Lo terrible y lo temible

Escenas contemporáneas

Silvia Barei


El Juego, cuando el terror supera la ficción (foto: revistawam.com)
El Juego, cuando el terror supera la ficción (foto: revistawam.com)

En 2022, cuando el director cordobés Andrés Brarda y su grupo de teatro llamado Teatro de herejes, estaban representando "El Juego, cuando el terror supera a la ficción", irrumpió la policía, linterna en mano, y en medio de la sala oscura, arrinconó a director y actores contra una pared. Apuntándolos con armas, los policías preguntaban amenazadoramente: "¿Qué están haciendo?, ¿Qué están haciendo?". Nunca más evidente que la realidad (en este caso, de terror) supera a la ficción.

Un vecino asustado por los ruidos (y confundido) había llamado a esas fuerzas que se dicen "del orden" y por esta vez, no dispararon por la espalda como suelen hacerlo rápidos de gatillo, y pidieron disculpas.

"Nos comimos un atropello por una denuncia equivocada",-escribió Brarda en su cuenta en la red-.

Interrogados los asistentes, varios de ellos confesaron haber quedado atónitos o haber sentido miedo. Otros creyeron inicialmente, que era parte de la representación.

Es decir, por hacer una obra sobre la problemática del bullying, les hicieron bullying a todos, les metieron miedo y les recordaron que algo acechante puede aparecer en cualquier momento de nuestras vidas.

He dicho que el grupo lleva el nombre de "herejes", palabra que (no originariamente) desde el siglo IV d.c. condenaba a quien no siguiese la interpretación formal del cristianismo y con el tiempo se extendió a cualquier "disidente". Claro, ya sabemos, -y nos hacen saber, sobre todo en estos tiempos- que teatreros, cineastas, intelectuales, escritores y artistas en general, son disidentes no por caprichos personales sino por ética del pensar y del hacer.

El miedo, sabemos, es una reacción instintiva ante un peligro inminente. Pero más allá de lo individual, nos acechan otras amenazas colectivas bastante tangibles -pandemias, catástrofes naturales, crisis políticas o económicas, actos de terrorismo, violencias de distinto tipo- que nos provocan una angustia difusa, un mal presentimiento constante alimentado por la incertidumbre y la fragmentación del lazo social. Y este miedo colectivo se articula y perpetúa a través de múltiples vectores. El flujo incesante de noticias, a menudo sesgadas o sensacionalistas, dibuja un panorama de crisis que hace que cada titular, cada imagen viralizada, cada rumor real o infundado se convierta en un nuevo andamio en la construcción del miedo de un colectivo históricamente marcado por la violencia.

Por allá por los años 30, una de las épocas nefastas para el país, el olvidable Ramón Doll imaginó una "policía intelectual", buen nombre para quienes actualizando la idea, buscan perseguir artistas, pensadores y periodistas a los que se define como "una nueva especie de parásitos" en un momento en el que la violencia es, indudablemente, el signo de un capitalismo que ha llevado las disputas y la fragilidad humana a sus extremos más impensables, advertido por muchos defensores del capitalismo mismo.

Mientras escribo esto y pienso otros incontables ejemplos, detrás de mí está prendido el televisor que muestra calamidades que mancillan y deshonran la supuesta racionalidad de la condición humana. Con la pantalla omnipresente, comprendo que la política argentina (la de muchos países del mundo también) se ha ubicado en un nivel muy diferente del que se le asigna en la protección y la defensa de los derechos de los ciudadanos: cualquier día, a cualquier hora, en momentos casuales o planificados, alguien toma un martillo, una motosierra, envía un grupo de policías de élite, algún matón contratado para provocar y se ensaña con cualquier disidencia. Luego inventa un discurso justificador, violento, calumniador y falaz. Hace del lenguaje común -patrimonio de un pueblo-, un cómplice necesario.

Porque parece que un grupo de jubilados, además de ser unos "viejos meados", propician un golpe de estado; los echados de su trabajo son los "beneficiarios" de más oportunidades; los discapacitados no son vulnerables sino "idiotas" o "imbéciles" y no necesitan de ayuda; los periodistas que ejercen la libertad de opinión son "seres despreciables" comprados por la oposición; los diputados son "ratas inmundas"; los maestros son "tilingos"; estudiantes y profesores universitarios son "farsantes"; todas las marchas son "extorsiones", "el que las hace las paga", etc. etc.

Y esto cotidianamente, de modo reiterado, constituye una miríada de violencias, actos ilícitos, hechos anticonstitucionales, exabruptos humillantes, como si no hubiera límites para la furia, los insultos y las brutalidades exhibidas como herramientas políticas intimidantes. La violencia del poder da densidad a hechos y sentimientos que se perciben como terribles, trata de minar todas las resistencias, hasta las protegidas constitucionalmente. Se busca que suceda lo que se ha denominado "fenomenología de la presa": como las emociones quedan atrapadas en la angustia, el miedo, el terror, después de días de amenazas, persecución o de golpiza, por evitar la violencia, el sujeto acomoda su vida a la banalidad cotidiana y deja de salir, de pelear, de atender el teléfono limitando así su horizonte de experiencias. Han triunfado lo terrible y lo temible.

Porque lo terrible (dice el diccionario de sinónimos: horrible, horrendo, horroroso, horripilante, espeluznante, terrorífico, tremebundo, tremendo, aterrador, estremecedor, dantesco, pavoroso, turbador, atroz, monstruoso) es irracional aunque esté planificado, y lo temible (define el diccionario: que causa miedo, pavor o terror. Que es espantoso, terrible, alarmante) responde a alguna causa anterior, algo que se percibe como amenazante, en tanto todo temor requiere de un hecho previo en el tiempo (aunque sea fracciones de segundos).

Sabemos bien que la violencia producida desde el poder se convierte en respuesta también violenta, en politización de experiencias vividas que suelen iniciarse con una indignación, un reclamo justo, una empatía hacia quienes reclaman y se defienden (los hinchas de los clubes con los jubilados, por ejemplo), una atención al discurso crítico y reflexivo. Estas expresiones se entienden opuestas al discurso de "la seguridad" que parece ser moneda de cambio para todo y así el miedo funciona claramente, constituyendo a los sujetos que piensan diferente como temibles, peligrosos o amenazantes, creando un sustrato para el odio hacia los otros, indiferencia frente a un "nosotros", una falta de empatía en vez de generar vínculos, compromiso, obligaciones, un punto focal de amplia mira.

Pablo Grillo (foto: InfoRegion)
Pablo Grillo (foto: InfoRegion)

El caso de Pablo Grillo, el fotoperiodista que sostuvo una larga pelea por su vida, es paradigmático. Las imágenes muestran claramente que el pasado 12 de marzo, en medio de la represión brutal a una protesta de jubilados, Grillo se agacha para tomar una fotografía. El arma que esgrime es una cámara y el golpe que recibe en la cabeza es el de una granada de gas lacrimógeno lanzada por un efectivo policial. Desde entonces, permaneció internado largas semanas con pronóstico preocupante. 

Dice Sara Ahmed que "la economía del miedo funciona para contener los cuerpos de otros, una contención cuyo 'éxito' descansa en su fracaso, puesto que debe mantener abiertos los fundamentos del miedo". De esta forma, el miedo también adquiere una dimensión espacial, ya que limita la movilidad de los sujetos, involucra los cuerpos, restringe su circulación y prepara para la defensa o la huida. Pensemos en los cuerpos golpeados en la calle, los cuerpos acorralados en una plaza o una vereda, los cuerpos silenciados por una bala o alguna clase de proyectil (el caso Grillo y de niños inocentes gaseados es doloroso ejemplo), estrategias violentas que apuestan no solo al control de algunos sujetos sino al debilitamiento de los lazos sociales, mientras el enorme despliegue del aparato represivo es la única respuesta al problema de la fractura y el desamparo social.

En el contexto argentino es bueno preguntarse qué porciones de memoria evocan estos hechos y también qué nueva información cultural ofrecen cuando se vuelve a escenificar el pasado como una emoción social múltiple y cambiante en su dimensión histórica y su estrategia de reedición del miedo. No sabemos qué miedos tuvieron los porteños que repelieron a los ingleses en su intento de toma de la ciudad en 1806 y 1807, pero sí sabemos bien qué llevó a la Plaza de Mayo, y a muchas plazas del país, a las Madres que buscaban a sus hijos en la última dictadura, ejemplo de figuras resistentes que han marcado la historia argentina desde los años 70. No hubo para ellas respuesta, las amenazaron y a algunas también las desaparecieron, pero no tuvieron miedo porque el dolor, la pérdida y el reclamo de justicia ocuparon el lugar central de su lucha. Este es un ejemplo notable que ha servido de modelo y de bandera de resistencia a muchas mujeres en el mundo, porque lo terrible y lo temible ocurren fatídicamente en hechos que recordamos, que leemos en los periódicos y hasta que desconocemos mientras están sucediendo.

¿Por miedos, por indiferencia, por olvido, por ignorancia, por complicidad, por resentimiento, por mudez, por supuesta "cordura", por impotencia frente a la crueldad, dejaremos de lado el sentido de la responsabilidad, de la justicia, de la reivindicación de derechos, de la memoria, de la implicación en el dolor común? ¿Es posible un mundo donde podamos vivir como seres humanos sin que el espantajo de la desmesura, de lo terrible y lo temible hagan del día a día un absoluto, proclamen el límite de nuestras conductas, nos hagan olvidar la raíz de antiguas alianzas con la vida, con la memoria, con la naturaleza, con nuestros contemporáneos?




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