eché mano a mis boleadoras y las entré a revolear por sobre la cabeza. Se me cruzó Romerito, muy rápido, haciendo la punta, y yo le grité «¡Agáchese, que lo tengo a tiro!». Celestino, incorporándose como si el cuerpo no constituyese ningún peso para él, contó con ademanes francamente entusiastas, que reforzaban la descripción, el momento culminante de su vida: cómo había soltado las bolas con el brazo en alto y cómo éstas silbaron sobre la cabeza gacha de José Romero, y fueron directo a maniar las patas traseras del caballo del general.

"Boleado, el pingo se fue de costeleta con un estrépito, y Paz voló por encima y cayó secamente a tierra. Quedó un polvaderal", dijo Celestino. "Cuando llegamos junto a él, el corazón me sacudía el pecho: me sentía grande, invencible".

Luego se sosegó un poco y contó que entre los milicianos que llegaron tras él se contaba un tal Pancho Zeballos, santafecino, de la partida de Estanislao López. El detalle venía a cuento, como enseguida se verá. Luego de que rodearon al prisionero, dijo Celestino que él lo miró a Paz a los ojos, fijamente. El general no sabría que era él quien lo había boleado, pero le sostuvo la mirada con una fiereza también dirigida a todos los que tenía alrededor. "No seríamos nada bonitos para el manco" comentó, con una risa que le salió como una tos. Dio luego algunos detalles sobre el traslado del ilustre prisionero hasta donde se encontraba la división de Pancho Reinafé, y dicho relato distaba de ser edificante. Los vencedores mortificaron a Paz con palabras y con actos, algunos lo empujaron para apurarlo y llegaron a despojarlo de algunas pertenencias. Eran las reglas de esa guerra civil, mal tejidas con las de la ignorancia, pero de todos modos la rememoración sirvió también como testimonio de la conducta del héroe de La Tablada, que se mantuvo en todo momento altivo y digno, dentro de su comprensible amargura.

Refirió Celestino cómo después, de a poco, le fueron llegando noticias de que ese tal Pancho Zeballos alardeaba de haber sido él el autor del tiro de bolas. "Seguramente contaría bolazos en pulperías y postas, cuando no estaban presentes otros testigos de aquel momento. Tanto y tanto se cansó de repetirlo, que al final acabó creyéndoselo él mismo, y a la final se quedó con el mérito. Hasta recibió un ascenso y unos patacones como premio, que le entregó el propio gobernador Rosas".

El esfuerzo por revivir aquellos tiempos idos, especialmente la injusticia que, de boca en boca, se hizo borra en la memoria, había producido que un cansancio plomizo se posara sobre Celestino Murúa, quien se quedó en silencio, respirando con dificultad. Era como si se hubiese borrado, de pronto, en la penumbra. Ni el Profesor ni yo dijimos nada. Ambos sentíamos como si se apagasen los ecos de aquella pequeña gran epopeya del pasado. Yo meditaba acerca de lo poco que queda de la historia: apenas una vieja voz cascada que mañana ya no estaría, a veces algún pedazo de papel manuscrito, o una memoria fatigada de volver una y otra vez a los mismos sitios. La ocasión hace al héroe y, en este caso, la leyenda creció como maleza hasta asfixiar la modesta solidez de los hechos.



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