Travellings
Los gatos de Roma:
guardias del fantasma de Julio César
Nelson Specchia

El mensaje de Rosalba, en contra de sus comunicaciones habituales, era breve: "Acabo de ver a tu gata Eloísa en el Largo di Torre Argentina".
Ni siquiera se me cruzó por un momento que pudiese tratarse de algún equívoco; Rosalba es una señora formal, muy correcta, y a pesar de nuestra amistad de varias décadas siempre hemos conservado un trato respetuoso y un tanto acartonado, más acorde con los años de nuestras respectivas juventudes que con estos, disipados y superficiales. El asombro que le trasmití, sin embargo, era fingido: no puedo negar que lo esperaba, aunque el mensaje de Rosalba entrara en el terreno de lo fantástico.
Hacía pocos días que habíamos hablado casi una hora por teléfono con mi amiga; llamó un domingo, para uno de esos saludos habituales de fin de semana que acostumbramos; me escuchó tan acongojado que alargó la conferencia telefónica. Le conté entonces que Eloísa, la fiel gata que llena mi vida y con la que hemos corrido tantas peripecias juntos (incluyendo el traslado desde la Argentina hasta este, mi retiro de jubilado en La Spezia) había desaparecido.
La viudez temprana y la falta de hijos me han llevado a tener una relación de cercanía demasiado estrecha con mis mascotas; las cuatro gatas con las que sucesivamente he convivido en el último medio siglo han sido mi auténtica familia. Cuando, tras diecisiete años de convivencia tranquila y de compañía perfecta murió Niza, mi gata de manto dorado y pechera blanca, le di sepultura junto al tronco del aguaribay de la casita serrana de Ascochinga, cerca de donde ya descansaban sus predecesoras, Rita la gris y la albina Blanche (que para acentuar el exotismo de su blancura perfecta tenía los ojos de dos colores, azul el derecho y de un caramelo pardo el izquierdo). Cuando percibieron mi tristeza, muchos amigos y colegas, incluyendo algunos alumnos ayudantes en mi cátedra de la universidad y hasta el mozo del café donde desayunaba a diario, me ofrecieron reemplazar el vacío que había dejado Niza con un nuevo animalito; (a los cachorros de gatos sin raza los regalan en las veterinarias).
Me negué, sistemáticamente. A todos les dije que ya había comenzado a tramitar mi jubilación; que había decidido trasladarme a La Spezia a vivir los años de mi retiro; que era demasiado tarde para comenzar de nuevo una relación con un temperamento tan complejo e inesperado como el que tiene un gato: un conocimiento recíproco que se construye procelosamente, que requiere de mucha energía y paciencia. Además, les decía, el traslado internacional de una mascota implica una serie de trámites burocráticos, aeronáuticos y sanitarios, especialmente en estos tiempos de gripes y psicosis de pandemias globales, que son abrumadores y desgastantes. Yo ya había comenzado a seleccionar los pocos bultos que pensaba llevarme a mi nueva casita de jubilado en la Liguria italiana: había donado mi biblioteca a la universidad, junto con mis voluminosos archivos, y por primera vez, a diferencia de las múltiples mudanzas que han cruzado mi vida, iría ligero de equipaje. No habría en él espacio para la jaula acondicionada de un felino, por cachorro que fuese.
Todas aquellas explicaciones y reticencias fueron en vano: antes de que pasara un mes del entierro de Niza bajo el aguaribay de Ascochinga, una tarde de viernes llegué a mi viejo despacho de la facultad y me encontré una caja de cartón con agujeros de respiración sobre el escritorio. Tras unos segundos, cuando até mentalmente los cabos y deduje lo que habría en su interior (a diferencia de la paradoja del gato en la caja de Schrödinger, yo sabía que allí había un gatito bien vivo) estuve a punto de llamar a Esther, mi secretaria, que necesariamente habría tenido participación en la conjura estudiantil, para que se la llevara sin abrir. Pero la curiosidad -y esa relación de cercanía íntima que he terminado por establecer con los animales- fue más fuerte: abrí la caja, y pasó lo que todos sabían que iba a pasar. Desde ese día Eloísa se sumó a mi cotidianeidad y, cuando hubo que contar los bultos que cruzarían el océano hasta La Spezia, su jaulita acondicionada fue uno de ellos.
Por fuerte y profunda que haya sido la relación que uno estableció con un animal en el pasado, siempre la experiencia actual con otro -de la misma o de diferente especie- parece superarla. Quizás fuese eso, o que Eloísa es un individuo excepcional. Desde ese mismo viernes a la noche, cuando llegamos con la caja agujereada a cuestas a mi casa de Alta Córdoba, saltó de ella sin ninguna urgencia, hizo una rápida inspección de reconocimiento y subió al respaldo de mi sillón de orejas -que sería desde entonces su lugar en la casa- tomando posesión de todo el espacio con un porte y una actitud de esfinge egipcia.
Su mirada parecía decirme, darme a entender, que ese era su destino. Y el mío: debía estar satisfecho de que me regalase la gracia de su presencia y compañía. Nunca pude advertirle el menor gesto de fastidio, esa actitud de cierta lejanía y hastío que suelen mostrar algunos gatos, como si la reducción de su estado de libertad salvaje al de mascota doméstica fuese una alteración, no solo del orden natural (que quizás sí), sino también una ofensa a su linaje de semidioses. Tampoco incurrió nunca en el otro extremo, esa conducta servil y rastrera de algunos animales, especialmente aquellos que han tenido que pasar por experiencias de maltratos, o de los castigos a los que ciertos especímenes humanos suelen ser tan patéticamente afectos.
Cumplidas todas las tramitaciones aduaneras y sanitarias (que el cariño que Eloísa ya se había ganado no logró atenuar y fueron tan angustiantes y excesivas como había previsto), el traslado continental en avión no supuso mayores problemas, y tampoco la llegada a la casita del puerto ligur que había comprado un par de años antes para mi retiro: la gata salió de la jaula de viaje sin ninguna urgencia, le dio una rápida revisada a las tres piezas del nuevo domicilio, ubicó el sillón con respaldo más alto (la antigua poltrona de orejas de pana verde no integró el equipaje) y de un salto volvió a colocarse en la que sería su atalaya cotidiana, su lugar de permanencia en el microcosmos hogareño.
Tal como había hecho en el caserón de Alta Córdoba, Eloísa nunca traspasó el dintel de ninguna puerta en la Liguria: el exterior era para ella otro mundo y con el que manejaba bajo techo le era suficiente. La casita está cerca del puerto, en la ladera de la suave colina que domina La Spezia; yo había colocado mi nuevo sillón de lectura junto a la ventana de la sala, para aprovechar al máximo la luz natural. Así, el borde superior del respaldo le ofrecía a mi gata un honroso mirador panorámico, desde el que se podía atender a los movimientos de la entrada del Golfo de los Poetas; los amarres del puerto deportivo; la larga costanera ribereña que bordea la herradura marina del golfo; y, allá a lo lejos, la mole pétrea del castillo de San Giorgio. Es una postal más que interesante para mantenerla atenta desde la comodidad mullida del respaldo: Eloísa, en efecto, rara vez abandonaba su atalaya privada por mucho tiempo. Incluso llegué a pensar que se había aprendido la tabla de horarios navales de la ciudad, porque si andaba por alguna otra habitación, cuando se acercaba el momento en que debía llegar al puerto el barco que hace la línea La Spezia – Porto Venere – Roma Ostia – Nápoles, venía de una corrida a subirse a su mangrullo, a esperar la entrada y el amarre de la nave. También, varias veces en el día, cuando los "vaporettos" hacen sonar la sirena de partida en las rutas hacia los pueblitos de las Cinque Terre, o hacia las islas de Palmaria, Tino y Tinetto: cada salida o entrada de los transportes regulares del Golfo de los Poetas era estrictamente controlada por la mirada de Eloísa desde el sillón. Una atención a la cronología de la marina mercante que era, por otra parte, coherente con la concentración atenta que mi gata ponía en todos los detalles y que se enlaza con la historia de Julio César, que hace entrar el mensaje de mi amiga Rosalba casi en el terreno de lo fantástico.
Cuando me jubilé, ya sabía que el hábito y la costumbre de la lectura, la investigación bibliográfica y la escritura, que habían sido mi día a día durante cuarenta años, no iban a desaparecer de golpe por el simple hechizo burocrático de una resolución administrativa. Por eso, curándome en salud, busqué un tema que, si bien sin las urgencias y las obligaciones de la regularidad académica, me mantuviese ocupado. Así fue como recuperé una antigua idea: escribir una biografía de Cayo Julio. Un proyecto quijotesco y sin demasiado norte, que había comenzado una media docena de veces (y descartado otras tantas luego de un tiempo), pero que en cada intento había ido sumando nuevas fuentes, informaciones, libros, comentarios y descubrimientos recientes. En varias de las recuperaciones del proyecto, cuando había compartido con colegas o con los alumnos más cercanos a la cátedra la idea de escribir una nueva versión de la vida de Julio, me había encontrado con la misma objeción, expresada en múltiples formas: ¿qué decir de nuevo sobre una de las vidas más conocidas de toda la historia, sobre la que se han escrito cientos y cientos de trabajos académicos y de divulgación y novelas y obras de teatro y poemas y fábulas en prácticamente todas las lenguas conocidas durante veinte siglos? Tarea ciclópea, o -más precisamente- vana.
Incluso, argumentaban, si se descartaran las hagiografías clásicas, las de Suetonio, Plutarco o Dion Casio; o las versiones medievales de los textos supervivientes de Tito Livio; o la reinvención de la tragedia de Shakespeare; o las recuperaciones renacentistas; o los comentarios de Napoleón; o los escritos durante la primera modernidad; o las biografías objetivas de la Escuela de los Anales; o las historias críticas del revisionismo; etcétera, etcétera, si se dejasen de lado todos los ríos de tinta antigua que habilitaron la vida de Julio César y ese brevísimo paso por el poder de Roma que cambió Occidente, no se podría desconocer que el aporte de la historiografía contemporánea tiene visos de definitivo. En especial el estupendo trabajo del profesor Luciano Canfora, publicado ya en el siglo XXI, supone una biografía definitiva de Julio. Entonces, ¿qué más decir?
Estas argumentaciones -sólidas, sin duda- habían funcionado en los tiempos en que la vida académica -con sus planificaciones, sus plazos, sus informes y sus prioridades en la selección de temas y proyectos- marcaba la ruta. Pero ahora, en la relativa libertad de la jubilación, podía volver a los biblioratos que se habían ido acumulando con cada intento, sin tener que dar cuentas de ello ni justificarme ante nadie. Reescribir su historia por puro amor y admiración a Julio, el más grande de los romanos, el Pater Patriae.
Así volvió el César a mi mesa de trabajo, ubicada justo frente al sillón de lectura de la casita de La Spezia para aprovechar la luz natural de la ventana abierta al puerto. Y como también el hábito de las clases me había dejado la costumbre de discursear en voz alta, gesticulando y paseando, esa fue la manera en que recuperé los borradores y las notas que había acumulado para mi "Vida de Julio César", como esperaba titular el volumen una vez concluido. En esas clases privadas, leyendo mis propios apuntes y primeras versiones de capítulos, el auditorio era menguado: apenas Eloísa, desde el borde mullido del respaldo del sillón. Aunque, a pesar de tan escueta audiencia, debo reconocer que la atención concentrada con que mi gata escuchaba las peroratas compensaba el número: sus ojos fijos acompañaban cada uno de mis pasos, y las orejas en punta y la larga cola moviéndose rítmicamente daban cuenta del extremo cuidado con que seguía mi lección. Si acaso, la única distracción era la entrada del ferry de línea al puerto: entonces se paraba durante algunos momentos, se iba al extremo del respaldo, pegaba casi la nariz al vidrio. Una vez convenientemente inspeccionado el amarre y el ascenso y descenso de pasajeros, cuando el barco volvía a enfilar la boca de la bahía de La Spezia, Eloísa retornaba a atender la narración sobre la vida y las peripecias del gran Julio.
El año pasado, en el verano, fui a Roma por unos días, en ocasión del cumpleaños de mi amiga Rosalba. Sé que disfruta de los buenos vinos negros, y preparé una canasta con varias botellas de Montepulciano d´Abruzzo (y una de esa exquisitez blanca licorada del Sciacchetrà, que sólo se prepara en las Cinque Terre), y bajé a la capital por el fin de semana. Entre los paseos que hicimos con Rosalba, me acompañó una vez más a uno de nuestros lugares habituales: el cuadrado arqueológico de la zona sacra del Largo di Torre Argentina, donde asesinaron a Julio César en los idus de marzo. El sitio arqueológico forma parte de unos descubrimientos relativamente recientes, y siempre me ha llamado la atención de una manera especial, tanto por la implicancia en la historia de Julio, como por el nombre con que la tradición ha terminado por designarlo. El "Argentina", en todo caso, sólo suena como nuestro país, pero las raíces no tienen ningún contacto. A finales del siglo XV, en 1483, un sacerdote alemán nacido en Estrasburgo logró comprar el cargo de maestro de ceremonias del papa (hay recibos donde consta que pagó 450 ducados por tan alto honor); el teutón se llamaba Johann Burchard, y una vez nombrado en la corte pontificia, se hizo construir un palacio con una torre anexa, que los romanos comenzaron a designar con el nombre de su ocupante: la "torre del de Estrasburgo", en el idioma oficial del papado. Y en latín "Estrasburgo" es "Argentoratum": la Torre Argentina.
Además de tomar el sitio el nombre de cierto entrañable país rioplatense, viene la cuestión de Julio. Desde siempre (o sea, desde Plutarco y Suetonio) supimos que a César lo asesinaron los conjurados el 15 de marzo, día de los idus del año 44 a.C., en una reunión del senado, que por entonces se reunía en la Curia de Pompeyo. Inclusive que, cuando Julio cae cosido a puñaladas, su cuerpo termina a los pies de la estatua de Pompeyo. Pero el lugar geográfico de ubicación de esa curia y de esa estatua se perdió en las brumas de la historia, y permaneció ignorado durante veinte siglos, hasta 1927. Ese año, la municipalidad romana decidió demoler una parte de la Torre Argentina para hacer una plaza; cuando comenzaron a tirar los edificios apareció una estatua de proporciones colosales, y detrás de ella un área con restos de cuatro templos de la época republicana. Y, sí: la Curia de Pompeyo, y la esquina exacta donde cayó el cuerpo apuñalado de Julio César. Y el elemento final, el que motiva este relato, es tan notable como todos los anteriores: desde el mismo momento en que se despejó, el área sacra comenzó a ser poblada por una colonia de gatos, llegados de vaya a saberse dónde, que en los últimos setenta años se han concentrado, generación a generación, como la guardia de honor de un heroico fantasma, en un círculo en torno a la esquina de la Curia de Pompeyo donde se desangró el César.
A mi vuelta de Roma redacté, como tenía previsto, el artículo con la crónica de la visita a las excavaciones del Largo di Torre Argentina. Un par de días más tarde, cuando lo repasaba en voz alta caminando en torno a mi mesa de trabajo como si estuviese en el curso de la facultad, noté de pronto los ojos fijos de Eloísa, con una tensión que me pareció muy por encima de la habitual. Me fijé en ella, y cuando nuestras miradas se encontraron, enlazándose, lo sentí dentro de mi ser: sin forma física ni lingüística ni ideográfica; apenas una sensación tenue, difusa y clara al mismo tiempo. Una realidad autodefinida, preexistente, que recién ahora se revelaba, se dejaba percibir, y que traducida rudimentariamente a nuestro universo de sentido parecía tomar la forma de una pregunta. Eloísa, mi gata, mi compañía animal, mi mascota irracional, me preguntaba.
Como me era imposible aprehender su demanda -no verbal ni intelectual- en mis esquemas mentales, no podía tampoco yo expresar el contenido de esa pregunta; pero sí me era clara su existencia, la oportunidad y validez de su formulación en ese momento, y la intencionalidad: Eloísa quería saber acerca de la colonia felina que custodiaba el lugar donde el César había exhalado su último aliento, luego de los puñales asesinos y de aquel desgarrado grito hacia el amor traicionado, "Tu quoque, Brute, fili mi…?"
Pasada la primera impresión, sonreí. "Debo haber empezado con chocheras de viejo", me dije, en un tono que intentaba parecer despreocupado pero que no podía soslayar un cierto dejo nervioso. Me di la vuelta en la caminata pedagógica y seguí leyendo en voz alta la frase siguiente del texto, que debía convertirse en un párrafo depurado del capítulo de la narración de los idus de marzo. Sin embargo, cuando llegué a la esquina de la habitación y giré para volver a comenzar el estrecho paseo que me permitía la sala de mi casita, la vi.
Contra toda costumbre, Eloísa había dejado en absoluto silencio el respaldo del sillón, se había ubicado en el centro del almohadón apoyada en las ancas traseras, las manos largas y rígidas, la cola dando vuelta a todo el conjunto, la cabeza levantada hacia mí, y los ojos (renegridos, porque la tarde ya había caído y las sombras le dilataban las pupilas) repitieron claramente la pregunta en el interior de mi cráneo. Me cruzó un escalofrío que me inmovilizó en el lugar. La mirada de la gata no me dejaba mover un músculo siquiera.
Cuando estaba ya a punto de sucumbir a un terror nunca advertido y que surgía desde mis propias entrañas, percibí cómo su mirada se aflojaba un tanto y me ordenaba sentarme a mi mesa de trabajo. (Pero ¿cómo mi gata, ese animalito suave que dormía entre mis pies y ronroneaba en mi falda me iba a ordenar que me sentase frente a ella?)
Me ubiqué en mi puesto de escritura, conservando -ahora me percato- la mayor distancia posible. La gata la acortó en dos pasos: se acercó al borde del almohadón y volvió a enrollar la cola en torno a sus piernas. Sus ojos repitieron una vez más la pregunta que habían hecho antes, con una serenidad fría: Eloísa quería saber todo sobre los gatos del César.
Quizás cometí un error: se lo conté todo. Pero entiéndanme, estaba demasiado asustado; soy un académico, un científico, he dedicado mi vida a la razón y al conocimiento objetivo; desde mi adolescencia me alejé de toda religión, misticismo o superchería, se llamara como se llamase. Todos mis sentidos estuvieron siempre puestos al servicio de la única verdad posible: la que podemos extraer del mundo material. Ni siquiera pseudociencias como la psicología, la sociología o la economía neoliberal lograron nunca provocarme más que un condescendiente desprecio. Y ahora estaba atendiendo a las demandas que un felino doméstico me lanzaba por alguna ignota y no clasificada vía energética neuronal. Como tal cosa no era posible, entonces debía asumir mi desquicio, mi locura.
"Después decidirás si estás loco o no. Ahora me hablarás de la Guardia del Espíritu del César", escuché -con nada que se pareciese a una voz ni a símbolos ni a fonemas, pero al mismo tiempo con una claridad meridiana- en el centro de mi cerebro. Y la misma demanda estaba escrita en los ojos de la gata.
Hice lo único que podía hacer. Comencé mi lección. Fue larga, cuando terminé era noche cerrada. Me fui temblando a la cama, no se veía a Eloísa por ningún lado.
Dormí mal, de a trozos cortos poblados de pesadillas. A la mañana siguiente, cuando me levanté, la gata estaba en el respaldo del sillón, controlando la boca del Golfo de los Poetas. A las 10:15, al entrar a puerto el barco que cubre diariamente la ruta La Spezia – Roma Ostia, Eloísa saltó del sillón y fue andando, despacio, hasta la puerta.


