Llama Azul, un topo en la casa oculta

10.11.2025

Fernando Vélez


Inmediatamente después de la mujer que se había desmayado en el medio del living, el dueño de casa dijo: "No sé quién es, como la mayoría de los que vienen. Cuando entró me dijo que la había traído uno de esos choferes… cómo se llaman? DIDI!"

Ya hacía un rato que habíamos entrado a la casa con la custodia de un amigo que dijo hacerse responsable de cualquier moco que pudiéramos echar. La casa es grande, pero no es enorme. El barrio no le permite mayores dimensiones. Desde afuera es nada, una más, sobria, desabrida. Al ingresar todo cambia. Me contaron que la agarró un arquitecto loco. ¿O era un ingeniero? Los ingenieros locos son peores que los arquitectos locos, son dos maneras de delirar parecidas, pero los primeros se basan en las matemáticas, mientras que los segundos en el dibujo. Cuando tenga guita para construir mi propia casa me voy a buscar un ingeniero loco.

La puerta de ingreso es de chapa del número 16 con cuatro bisagras munición. Los herreros entenderán de qué hablo. Al ingresar, lo que parecía normal y apretado se expande, los ojos se van al techo abovedado de color blanco. Bajando la mirada pasan demasiadas cosas. Por un lado el espacio parece atraparte hacia el fondo y es difícil de adivinar desde la entrada, por el otro, la gran cantidad de gente hablando, tomando copas, riendo, yendo y viniendo. En el primer golpe de vista pude distinguir tres caras amigas. Nuestro amigo nos había prevenido sobre eso: "seguro alguien conocés." La concurrencia es de edad adulta, con picos de más 20 y menos 68, incluso había niños. El dueño es amigo, pero además de amigo es así: cálido y hospitalario, juguetón como un niño. Tomás, es el alma del lugar. Eso me pareció en primera instancia. Pero a medida que empecé a circular por la casa me di cuenta que el alma es la casa. El dueño nos abre la casa de su infancia, la de sus padres, la de su madre, la que falleció en junio de este año. De este modo podemos entrar en un túnel del tiempo de la madre, que no sé cómo se llamaba pero que puedo ver, tocar y oler su ropa en lo que fue su placardd el dormitorio. También puedo recorrer el resto de la casa y encontrar en la planta alta el dormitorio de Tomás mantenido casi como cuando era niño. Los muebles, cortinas, adornos, juguetes, pisos y todo otro tipo de artefacto se ha mantenido inalterable en la casa desde la modificación hecha por ese ingeniero loco a los mediados de los años 80. Es como casi un mini parque de diversiones del recuerdo. En la planta baja hay un piano desafinado donde una vez por semana diferentes músicos se acercan para dar conciertos. También hay una especie de pasillo largo y ancho con puertas que lo transforman en un espacio íntimo. Allí, en lo que era el dormitorio principal de los padres de la familia, pueden ocurrir otras cosas. En un momento éramos 9 o 10. Un flaco que era muy parecido a Ric, el personaje principal de The Walking Dead, tocaba la guitarra y cantaba covers de un cancionero para mi extraño y que disfruté mucho. También en ese grupo había lo que parecían otros músicos. Uno de ellos, el más mayor de toda la casa, hizo una interpretación increíble del tango Yuyo verde. Después aparecieron dos hombres que quisieron fotografiarme e intentar que fuera con ellos para hacer el amor. No dije nada, y como vinieron se fueron. Me pasa siempre. Desde adolescente mi cara de bebé atraía varones que buscaban sexo. Ahora ya no tengo esa cara de niño, tengo una cara que da ocote, pero que remite de alguna manera a esa carita cuando en el barrio me decían: "Menudo", por el grupo caribeño de varones donde estaba Ricky Martin y otros. Fue justo en ese momento que me levanté del puf peludo como de capibara de los años 80 para ir a buscar otro vaso de vino a la cocina que era el centro de abrevamiento. Mientras iba, empujando cuerpos y saludando sin conocer, me encontré con la mente del ingeniero loco. En el centro de la casa, habitando entre la bóveda y un techo plano, suspendida desde otro nivel superior, se desplegaba una escalera de caracol como nunca vi en mi vida. Con columna central, los peldaños en los extremos se sostenían por tensores de acero volados desde la loza del segundo piso de por lo menos seis metros de altura. Los peldaños y las contrahuellas laterales, hechas en madera de lapacho macizo, se desplegaban como un abanico andaluz y transitar sus peldaños se asemejaba mucho al batir de ese aire que aliviana el calor. La proporción de esa escalera, de dos metros y medio de diámetro, se parece mucho a un baile concéntrico, que puede ser flamenco o derviche. En ese momento, cuando bajaba otra vez mas de ese circuito acaracolado, me agarró otro amigo músico que también es fotógrafo. "¿Viste la cocina?". Fui a la cocina y ahí la vi. La cocina tenía dos partes, una ancha y otra angosta. En la angosta estaba el lavadero, pegado a la cocina. Ahí estaba, impecable y funcionando. "No nos animamos a apagarlo" dijeron a coro dos mujeres que se alejaban de a poco de los veinte años. No les dije nada, pero espero que no se les ocurra apagar La Llama Azul. Conectada a la cocina hay una puerta que lleva hasta lo que era el garaje de la casa, el lugar es amplio como para albergar dos vehículos o uno muy grande. En ese lugar hay algo que no permito contar de qué se trata, pero es posiblemente la principal atracción del lugar. Todos los visitantes pasan por allí y sus ojitos se encienden al contemplar. Al volver hacia el comedor principal vi cómo una mujer de unos 50 años se desvanecía en los brazos de un casual visitante. Con la ayuda de otra persona la levantaron de las piernas y la acostaron sobre una serie de sillas. Varias personas se acercaron a socorrerla, como me percaté que ya éramos suficientes me quedé observando para poder contarles.

¿Qué pasó? -dijo una.

¿No sé? -respondió el que la abanicaba con una revista vieja.

¿Está muerta? -preguntó una distraída.

No! -gritó otra que le frotaba las piernas.

Hacele oler vinagre – dije desde mi distancia.

Habría que tener un servicio de emergencias –dijo alguien desde el fondo del living.

La mujer morocha volvió en sí y nos miró al voleo, levantó una mano y nos agradeció al tiempo que nos decía que estaba bien.

Era temprano todavía y me quería rescatar porque es de esos lugares en los cuales entrás pero no sabés cómo ni cuándo vas a salir. Decidí irme. Me acompañaron y pedimos un DIDI. Subimos al coche y enseguida empezamos a charlar.

¿Qué pasó con la mujer que se desmayó? -preguntó el chofer venezolano apenas nos subimos.

Nos quedamos en silencio mirándolo por el espejo retrovisor mientras él también nos miraba. Luego nos miramos y sin decir nada nos preguntamos cómo sabía.

Si llegaste hasta acá es bueno que sepas que todos los hechos y personajes son de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura casualidad.


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