Lo indeciso se escribe a mano

Gabriel Abalos

Dog and window. Colin East
Dog and window. Colin East


Dos cosas he de hacer en esta vida.
Una, tomarme un trago. Dos, dar muerte a esa indefensa
cucaracha que se atraviesa en mi camino.
Luego se verá.

El peso de las almas

Las estatuas respectivas de dos héroes que se odiaron en vida fueron colocadas, por mero azar municipal, en una zona de plazoletas como islas con tránsito circulando entre ellas. Emplazadas sobre sus pedestales y avenida de por medio, se miran una a otra. Con gesto fiero la una, con expresión imperturbable, como si todo le resbalase, la otra. En ese país, las almas, a despecho de lo sutiles que suelen ser, eran de bronce. Esto es un hecho, el resto son conjeturas. ¿Fueron héroes? Gestos de héroes, sus almas de bronce los humanizan. Sentimos vagamente que cumplen una sentencia. Que, en eso, en quedarse quietos, consiste ser héroes.

Las especialidades

Una reunión social de historiadores e historiadoras donde solo se conversa sobre historia. Otra de choferes de buses que solo intercambian referencias a sus viajes.

Una fiesta de antropólogos y sociólogos en la que todos y todas pretenden ejercer -unos mejor que otros- la observación participante. La mayoría ha acudido con su libreta de campo, que a ratos sacan para apuntar algo. Nadie conversa mucho con nadie. Y los sociólogos, entretanto, exponen argumentos macro contra otros que se empeñan en entrevistar a meseros y personal de cocina, y aún hay los que acuden a los dueños del lugar, en busca de obtener los datos duros.

Y así. Un fin de año en una academia de música, la fiesta transcurre entre los y las asistentes conversando sobre compositores, obras, autores, fechas, e incluso varios aportan argumentos directos sentándose al piano, o desenfundado la guitarra. Hasta con las palmas alguien brinda ejemplos rítmicos para convencer a otros de cómo se debe ejecutar determinada danza.

Las secretarias y secretarios de la institución, alentados por un par de tragos, dejan filtrar información de oficina que solo figura en el organigrama secreto sentimental, y deslizan otro tipo de asociaciones extralaborales, y se intercambian chismes sobre la sexualidad de unos y la ideología de otros.

Las monjas se comentan milagros mientras meriendan y les cuesta, francamente, recurrir a experiencias personales que pudieran considerarse milagrosas. En paralelo, le atribuyen naturaleza perfectamente cotidiana a la remota gracia de Dios.

El duelista sin pulso

Un borracho pela el cuchillo y reta a duelo al tabernero, que lo ignora, pero tiene un garrote a mano por si el otro se pasa de la raya. En su media lengua de los pagos del alcohol el parroquiano, que apenas puede sostenerse en pie, le grita al tabernero y su voz aguardentosa se pierde entre otros gritos propios del lugar, tal vez suena una guitarra y en las mesas se juega estrepitosamente al truco. Al hombre, herido por la cantidad de copas que lleva encima, le late no obstante una herida aún mayor, que lo abarca todo: su mujer lo ha dejado para huir con otro. Desesperado y desorientado por el trago, le echa la culpa al tabernero, porque sus bebidas no le han quitado el dolor. Aplastado por los efectos del alcohol, no consigue sacarse del pecho el amor perdido y la traición. El tabernero tiene la obligación de darle un alivio, ¿acaso mi plata no vale?, balbucea. Ante sus ojos semicerrados se enciende la foto de ella, la moza más bonita, cuanto más ajena más linda. Cuanto más lejana, mayor el odio contra el mundo alrededor, ahora gira para enfrentar a todos, todos los que gozan sin reparar en su dolor. No hay llanto en sus ojos, hay fiereza y le descompone el rostro un gesto de dolor. Pero nadie le hace frente. No lo ven.

Mirar hacia afuera

Un thriller cuyo foco está puesto en un hombre muy rico, que espía, persigue y se obsesiona con un hombre muy pobre, un sobreviviente en situación de calle. El rico está convencido, o al menos parece querer sacarse la espina de si fue o no fue ese hombre que duerme a la entrada de una galería del centro, quien le robó una bolsa de papel que él llevaba consigo una tarde en que tuvo que sentarse en un cantero porque le había bajado la presión. La bolsa contenía unas chucherías, unos alfajores y un paragua que él metió dentro por comodidad. Un hombre humilde se sentó a su lado, mientras él luchaba por no ceder al desmayo. Sabía cómo hacerlo, tenía que empezar por la respiración, recomponerse para luego focalizarse en su condición de motor, activar el comando de ponerse de pie y huir del remolino del desvanecimiento. Atrás quedó olvidada la bolsa.

Ha ubicado al miserable. Lo observa, lo espera. A veces lo encuentra pidiendo, incluso una vez le solicitó a él una ayuda, pero él se la negó. No busca recuperar su bolsa. Le produce repulsión el olor, el de su cucha, cuando pasa cerca y lo ve durmiendo. Imagina sus opciones para defecar. Para bañarse. Para conseguir comida. Como un detective, el rico despliega su estrategia incoherente. Prosigue sin tregua su misión no forzada, su objetivo inútil. Se proyecta a sí mismo en el lugar del otro. Desatiende sus obligaciones, le crece la barba. Vuelve poco a su casa. No se ha bañado la última semana. Nada impide que la carambola de una revelación lo vaya a tocar.

Como un viejo perro

Una mujer ha ido enloqueciendo día tras día, en el cuarto piso de su departamento de un dormitorio, víctima de una risa penetrante y apenas humana que se alza a intervalos entre los edificios de siluetas desparejas que rodean el corazón de la manzana. Allí donde un gran patio hace las veces de enorme bocina cuyo eco se encarga de entregar cosas como las voces, los televisores encendidos y el ruido de las palomas que vuelan y cagan a su antojo. Allí todos los sonidos rebotan, a veces una radio difundiendo por horas la música de moda. Otras, una discusión de la pareja del sexto C que solo no se separa para no dejar de tratarse mutuamente mal. Pero la risa, esa risa carente de cerebro, que celebra algún chiste imaginario o inaudible. Siempre al mismo volumen. Copiada una de la anterior. Todas esas cosas, por causas acústicas seguramente formulables, llegaban a los oídos de esta mujer, una señora mayor, viuda, más solitaria de lo que querría. Pero de todas esas cosas, es la risa la que tiene el impacto más devastador en los nervios de la señora María. La risa sin rostro, que ella imagina el de un niño grotesco y desalmado, tal vez un adolescente de mirada vacía. Su sonido se impone como una burla, se repite sin previsión ni orden, su causa permanece desconocida.

La señora María comenzó a oírla unos tres meses atrás, y hoy los viejos habitantes del edificio se han comentado lo demacrada que se la ve, su delgadez nerviosa, cuando baja con cuidado la escalera para proveerse de una serie de artículos, una vez por semana.

Al principio, cuando la oyó, esbozó una sonrisa. Le pareció contagiosa, particular. Era una risa de esas que sacudían el cuerpo. Pero la risa se había instalado en el mundo sonoro tras la ventana y se hacía notar a cada rato. Doña María comenzó a imaginar que esa reaparición tenía el objeto de advertirle que aún estaba allí, que no la olvidaba, que la controlaba, que se proponía mantenerla alerta. Siempre igual a sí misma, se oía como una grabación; luego se fue revelando como una tortura y ese objeto, el de atormentarla, le pareció a la pobre mujer que era todo lo que buscaba esa risa cínica. Comprendió que no correspondía a un gesto ni a una palabra de humor, sino que llevaba el propósito de someterla a su poder. La mujer se sentaba mirando por la ventana, se sentía un viejo perro que espera ver algo que lo distraiga, aunque fuera el paso de una paloma, u oler un humo que llega, alzar la oreja ante esa risa que le eriza el lomo y le roba cada vez un poco más de lo que le queda de esperanza.

La conciencia y su precio

Un hombre veía su vida como un antiguo noticiero. Todas y cada una de las acciones que sucederían después, habían sido reveladas. Las motivaciones dejaron ver sus verdades cuando la historia levantó los secretos del sumario, poniendo al descubierto las traiciones tras las sonrisas, los silencios tras los crímenes, las coartadas preparadas de antemano. Este hombre parecía andar con el diario del lunes bajo el brazo y actuaba no del modo conveniente a su circunstancia real, ni a su seguridad personal y familiar, expuesto a la amenazante verdad descarnada de los hechos. Los juegos criminales del poder consagraban las acciones del matón, del despiadado asesino a sueldo. Aquellos seres admirados por la frialdad con que podían cagarse en todos los valores humanos, en sus héroes, mártires y maestros cuya memoria nadie había osado conmover, ni banalizar, ni vandalizar. Este hombre veía todo eso tan al desnudo como si lo estuviese viendo en un viejo noticiero, sentado en el living una mañana. Como todo el mundo, tratando de proyectarse a la situación original pasada con ayuda de las imágenes, sin ser capaces de mirar y entender la que les rodea. Pero el cuerpo real estaba allí, en algún lugar dentro del tiempo del viejo noticiero, y sufría torturas ilegales, era testigo de los pozos de la muerte. El hombre ya no necesitaba esperar a mañana para saber cómo eran las cosas, aprendiéndolas en toda la extensión del dolor humano con el que otros gozaban y él padecía. Con el que otros ganaban y él perdía. Imágenes para el horario de protección al menor.



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