La Virgencita de Zumarán

10.08.2025

Especial para Tierra Media


Marcelo Casarin


Era la media mañana cuando llegaron: Toti conducía, Rivadero iba de acompañante y en el asiento de atrás estaba la tía Coca, que la llevaba recostada en la falda, con sus piernas de almohada, envuelta completamente en un lienzo blanco como una mortaja. Estacionaron el R 12 a varias cuadras, cerca de la esquina de Magallanes y Firpo: un poco por seguridad, otro porque ya se veía que era mucha la gente yendo, supuestamente hacia la parroquia.

En el templo, el cura estaba nervioso como si fuera su primera misa: no cabía un alfiler en el recinto y una multitud estaba en la puerta y en las inmediaciones. El sacerdote no sabía qué hacer, le había entrado la preocupación de que no ocurriera lo que todos esperaban: que se diera la ansiada devolución de la bendita. Así como un día la secuestraron, ¿por qué la devolverían? Se maldecía y pedía perdón a Dios por no haber tomado los recaudos necesarios. Tenía de un lado al secretario del arzobispo y del otro al monaguillo, a quien ya había enviado varias veces a ver si venían; pero el muchachito volvió cada vez con cara de no tener novedades. Y el cura se deshacía en disculpas con su superior, quien no daba muestras externas de impaciencia, aunque ya habían pasado más de diez minutos de la hora establecida.

Mientras tanto, cerca de allí las dos mujeres, Toti y su tía Coca, con la ayuda de Rivadero bajaron la bendecida del auto e intentaron cargarla entre las dos, como haciéndole sillita de oro, pero a los pocos pasos Coca se quejó, no el peso, sino de lo incomodo que le resultaba llevarla así. Rivadero iba un paso adelante de ellas y se detuvo y les dijo a ver que la llevo yo; y la tomó por la cintura con sus manos enormes, pero advirtió que, con ese peso, con esa masa de yeso macizo, no podía caminar. Entonces la agarró como se lleva a una criatura, la tomó de las piernas, le apoyó la cabecita en su hombro y retomó la marcha. Iba con paso firme y lo franqueaban Toti y Coca como guardianas sin armas. Cada dos por tres, la tía les decía que caminen despacio, no corran, que así la gente se daría cuenta y quien sabe cómo reaccionarían.

Eugenio Chilavert había nacido con el siglo XX y ya pasaba la mitad de su vida, aunque no lo sabía. ¿Quién puede saber cuánto vivirá? Solo un condenado o un agonizante. Una madrugada de los primeros meses de 1940 Eugenio se despertó sobresaltado y salió de la cama como si hubiese tenido una pesadilla. Lejos de ello, lo envolvió un sueño inquietante, extraño, pero no angustiante. Soñó que se le presentaba Santa Ana, la madre de la Virgen María, y muy afectuosamente, no como una amonestación, apenas como una suave queja resignada, le recordó su falta de fe. Soy la madre de la Inmaculada, le dijo, qué otra prueba de la existencia de Dios querés, de que hay un Dios bueno, bello y generoso, y que mi nieto Jesús es su representante en la tierra.

Durante el tiempo que se extendió el sueño, Eugenio pensaba, o soñó que pensaba, que su persistente descreimiento en las instituciones religiosas no lo engañaban: la existencia de Dios no lo desvelaba, pero admitía que la vida misma podía considerarse un milagro. Creía también que las iglesias eran, ni más ni menos, negocios que favorecían el lucro, la plusvalía de unos pocos, los poderosos; y la sumisión y el sometimiento de los creyentes, no en vano llamados fieles. No obstante, sin que la Virgen se lo pidiera, Eugenio le prometió que haría honor de esa visita y, como muestra de agradecimiento por la buena vida que había llevado hasta ahí (que se había ganado, creía), dejaría testimonio de su gratitud con acciones concretas.

Hombre práctico, pero también supersticioso y cabulero, terminó de despertarse, se sirvió como cada mañana una taza de mate cocido y tomó la decisión de consultar a Manuel, su cura amigo, cómplice de aventuras, pecados veniales y de otra índole. Cuando se encontró con el sacerdote le contó de la aparición de la abuela de Cristo; de la madre de María, lo corrigió el cura; como sea, dijo Eugenio; aunque nada me pidió, pensé en construir una gruta en mi barrio; tengo un terreno disponible entre los que doné para la plaza y la escuela, en el corazón mismo del barrio. No Eugenio, te desaconsejo Santa Ana, no es popular; te recomiendo la Virgen del Valle, que además es morena como la mayoría de los negritos que viven en el sitio que fundaste. Pero mi asunto fue con Santa Ana, se quejó Eugenio; no hay problema, replicó el cura que era tan rápido como su amigo: si querés hacer completa y más efectiva la ofrenda, agradecer por todo lo que has recibido y, de paso, purgar algunos de los pecadillos que te conozco, armá una gruta para la Virgen del Valle y doná un terreno para la parroquia del barrio; y yo me comprometo a hacer lo necesario para convencer al Obispo de que lleve el nombre de Santa Ana.

Quienes conocieron a Eugenio, los pocos sobrevivientes, cuentan que era un hombre inquieto, valiente y decidido. Hombre de negocios, industrioso y arriesgado, cultivó varias actividades, pero se destacó como industrial, constructor y desarrollista inmobiliario. En Villa Nueva, pequeña localidad subsidiaria de Villa María, separadas apenas por el río Xanaes, fundó una pujante industria metalúrgica dedicada a la fabricación de maquinaria agrícola: sus tractores, sembradoras y cosechadoras fueron reconocidas por los productores de la Pampa húmeda en las primeras décadas del siglo XX; inventó y patentó un ingenioso lanzallamas que dio solución al problema de las mangas de langosta que asolaban los sembradíos por esos años. La bonanza sostenida de su actividad industrial, los cuantiosos excedentes que por lustros arrojaron los balances de su empresa, le permitieron, junto a otras propiedades, adquirir varias hectáreas en la zona noroeste de la ciudad de Córdoba, entre la arteria que se conoce como bulevar Los Granaderos y las vías del ferrocarril. Fueron un poco menos de 70 hectáreas de tierras baldías o precariamente ocupadas, sin servicios de ningún tipo. Eugenio urbanizó esas tierras: trazó las calles, subdividió los lotes, los dotó de agua y luz, y fundó el barrio que nombró Ana María Zumarán, en homenaje a la esposa de quien fuera por dos veces gobernador de Córdoba y su amigo personal: Ramón J. Carcano. Ana murió muy joven, en 1910.

Eugenio y Ramón fueron muy cercanos, a pesar de ser de generaciones diferentes. Se respetaban y se tenían afecto recíproco. De esa amistad, dicen algunos, salió la idea de Chilavert de homenajear a la fallecida poniéndole el nombre a "su" barrio. Otra versión, un poco maliciosa, indica que la finada no se llamaba Ana María, sino Ana Juliana Sáenz de Zumarán Álvarez. Sin embargo, del matrimonio Cárcano-Zumarán nacieron dos hijas, Ana y María Juliana, con cada una de las cuales Eugenio tuvo asuntos. Entonces el nombre del barrio podría ser un homenaje a las tres mujeres: la esposa de Cárcano y sus hijas.

En el mes de abril de 1942, Eugenio cumplió con su sueño/promesa e inauguró, con la bendición del Padre Manuel, la gruta de la Virgen del Valle en barrio Zumarán. En esa mañana de otoño en que se reunieron apenas algo más de una veintena de vecinos, ni el propio Eugenio, con lo visionario que era, imaginó en lo que se convertiría ese predio despojado y sobrio en el que había hecho construir una pequeña gruta para darle lugar a la virgencita, que había encargado a un escultor de Villa Dolores: compuesta en yeso, tez morena y mirada lejana, tenía una corona de terciopelo rojo, con cerco y florones que remataban en un crucifijo, todos bañados en oro. Vestía una túnica blanca y un manto celeste bordados con hilos dorados; los pies se perdían es una especie de pedestal con un escudo argentino; la base era de madera de quebracho blanco, como para aguantar los rigores de la intemperie.

El predio era de unos 800 metros cuadrados, con forma de trapecio. Dispuesta en uno de los lados menores, en el ángulo suroeste del lote, estaba la gruta propiamente dicha, el hogar de la Virgen, un habitáculo de piedra natural de varias toneladas traída de las Sierras Grandes: con forma de alero abovedado, iluminada por con una luz cenital, montada sobre un discreto pedestal estaba la Virgen. Enseguida, Eugenio hizo construir una especie de vitrina, una estructura de madera trapezoidal con vidrios repartidos, con una suerte de puerta en la cara frontal, asegurada por un candado. Un sendero de piedra y cemento atravesaba en diagonal el predio desde la entrada hasta la gruta. A ambos lados del sendero, separados por pocos metros, había bancos de mampostería, para que los visitantes pudieran sentarse, meditar, o lo que fuere; coronando el sendero habían plantado cipreses jóvenes que también rodeaban a la gruta.

Así de sencillo era el predio que planeó Eugenio. Pero con el correr de los años, en sintonía con el aumento de la popularidad de la virgencita, su dueño fue introduciendo mejoras: plantó frutales (mandarinos, limoneros y naranjos); varios olivos que le dieron a la gruta un marco más religioso todavía; una fila de bananeros que desentonaban un poco y había que tener a raya para que no se multiplicaran demasiado.

A los pocos meses de la inauguración de la gruta, Eugenio donó el terreno en que se fundó la parroquia, que finalmente llevó el nombre de Santa Ana y San Joaquín, porque desde el siglo XVIII ya había en Córdoba una parroquia Santa Ana, en el barrio del mismo nombre.

A las tres cuadras que los separaban del edificio religioso ya se amontonaban puestos de venta diversos: gaseosas, pururú, praliné, bisutería, copos de azúcar, panchos, estampitas, medallas y velas; en algunos rincones ardían carbones que anticipaban suculentos choripanes. Los vendedores voceaban sus productos, el clima era festivo y la gente se mostraba alegre. Y nada hacía pensar que, entre tantas personas, entre tantos niños correteando, alguien pudiera descubrirles antes de llegar a la parroquia: pero los vendedores ambulantes tienen una capacidad especial para ver lo que no pueden ver quienes no están preparados para eso; como los baqueanos, los rastreadores de la llanura, la montaña, la selva y los ríos, quienes trabajan y viven en las calles de las ciudades, son capaces de ver detalles imperceptibles: reconocer un rostro entre miles, descubrir un detalle en el fárrago del tráfico y entre las multitudes. Fue una vendedora de estampitas la que, cuando pasaron frente a su puesto, gritó: ahí llevan a la bendita. Ni Rivadero, ni Toti ni Coca, que escucharon al pasar, se dieron por aludidos; al contrario, aceleraron un poco la marcha, con la convicción de que nada ni nadie les impediría llegar a la parroquia.

Enseguida unos niños se les pegaron atrás y comenzaron a seguirlos, y a gritar que ahí iba la virgencita. La delación duró poco porque la tía Coca se retrasó unos pasos y con un salgan de acá chiquitos de mierda y algún leve zamarreo disuadió a los perseguidores. Pero la alarma ya había sonado y un grupo de mujeres que charlaba en la vereda se dio cuenta que algo pasaba y una de ellas le preguntó a Rivadero: qué lleva ahí. Bastó que le contestara, qué te importa, para que las vecinas se pongan a seguirlos de cerca. Y de a poco se fueron sumando personas que advirtieron que lo que llevaban era la bendita, un poco porque ya el rumor perseguía a los recién llegados y otro porque con la marcha se había deslizado el lienzo que la cubría y asomaba la coronita roja y el crucifijo por sobre el hombro de Rivadero; algunas personas se persignaban, agradecían y hasta derramaban una lágrima como si estuvieran asistiendo a la aparición de la Virgen misma; otras, con caras de pocos amigos, más que acompañar al trío, parecían asediarlos murmurando quien sabe qué cosas.

Aunque Eugenio no concibió a la gruta como una actividad lucrativa, en definitiva, se dejó llevar por su instinto y pronto encontró compensaciones que no desvirtuaban la finalidad de su ofrenda y, al mismo tiempo, tranquilizaban su corazón de hombre de negocios: como los lotes colindantes de la gruta eran de su propiedad podía ampliarla cuanto quisiera, pero no era cuestión de hacerlo a tontas y a locas. Lo primero que hizo, todavía pensando en que se trataba de brindar un servicio, fue instalar un kiosco para la venta de accesorios religiosos. Estaba dentro del predio y era el "oficial" ya que vendía estampitas, medallas, dijes y otros souvenires, que regularmente eran bendecidos por el cura Manuel y tenían mayor valor que las copias e imitaciones que se vendían en la calle o en la plaza (aunque se decía que varios de los puestos externos también eran propiedad de Eugenio.

La eclosión de actividades en la gruta se producía en el lapso que duraban los actos propios de la celebración de la Virgen. El 8 de diciembre se conmemoraba el día en el que María había sido concebida sin pecado por Ana, con la amorosa y célibe compañía de Joaquín. En los nueve días previos ocurría lo que se conoce como Novena: la Virgen era retirada de la gruta (en su lugar quedaba una escultura sustituta, más modesta, más pequeña) y se llevaba a la parroquia, donde era objeto de toda suerte de ofrendas y ceremonias de acuerdo con la liturgia de la religión Católica Apostólica Romana. Allí permanecía hasta el día 8 de diciembre, cuando los fieles salían con la Virgen en procesión y luego de un itinerario prefijado, acompañada por una multitud, restituían la bendita a su lugar en la gruta.

Eugenio pensó alguna vez que era necesario instalar un bar o, al menos, un despacho de bebidas. Pronto desechó esa idea porque significaba la contratación de más personal que atendiera la creciente demanda. Lo que tenía estudiado hacía tiempo, es que los productos de mayor salida, de más rotación, eran las velas; y que además se utilizaban para promesar o agradecer, que había un lugar específico junto a la Virgen para que lo fieles las encendieran… Cierta vez que el proveedor de velas quiso aumentar los precios de manera desmesurada, Eugenio dejó de comprarle unas semanas y prefirió adquirirlas por ahí y vender al costo. Mientras tanto, en pocos días, en uno de los terrenos colindantes armó, bajo un simple techo de chapa, una fábrica de velas. En su metalúrgica de Villa Nueva, con un dibujo a mano alzada de unos moldes que copió de un viejo manual que encontró por ahí, ordenó a sus herreros que se pongan en la tarea y a los pocos días llegó con los moldes que permitían hacer 300 velas de una tirada. Para fundir la parafina hizo hacer una suerte de olla o paella con un disco de arado al que le soldó un cilindro de chapa gruesa, que le permitía derretir hasta 100 litros por cocción. Un mecanismo vertedor y un quemador alimentado por gas envasado, completaban el dispositivo. El gran negocio, ya lo había previsto Eugenio, era la recuperación de la parafina de las velas quemadas en la gruta, por lo que también, enseguida, armó un "velario", tal como le llamó, especie de recipiente en el que los fieles ponían sus velas, se consumían y toda la parafina quedaba contenida. Al final de cada día, o día de por medio según las épocas, recogían la parafina y la acopiaban en la "fábrica" para volver a fundirla y hacer nuevas velas. Al principio, bastaba con que un día de la semana se dedicara a la fabricación; en los años del apogeo de la gruta, la fábrica llegó a trabajar todos los días, de sol a sol, a veces con tres personas por turnos. En épocas de la Novena, los cuadernos de Eugenio daban cuenta de una venta de 10000 velas en esos 10 días. Eran esos los tiempos en los que la piecita de las promesas se llenaba de ofrendas.

A medida que se acercaban a la parroquia, la marcha se hacía más lenta y dificultosa por la cantidad de gente agolpada en el lugar. Y por causa de las fricciones de las personas que se acercaban o que no dejaban pasar, la parte superior de la inmaculada estaba ya descubierta por completo y se veía, no solo la coronita, sino su inconfundible rostro moreno y el manto celestino festoneado en oro.

Cuando estaban a menos de 50 metros de la entrada, ya la cosa parecía, recordaba, las procesiones multitudinarias que durante 60 años se hicieron, con religiosa regularidad, todos los 8 de diciembre. No se oían los rezos de esos días, pero por un instante los gritos sincopados y disonantes que venían de los puestos de vendedores semejaban cantos gregorianos que se alteraban con gritos destemplados que sonaban desde atrás: "choros", "ladrones", "devuelvan nuestra Virgen". Por momentos, la marcha se hacía imposible, pero Rivadero hacía su trabajo: con ligeros empujones, con los pies propios o los de la bendita, al grito de permiso, corransé, dejen pasar. La tía Coca que iba a la retaguardia, aunque su estatura no le permitía imponer respeto, en cambio lo conseguía con gritos potentes y agudos que paralizaban a los que pretendían provocar avalanchas. Pasaron al lado de una pareja de policías distraídos y ni cuenta se dieron de que estaban sufriendo ciertas hostilidades.

Toti hacía un rato que no tenía conciencia en lo que estaban haciendo y no podía dejar de pensar en su madre, Tini, que había muerto unos meses antes. Los recuerdos se le venían en tropel y tenía la sensación de estar viviendo cosas pasadas: entonces vio un pequeño grupo, tres o cuatro personas en silla de ruedas, alineadas en la vereda, conversando entre ellas, recordó las tantas veces que ayudó a su madre a ordenar la piecita de las promesas.

A la piecita de las promesas, las personas traían objetos diversos para agradecer por algo que se había cumplido o para que algo ocurra, para entregar lo que simbolizara ese deseo, ese pedido, ese ruego: escarpines, chupetes, pañales, chiripas, prendas infantiles diversas, cochecitos, muñecas, juguetes, peluches, angelitos de distintos materiales. Por los niños nacidos, por los enfermos curados, por los nacidos muertos, por los angelitos.

Yesos de brazos, de piernas, férulas; prótesis de piernas y de brazos; miembros en miniatura de chapa, plata o alpaca; sillas de ruedas, marcapasos, pelucas. Por los accidentados, por los enfermos recuperados, por los que dejaron de sufrir y pasaron a la eternidad.

Zapatillas, botines, guantes de boxeo, de ciclista; cascos, raquetas, palos de hockey; banderas y camisetas de clubes de futbol. Por los deportistas que triunfaron, los que fracasaron, los que ganaron un trofeo y perdieron varios; los que dejaron o pasaron sin pena ni gloria por alguna actividad deportiva; por quienes consiguieron que sus equipos ganen un clásico, un campeonato, asciendan o se salven de un descenso.

Mechones de cabellos, corpiños, bombachas, calzoncillos, anillos de compromiso, alianzas. Por los amores encontrados, por los perdidos, por los recuperados; por las parejas que pudieron romper los vínculos opresivos; por los viudos y por las viudas.

Cada semana, las gemelas, a veces con la ayuda de Toti, después de cerrar la gruta, se encargaban de hacer un inventario de los objetos acumulados: descartar, vender o donar, eran las acciones que mantenían con espacio suficiente la piecita de las promesas.

Ya muy cerca de la puerta, una mujer se arrimó y le tironeó el brazo a la tía Coca y le dijo con firmeza: devuélvannos la Virgen; la tía estuvo a punto de irse a las manos con la agresora, pero Toti la detuvo: no le hagas caso, le dijo. Rivadero se paró frente al atrio y alzó la voz como para que abrieran paso: debía llegar al altar donde ya estaba dispuesto un pedestal provisorio para recibir a la Inmaculada; luego tendría su morada definitiva, en una grutita que le habían armado especialmente junto a una ventana que daba al sur, que estaría a la vista, para que todo el pueblo devoto o curioso pudiese verla, rezarle o santiguarse al paso. De entre la gente, apareció un periodista con un micrófono y se cruzó en el camino, intentado que dijeran unas palabras, pero Coca lo paró en seco y le dijo que no harían declaraciones, y menos a los de Cadena 3 que tantas barbaridades habían dicho de ella y su familia.

Los últimos metros se hacían más que dificultosos, por más permiso que Rivadero pedía, nadie se movía de su lugar y así la pequeña procesión quedó paralizada. La tía Coca, viendo cómo se daban las cosas, le dijo a Rivadero: dejame a mí y se puso al frente; impostó su mejor voz de corneta y comenzó a gritar: permiso, permiso, abran paso, hagan lugar que traemos la bendita. Estirando el cuello, asomado a la puerta, apenas pisando el atrio, estaba el monaguillo, que al verlos corrió a avisarle al cura que ya estaban llegando, pero que había tal cantidad de gente que no podrían entrar. Pero hombre, haga algo, lo amonestó el sacerdote y él mismo hizo una reverencia al delegado del arzobispo, tomó del brazo al monaguillo y lo arrastró a la puerta pidiendo a la gente que hiciera lugar, que la virgencita estaba llegando a su nueva casa.

Eugenio tuvo una hija, Rómula, y un hijo, Héctor, que en realidad era el único sobreviviente de un embarazo de gemelos. Eran fruto de su matrimonio con Teresa Warsteiner, con la que convivieron en una casa de Argüello, que por esos años de las décadas del 20 y 30 era uno de los bordes de la ciudad hacia el oeste. Cerca del año 1946 el matrimonio se rompió y Augusto se mudó a vivir a la casa de Zumarán, la que colindaba con la gruta; Teresa se quedó en Argüello con Rómula, y Héctor, quien todavía cursaba el colegio secundario, eligió irse a vivir con su padre, lo que le valió el olvido y desdén de su madre que le negó la palabra por nueve años.

Héctor, como buen hijo varón, fue de cierta manera el heredero del imperio de Eugenio; fue quien se hizo cargo, a finales de los años 50, de la conducción de la fábrica de su padre en Villa Nueva. Después, mucho después, cuando la fábrica quebró, se refugiaría en la casa de la gruta y se dedicaría a la administración de las muchas propiedades de su padre en el barrio Zumarán.

Antes de esto, radicado en Villa Nueva, Héctor conoció a Nidia y se casó con ella y nacieron tres hijos. El matrimonio duró poco menos de 7 años. La mujer se fue a Buenos Aires y se llevó a los hijos menores, pero le dejó a cargo el hijo mayor, que tenía algún retraso motriz e intelectual.

En esos años en que la fábrica todavía era próspera trabajaron, en distintos momentos y en la sección administrativa, unas hermanas de Villa María de apellido Bonino. La primera en trabajar fue una de las mayores, Zuly; después una de las mellizas, Coca; por último, entró a trabajar la otra gemela, Tini, que cautivó y se ganó el corazón sensible y herido de Héctor.

Nació un profundo amor entre ellos, pero no pudieron casarse porque Héctor estaba unido en matrimonio hasta que la muerte los separe: no era legal el divorcio en Argentina. Pero el amor pudo más y la pareja comenzó una convivencia intermitente que duró cerca de treinta años. El 17 de mayo de 1967, nació Daniela, que sería nombrada en la familia como Toti y que se convirtió en la luz de los ojos de Héctor, que adoró a esa hija y pudo saldar en parte el dolor de la pérdida de sus otros hijos, resultado de las desavenencias con su primera consorte.

El vínculo de Héctor con Tini tenía, además, un asunto enigmático: ambos eran gemelos, aunque en el caso de él su hermano no hubiera sobrevivido y le pesara un remordimiento que no le correspondía; en cambio para Tini, con su gemela viva, la situación era distinta; eran, la una de la otra, como sus propias sombras: lo que una hacía, quería hacer la otra.

En el año 1972, cuando se cumplieron los 30 años de la fundación de la gruta, Eugenio falleció en un accidente que se podría calificar de tonto, si no fuera que estuvo a la medida de su vida, tantas veces azarosa: intentaba viajar colgado de la caja de un camión, cuando se cayó y murió al golpear con la cabeza en el asfalto.

La muerte de Eugenio y la crisis comercial y financiera de la fábrica de Villa Nueva, que ya venía de años anteriores, pusieron a Héctor frente al dilema de quedarse a hacer frente a esa crisis o radicarse en Córdoba para vivir en la casa de la gruta y hacerse cargo del negocio inmobiliario. Se mudaron Héctor, Tini y Toti con 5 años y empezaron a vivir la vida de Zumarán, el barrio que había fundado Eugenio y en la casa en la que pasó los últimos años de su vida, dedicado al asunto alucinado de la gruta y la fábrica de velas. Con ellos llegó o vino a sus vidas, Rivadero, un hombre de la confianza de Héctor disponible para todo servicio: secretario, mandadero, encargado de mantenimiento, multiservice del hogar y más. Sufría de acromegalia: tenía los pies, las manos y la quijada desmesurados; y aunque no tuviera relación con la enfermedad, se decía que su miembro viril también era de grandes dimensiones.

Mientras Héctor se ocupaba de cobrar la renta de las muchas propiedades que dejó Eugenio, Tini, con la ayuda de Rivadero, se hizo cargo de la administración de la gruta; más tarde, se sumó su gemela, Coca, que estaba casada con un cantautor enamorado de la noche, del canto y del vino.

Al poco tiempo, la fábrica de maquinarias agrícolas terminó de declinar. Héctor no tenía gran vocación administrativa, pero era un hombre íntegro: pagó las deudas que pudo e indemnizó a los operarios. A pesar de su recta conducta, los talleres fueron saqueados por los propios operarios que se llevaron cuanta herramienta pudieron antes del cierre definitivo. Con la fábrica se perdió buena parte del patrimonio que había heredado. Quedaron las varias propiedades de barrio Zumarán, casitas y departamentos modestos que, administradas razonablemente podían asegurar un buen pasar a la familia de Héctor, aun cuando debía dividirlas con su hermana Rómula y su descendencia.

Héctor era un hombre culto, lector, un humanista formado en el colegio La Salle que gustaba de los clásicos y de la conversación sobre asuntos de la historia, del arte y la cultura. Adoptó sin vocación el trabajo de su padre y no pudo salvar la fábrica de los avatares de la economía argentina. Sobre su generosidad pueden dar cuenta vecinos de barrio Zumarán, que acudían a pedirle que fuera padrino de sus hijos, a los que en cierto modo adoptaba, regalaba y destinaba dineros; perdonaba deudas de inquilinos en dificultades y ayudaba a cuanta persona se lo pedía. Si alguien necesitaba trasladarse adonde fuere, a un hospital, al mercado a hacer una compra, a la comisaría a hacer una denuncia, Héctor no dudó nunca en poner a disposición su R 12, su Ford Falcon o su camioneta Chevrolet, por mencionar algunos de los vehículos que tuvo. También fue muy generoso con sus parientes, de sangre o políticos, aun cuando algunos no lo recuerden, lo hayan olvidado o lo oculten deliberadamente: en su casa, con el acuerdo de Tini, fueron alojados, cuidados y mantenidos, por largas temporadas, primos, cuñados, sobrinos, sobrinas y apenas conocidos. Precisamente Tini solía recriminarle que, a veces, vivían restricciones en la propia casa y que él siempre tenía un sí para las demandas ajenas. El reproche era en cierta manera injusto: Héctor, más de una vez, salió a vender un terreno, o incluso una casa, para complacer a su mujer o a su adorada hija.

Héctor murió en marzo de 1989, muy joven, producto de dolencias propias de un cuerpo descuidado. Dejó para Tini y Toti una serie de propiedades del barrio Zumarán. Entre ellas, la casa de la gruta y la propia gruta.

El ingreso de la bendita a la parroquia de Santa Ana y San Joaquín fue un momento de tensión y zozobra. No era fácil desplazar a la cantidad de personas que estaban abroqueladas en la puerta. Desde el lado exterior Rivadero abrazaba la virgencita con más fuerza; del lado interior el cura y el monaguillo estiraban los brazos lo más que podían como diciendo acá te recibimos, pero los cinco metros que los separaban estaban pletóricos de cabezas, torsos y brazos que hacían de muralla. Atrás de Rivadero, la tía Coca y Toti se ponían rojas pidiendo permiso, pero era inútil: nadie podía moverse. Entonces, el cura empezó a gritar y a pedir que hagan un pasamanos y que permitan que la Virgen entre a la parroquia.

Rivadero cedió por fin y levantó en sus brazos a la bendita; delante de él un hombre, con el mismo gesto, la tomó y la pasó a otro par de brazos que la recibieron y así fue pasando por sucesivos miembros que la llevaron hasta las manos del monaguillo que la abrazó como quien recibe a un ser querido que hace tiempo no ve.

En el tumulto, Coca, Toti y Rivadero, liberados de la carga de la Virgen, sintieron, cada uno por su lado, que estaban expuestos a que algún inadaptado la emprendiera contra ellos con la misma cantinela del secuestro. Enseguida, gracias a las diligencias de un par de policías que custodiaban la puerta y que hasta el momento habían pasado desapercibidos, posiblemente por instrucciones del párroco, se abrieron paso y les franquearon el camino a los empujones para que los recién llegados ingresaran y se ubicaran en el altar, a un lado nomás de donde estaba ya dispuesta la Virgen, todavía a medias cubierta por el lienzo blanco. El monaguillo, también instruido por el cura, se acercó a Rivadero y le recomendó que por respeto se sacara la gorra. Por qué no le pedís lo mismo a los canas que están ahí, dijo, y se mantuvo con su cabeza cubierta.

Una noche Tini y Coca consumaron lo que hacía tiempo venían planeando: con algunas vacilaciones, pero con la convicción de que ya no podían sostener la gruta y sus demandas. No sabían muy bien cómo nombrarlo: recuperar, decía una; secuestrar, decía la otra. La virgencita no es una persona, por eso no podemos secuestrarla; tampoco vamos a recuperarla, es nuestra, de nuestra familia, y siempre lo fue. Esperemos a la medianoche; no, mejor a las tres de la mañana; yo no pienso estar despierta hasta esa hora; no hace falta, nos acostamos y ponemos el despertador; si nos llegan a ver se arma la gorda.

Esa tarde vivieron lo que cada día les tocaba al momento de cerrar la gruta: sacar a los fieles que estaban promesando o a los que llegaban sobre la hora desde lugares alejados de la ciudad o, incluso, de otras provincias. No era fácil convencer a los devotos que venían con niños o con ancianos, enfermos o convalecientes, para agradecer o pedir.

Cuando la gruta estuvo despejada, como cada día, las mujeres iniciaron las tareas de limpieza y puesta en orden para que todo estuviera como se esperaba al día siguiente. Contaban para esa faena con la ayuda de Rivadero el versátil: él se ocupó con discreción de desmontar a la Virgen, esto es, aflojar los sunchos que la sujetaban al pedestal; aunque cada año se hiciera esto para la Novena, la tarea no era fácil ni sencilla. Era el año 2002 y se estaban celebrando 60 años desde que don Eugenio, el suegro de Tini, había inaugurado la gruta.

La casa de Tini, que fue la de Eugenio y Héctor, colindaba con el predio de la Virgen. Había una puerta que, sin ser secreta, nadie conocía y comunicaba con el terreno de la fábrica de velas, y este tenía acceso directo a la casa. Pasada la medianoche, Tini con ayuda de Rivadero, mientras Tota hacía de campana, bajaron a la Virgen del pedestal con mucho cuidado; el hombre la tomó en sus brazos fuertes y manos desmesuradas y la acostó como se acuesta a un niño dormido; la apoyó en una especie de colchón de arpilleras que habían puesto sobre una carretilla; se santiguó y la tapó con los extremos de la misma tela. Tomó la carretilla y desapareció con ella por la puerta.

Por un momento Tini y la Coca permanecieron en medio del predio. Cubrieron el habitáculo de la Virgen con un lienzo, para que no se viera a simple vista su ausencia. Había un silencio inexplicable en ese lugar que por años estuvo rumoroso de rezos, ruegos y promesas. Se abrazaron en medio del terreno y apenas pudieron contener los espasmos del llanto que a ambas mujeres embargó en una confusa mezcla de sentires: alivio, cierta culpa, remordimientos… pero en el fondo sabían que estaban haciendo lo que debían, lo mejor que podían, pero tenían la certeza de que lo que estaban consumando no sería sin consecuencias.

Tini le pidió un momento de soledad a su hermana y se acercó al altarcito subsidiario de la gruta, que había sido su innovación: un pequeño oratorio de homenaje a la Difunta Correa, de la que ella era devota desde muchos años antes. Cuando decidió sumarla tuvo que soportar varias críticas en la familia y hasta una reprimenda del cura: no era razonable para la ortodoxia católica juntar una virgen con una pagana, por más milagrosa que fuera, en un mismo espacio. Tini no se dejó desviar en su decisión e instaló el altarcito frente al que ahora le decía a la Difunta que no se preocupara, que pronto haría lo necesario para llevarla a San Juan, de donde era oriunda la milagrosa.

Guardaron a la Virgen en el placar de uno de los cuartos de la casa, así como estaba, envuelta en las arpilleras, y cerraron la puerta. Las gemelas se recostaron en la cama grande del cuarto que Tini había compartido con Héctor y que había sido de Eugenio. Coca le preguntó qué harían después con la Virgen; por lo pronto la sacamos de la casa y después veremos, contestó Tini.

Antes del amanecer, las gemelas, que no habían pegado un ojo, cargaron la virgencita en el asiento del Fiat 600 de Coca, que estaba estacionado en la cochera de la casa. Salieron y dejaron la casa cerrada, como si no viviera nadie, aunque Rivadero se quedó para la custodia.

En la mañana de ese día el predio de la gruta estaba cerrado. Cadenas y candados aseguraban el portón de acceso. Una tela de lienzo cubría la vitrina de la Virgen. Algunos vecinos advirtieron la anomalía, pero no fue hasta bien pasado el mediodía que alguien hizo correr la voz: que el predio estaba cerrado y que la Virgen estaba tapada con una tela, que algo estaba pasando. Enseguida, instigados por algún adulto, un par de púberes saltaron el portón y pusieron en evidencia lo que el barrio suponía: la virgencita no estaba allí. La noticia se propagó velozmente y esa misma tarde se reunió medio centenar de personas que no ocultaban su asombro (algunas) o su indignación (otras). La gente fue llegando y antes del anochecer la plaza estaba repleta de vecinos, vecinas, niños y niñas. Desde alguna casa, alguien vio tumulto y llamó a la policía, que llegó enseguida en dos móviles.

La cosa fue tomando estado asambleario: las dos o tres mujeres que tenían más condiciones de lideresas, o las que se sentían más afectadas, llevaban la voz cantante y propusieron convocar a una reunión, pero con la presencia de las mellizas, quienes seguramente tenían explicaciones que dar, y que viniera también el cura, para que se entere, diga lo que tenga que decir y se ocupe de encabezar la recuperación inmediata de la bendita. Que alguien llame a Cadena 3 para que manden un móvil de la radio y todo el mundo se anoticie de lo que está pasando en Zumarán. La reunión se convocó para las 17 del día siguiente en la plaza.

A la mañana del otro día, aparecieron en las paredes de la casa de las mellizas, que algunos llamaban "la casa de la gruta", unas pintadas que decían: "choras, devuelvan la virgencita", "la virgencita no se toca, es de Zumarán". Después, con el paso de los días, las pintadas se fueron sumando con epítetos referidos a sus dueñas: ladronas, culiadas, putas, etc. Además de las pintadas, hubo apedreos, roturas de vidrios; tiraron un gato muerto en el frente de la casa, que a las pocas horas comenzó heder y a los dos días los transeúntes cambiaban de vereda porque el olor era insoportable. Los atentados eran nocturnos y furtivos: Rivadero que había quedado al cuidado de la propiedad, al tercer día de hostilidades, agarró sus cosas, cerró la casa y se retiró en orden, como le habían recomendado las mellizas desde el primer momento. Sin embargo, alguien, posiblemente las propias hermanas o algún vecino cuadra, llamó a la policía y a los pocos días hubo consigna policial en toda la manzana, las 24 horas, con lo que por un tiempo cesaron las hostilidades.

Pasadas las 17, tal como estaba previsto, la gente se reunió en un ángulo de la plaza. Las mellizas no aparecieron. La asamblea comenzó encabezada por dos vecinas que, además de ser devotas, resultaron ser las dueñas de uno de los negocios de merchandising de la Virgen más importante del barrio. Tomaron la palabra y exigieron a las autoridades municipales y eclesiásticas la inmediata devolución de la bendita y la reapertura de la gruta, que era propiedad legítima de sus fieles, fuente de alivio para los dolores y trabajo para miles de personas.

Alguna mujer, tímidamente al principio, pero con más fuerza después, cuando vio que su opinión tenía algún consenso, dijo que la gruta, y todo lo que se generaba a su alrededor no le daba sosiego a ella y a su familia, quienes tenían su vivienda en esa cuadra, que había que aguantar no solo el movimiento de los devotos, sino también de los que no tenían nada que hacer, de quienes meaban y cagaban por ahí y los que usaban el predio de la gruta de culiadero, perdonando la expresión; y la mugre que había siempre en la vereda, en la calle, en la plaza. Algunas personas asentían y otras propusieron que la Virgen vuelva pero que sea alojada en la parroquia. El cura, que había llegado entonces, se hacía el interesado y le pedía al monaguillo que tomara nota. Por fin aceptó decir unas palabras y, en síntesis, dijo que la parroquia y la Iglesia no podían intervenir porque este era un asunto de particulares, que la Virgen del Valle era de la familia fundadora del barrio, que no sabía por qué habían decidido retirarla de la gruta y cerrar el predio; que su parroquia ya tenía a Santa Ana, pero que se comprometía a hacer gestiones que estuvieran a su alcance para recuperar a la Virgen del barrio.

Vino también la prensa: estuvieron presentes móviles de radio y televisión y periodistas de medios gráficos. Circularon las hipótesis más descabelladas. El matutino de mayor tirada de la provincia puso en tapa al día siguiente: La virgencita de Zumarán: ¿robo o autosecuestro?

La efervescencia del asunto, como todos los hechos noticiables, duró apenas unos días en la agenda de los medios; de a poco el barrio fue volviendo a su ritmo habitual; enseguida la gruta, que estaba con sus puertas cerradas, fue dando signos de abandono. Como la fábrica de Villa Nueva, en la propiedad se sucedieron toda suerte de saqueos y robos; algunas personas se instalaron a vivir y mantuvieron la ocupación por varios meses.

A los pocos meses, la melliza Tini enfermó gravemente y dejó expresada una última voluntad a su hermana Coca y su hija Toti: les encargó que gestionasen la donación de la Virgen del Valle a la Parroquia Santa Ana y San Joaquín de barrio Zumarán; que cierren para siempre el predio de la gruta, pero también que lleven lo que quedó del altar de la Difunta Correa y que lo donen al oratorio de San Juan. Tini falleció en junio del año 2003.

El cura, después de los momentos de tensión vividos estaba hecho sopa de transpiración, pero aliviado porque la ceremonia por fin se encauzaba como a él le convenía, es decir, como corresponde a un acto religioso de esa naturaleza. Había fotógrafos y camarógrafos que registraban esos instantes que, seguramente, ocuparían un lugar central en los noticieros de la noche y el diario de mañana siguiente. El cura párroco tomó la palabra y dijo que la parroquia de Santa Ana y San Joaquín se disponía a celebrar un acontecimiento de gran importancia para su pueblo creyente, pero que antes de dar comienzo a la misa que consagraría el regreso, el ingreso, corrigió, de la Virgen del Valle a la parroquia y al barrio que la adoró por años, le daría la palabra al señor secretario del arzobispo, quien sin mucha ceremonia dijo que era portador de un mensaje de Monseñor, que estaba ausente por compromisos previamente adquiridos, que lamentaba no poder abrazarles en persona, pero que él estaba allí en su representación.

En ese momento, una voz de entre los presentes gritó "viva la Virgen" y un coro que llegó hasta la puerta de la parroquia se hizo eco de la exclamación que se fue propagando entre todas las personas que rodeaban el templo.

Antes de comenzar con la misa, el propio secretario descubrió la imagen de la Inmaculada, y leyó la placa que acompañaría a la Virgen cuando ocupara su lugar definitivo en un pequeño altar que habían dispuesto en un ventanal que daba a la calle sur de la parroquia. Decía: Virgen del Valle, donación posmortem a perpetuidad por doña Trinidad Bonino de Chilavert. En ese momento, Coca y Toti se abrazaron y no pudieron contener las lágrimas; Rivadero, en cambio, no prestaba atención a las palabras del sacerdote, sino que miraba de reojo al monaguillo que, de lejos, parecía recriminarle que permanezca con la gorra puesta.


Este relato era inédito y forma parte de la serie Alguien que recoja la palabra




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