Los huéspedes de Mercedes

 ‘La salita del Gordo’, muestra de Federico Peralta Ramos en Centro Cultural Recoleta, 1986 (foto Silvio Fabrykant)
‘La salita del Gordo’, muestra de Federico Peralta Ramos en Centro Cultural Recoleta, 1986 (foto Silvio Fabrykant)


Había terminado comunicación social a mediados de los ochenta, había publicado un cuento en la revista Superhumor en agosto de 1982 (el cuarto cuento que escribí en mi vida) y en octubre de 1983 había ganado un concurso de relatos que hacía la revista Humor y Juegos (en el que ganaron escritores como Gustavo Nielsen o Daniel Guebel (por entonces, jovencísimos como yo)). Me creía, por lo tanto, capaz de realizar el sueño de convertirme en uno de los nombres que publicaban en las revistas de Ediciones de la Urraca, por lo que, en noviembre de 1985, me fui para Buenos Aires.

Cinco meses después naufragaba yo en una pieza compartida de una pensión de la avenida Belgrano al 300. Del centro de aquella pieza vedada a la luz del día, colgaba la única lamparita que estábamos autorizados a encender y hasta para prenderla o apagarla había que ponerse de acuerdo con los otros.

Dormir y despertar ahí, salir a los amplios espacios desolados de la avenida Belgrano (lo más parecido a un domingo en Berlín Oriental que podía haber en Buenos Aires) me resultaba (cada vez más) demoledor. Por no hablar del "mero" hecho de andar por la ciudad.

Debilitado por el hambre y los golpes de la realidad, arañaba yo las paredes del abismo haciendo encuestas de audiencias de radio. Pesaba dieciocho kilos menos de mi peso normal y la vida en la ciudad había pasado a ser la vida de los otros – la vida que miraba desde fuera, como el chiquilín de Cafetín de Buenos Aires -. Había algo, sin embargo, que me sostenía las esperanzas. 

 *

Fue un martes o miércoles de mediados de marzo, a eso de las ocho de la noche. Yo venía subiendo por Corrientes; más o menos a mitad de cuadra entre Uruguay y Paraná, vi en la vereda, sobre una única mesa en la que extrañamente no había nadie sentado, una picada servida con todas las de la ley.

El despertar de los gustos en el paladar (las relucientes rodajas de salame, los daditos de mortadela y queso…) reavivó mi hambre atrasada hasta volverla incontenible.

Seguí caminando y me detuve para corroborar lo que acababa de ver. Ahí estaban los platitos sobre la mesa, sin la cohorte de comensales para la que habían sido servidos, incitándome... Me volví.

Al pasar nuevamente, pispeé para adentro del local. Era un salón inmenso, donde una multitud de mesas ya dispuestas aguardaba la llegada de los clientes. Al fondo, charlando mostrador de por medio con el que sería el encargado del restaurante, había un mozo completamente desentendido de la picada que acababa de servir, lo que me animó.

Seguí caminando un trecho y me paré. ¿Alguien que había reservado la picada había llegado antes y había ordenado que la sirvieran mientras iba hasta un lugar? ¿Estarían por filmar una película? ¿Sería una invitación de la casa para los que pasaban y quisieran degustar?

Me volví. Al pasar nuevamente, vi que el mozo continuaba charlando con el encargado, por lo que al llegar a la mesa donde se encontraba la picada, me detuve. Viendo que desde ahí no me podían ver, saqué "distraídamente" algo de lo servido y seguí.

Pero como ya dije, mi hambre era incontenible, por lo que después de hacer unos pasos, me volví. Al pasar, opté por mirar primero para adentro del restaurante - el mozo y el encargado seguían charlando mostrador de por medio-, por lo que, al regresar, agarré otro poco.

Los trechos que caminaba más allá del frente del local se fueron acortando tras cada pasada y una especie de euforia mezclada con furia (la furia contra la miseria en la que había quedado reducido) me fue ganando hasta vaciar por completo los platitos. Seguí entonces por Corrientes hasta llegar a Paraná, y doblé a la izquierda.

FMPR
FMPR

Estaba llegando a la esquina de Sarmiento, pensando en las cosas que podría decirle al mozo que ya no me alcanzaría, cuando escuché:

- ¡Muchacho…! ¡Ey, muchacho…!

Por la lentitud en la pronunciación y el espacio de silencio entre las palabras, parecía ser un extranjero, alguien de Europa oriental. Seguí caminando como si nada y entonces sentí unos pasos apurados aproximándose y luego una mano que me tomó del brazo. Extrañamente solícita, con consideración... Me di vuelta.

Era un tipo alto, de unos cincuenta años, de grandes cejas tupidas y ojos clarísimos, peinado con raya al costado y abundante cabellera.

- Queremos decirte que lo que acabás de hacer es una obra maestra.. – dijo con reposada dulzura.

Ya esperaba a continuación el Pero nos vas a tener que acompañar…, cuando se apareció otro tipo más alto todavía, un ropero de saco azul, camisa celeste y corbata a rayas horizontales rojas y blancas, impecablemente peinado hacia atrás que, mirando hacia el cielo con los ojos desmesuradamente abiertos, dijo:

- Yo estoy aquí porque te quiero…

A continuación se recompuso y dedicándome una sonrisa, agregó:

- Admirable lo que has hecho, realmente. Sos un artista de la necesidad.

- ¿Artista? – pregunté - ¿Por qué artista?

- Por la impecabilidad, la determinación con que lo hiciste. Vos sos un tipo distinguido, viejo. Se te nota a la legua…

Yo me quedé mirándolos, queriendo vislumbrar sus intenciones.

- No tengas miedo, no somos canas– dijo el que me había tomado del brazo.

- Tampoco trolos o degenerados - agregó el que había llegado después.

- Mi nombre es Pablo Blau y él es mi socio – dijo el primero.

- Federico Manuel Peralta Ramos – se presentó el otro.

Me quedé mirándolo.

- ¿Usted el que aparecía en el programa de Tato?

- Sí – me respondió con una sonrisa -. Y el que aparece.

- A mi vieja le gustaban mucho sus intervenciones.. - le confesé -. Yo no las entendía, pero en la época de los milicos leí un reportaje que le hicieron en la revista Status...

Federico se interesó.

- ¿Y? ¿Qué te pareció?

- Bien… Me acuerdo de una parte en que le preguntaban a qué se dedicaba y usted les decía: A estar presente. ¿Cómo, presente?, le preguntaban, y usted les decía: Sí, los otros días fui a un taller mecánico con un amigo y estuve presente.

Federico me miró complacido.

- Lo que me hizo pensar que uno no siempre está presente… – agregué .

- Claro – dijo.

- Por más despierto que esté…

- Claro.

- No nos dijiste tu nombre todavía – deslizó Pablo -. Y tratanos de che, por favor.

Les dije mi nombre.

- ¿De dónde sos? –preguntó a continuación Federico -. Si se puede saber…

- De Alta Gracia, Córdoba.

- Ah, mirá. ¿Y qué andás haciendo por acá?

- Vine a probar suerte en periodismo.

- ¿Y?

- Y… No me está yendo muy bien. Lo que sí, conseguí meter un guion de historieta en la revista Fierro.

- Ah, pero eso está muy bien…

- Sí, pero todavía no lo publicaron. Se lo dieron a Rep para que lo dibujara. ¿Conocen a Rep?

- Sí, claro – dijo Pablo - ¿Y de qué trata?

- Bueno, trata… Está basado en un cuento mío, que se llama El ovillo. No es muy largo; si quieren, se los digo de memoria…

- A ver...

- Dice así: Estaba tejiendo una historia cuando el gato se llevó el ovillo. De un zarpazo salió rodando por la puerta. Bajó los escalones del porche y pasó por la vereda. Por ser la primera vez que salía a la calle, se desenvolvió muy bien. Cayó en una alcantarilla que andaba abriendo la boca y se fue rodando por el agua hasta los Estados Unidos. Lo persiguieron por rojo. Pasó por Groenlandia y los esquimales le ofrecieron sus mujeres al verlo tan apurado por terminar. Siguió por el polo norte, quedó dando vueltas en el extremo del eje y se le heló la sangre. Salió disparado hacia los países europeos y el resto del mundo. Dio vueltas. Los hombres se sintieron en un enredo y no pudieron preguntarse por qué. Atropellaba todos los signos de pregunta. Los poetas creyeron que el planeta estaba sangrando. Algunos buscaron dadores de sangre, otros se paraban en las esquinas con la ilusión de verlo pasar. Los lectores siguieron el hilo.

- Es la hora de los magos… – empezó a recitar Federico después de un silencio - , todo de golpe es perfecto…

- …Y todos por fin consiguen lo que siempre fue su sueño - completó Pablo.

Y agregó:

- Es una maravilla tu cuento, Fermín. Salimos a buscarte porque te queríamos felicitar e invitarte a comer un asado. Y no nos hemos equivocado.

- Un asado que se va a hacer en ese taller mecánico – aclaró Federico -. ¿Querés venir? Es ahora.                                                                                                             *

Federico Peralta Ramos
Federico Peralta Ramos

El taller quedaba a unas cuadras de ahí, pero yo no quería pasar por Corrientes, por lo que fuimos en taxi. Hicimos el trayecto en silencio, solo interrumpidos por una armónica que Federico hacía sonar cada tanto.

- Qué va´ hacer, cordobés – me dijo Pablo en un momento -. Son rachas…

Al llegar al taller, me presentaron como un escritor de Córdoba que acababan de conocer. La gente, que estaba sentada en la mesa, me saludó. Yo ocupé una silla al lado de la de Federico y de la siquiatra Mercedes Casares. Al lado de ella había un muchacho de mi edad - artista plástico del que no recuerdo el nombre - que se iba al día siguiente a Nueva York, a probar suerte; el director Lorenzo Salvaggio y dos personas más. El dueño del taller se ocupaba de servir el asado.

En un momento todos se pusieron a hablar del público.

- Todo el mundo tiene su público – convino Federico -. El asunto es darse cuenta cuál es el público de uno.

- Nosotros, por ejemplo - agregó Pablo -, acabamos de ser el público de Fermín.

Todos me miraron.

- ¿Presentaste un libro? - me preguntó la psiquiatra, interesada.

- No exactamente… - interfirió Pablo -. ¿Nos dejás contarles?

- Sí, denle… - dije, entre risueño y avergonzado.

 *

Pablo empezó diciendo que estaban con Federico frente a la ventana de un bar de Corrientes.

- De repente éste se pone a mirar para afuera – continuó Federico - y le pregunto: ´¿Qué mirás?´. ´La picada que está en aquella mesa de la vereda de enfrente´, me dice. ´Me llama la atención que no haya nadie sentado…´. Yo miré y la verdad que era raro, pero no le presté atención.

- Federico hablaba de Dios y no sé qué mierda - prosiguió Pablo - y yo seguía mirando para la mesa – la verdad, era para ponerle un título -, cuando veo a Fermín que se para, pellizca un poco de los platitos y sigue. Caminó unos metros hacia Callao y se volvió…

- ´Alguien está interviniendo la picada´, me dice Pablo en un momento. Me puse a mirar. Fermín iba y venía sin que nadie notara que se la estaba cepillando. Era una situación cinematográfica, de comedia. Nos empezamos a cagar de risa…

- Había que ver la desenvoltura, la tranquilidad de este hijo de puta… Y la siguió ¡hasta no dejar nada en los platitos!

Todos me miraban admirados.

- Entonces vemos que sube por Corrientes – continuó Federico – y dobla al llegar a Paraná. Sin ponernos de acuerdo, nos levantamos y salimos corriendo, a buscarlo. Pablo lo alcanzó llegando a Sarmiento.

- Lo hice porque estoy famélico de hambre… – me justifiqué -. Pero no quiero terminar preso, convertirme en un delincuente pudiendo volverme a Alta Gracia, donde hay gente que me quiere…

- El barba te puso esa picada ahí - dijo Federico -. No hay otra explicación para que nadie se diera cuenta de lo que estabas haciendo… Dios no es ningún boludo.

- Dijiste que sos de Alta Gracia… – se interesó Mercedes, la siquiatra -. Yo iba todos los veranos, cuando era chica. Ahí lo conocí a Ernestito Guevara. Hoy el Che, ¿no?

- ¿El Che?

- Sí, el Che. Después lo volví a encontrar acá, cuando vino a estudiar medicina a Buenos Aires. Jugaba al rugby en Atalaya…

Yo desconocía que el Che hubiera vivido en Alta Gracia y medio que no le creí. Mercedes dijo tener algunas fotos con él de aquella época, y de cuando vivió en Buenos Aires, y me invitó a ir con Federico a su departamento, al día siguiente, para mostrármelas y mostrarme algo mucho más extraordinario, todavía.

- Mucho más extraordinario… – subrayó Federico.

*

Aguijoneado por la curiosidad, quedé en encontrarme al otro día con Federico en un bar de la Galería del Este. Cuando llegué, estaba tomando un vaso de leche. Tenía puesta una camisa blanca arremangada, bombacha gaucha y alpargatas. Fuimos caminando hasta lo de Mercedes, que vivía cerca del Jardín Botánico, en la calle Juncal o Beruti, no me acuerdo bien.

Después de mostrarme las fotos con el Che (lo increíble de ver en el joven y, sobretodo, en el Che niño, a la misma persona (el héroe es aquel que es capaz de seguir su deseo, dijo no sé quién)), Mercedes se fue para la cocina, a preparar café. Federico la siguió y yo me quedé solo, deambulando en el living. Fue entonces que vi sobre uno de los estantes de la biblioteca algo demasiado perfecto para ser una reproducción a escala, algo demasiado real: un lavadero con un lavarropas ¡en funcionamiento! dentro.                                                                                                 *

Mercedes regresó con Federico y los cafés. Yo los miré, estupefacto.

- Eso no es nada - deslizó Mercedes, mientras servía -. Esperá a que se detenga…

El lavarropas se detuvo y una mujer del tamaño de una falange apareció de la nada con un fuentón. No podía creer lo que veían mis ojos.

- Hola, Mercedes – saludó la mujer, con voz diminuta - . Hola, Fede…

Ellos le devolvieron el saludo y Mercedes nos presentó. Después la mujer le dijo:

- Vas a estar a las seis, ¿no es cierto?

- Sí, por supuesto – le respondió Mercedes.

La mujer regresó a la nada de la que había aparecido con el fuentón lleno de ropa. No acababa de salir de mi extrañamiento cuando se escuchó el ruido minúsculo de una puerta y, de un autito apoyado sobre otro de los estantes, emergió una chica con anteojos oscuros y actitud incriminatoria.

- ¿Hablaste con papá? – preguntó con insolencia.

- No, Felisa – le respondió Mercedes.

- ¿Ves que sos una fayuta?

- Ya te he dicho que no puedo…

- ¿Por qué no podés?

- Si te lo explicara, no lo entenderías.

Yo me pellizqué para asegurarme que no estaba soñando.

La chica comenzó a increparla y Mercedes nos dijo que la acompañáramos a comprar cigarrillos. Ya en el ascensor, empezó a contarme la historia. A Felisa se le había descompuesto el auto en algún lugar de ese Buenos Aires diminuto y quería que le avisara a los padres.

- Tanto insistió – continuó Mercedes - que un día me fijé en la guía telefónica. Efectivamente, ahí estaba el nombre del que decía era su padre, con el número y la dirección indicadas… Atolondrada por seguir corroborando, llamé. Me atendió la madre. Le dije que hablaba de parte de Felisa, que se le había descompuesto el auto y que si podían ir a buscarla. ¿Adónde está?, me preguntó la mujer. Estaba a punto de decirle: ´En mi departamento´, cuando caí en cuenta del contrasentido que sería decir eso. Quedé balbuceando incoherencias y corté.

A todas luces – prosiguió Mercedes – tenía que haber una Felisa normal. El deseo de ponerlos frente a frente con la Felisa diminuta me hizo pensar en entablar una amistad que me posibilitara invitarlos a mi departamento con cualquier excusa y así enfrentarlos con la realidad. Pero no se me ocurre cómo y, de ocurrírseme, presumo que sería una tarea tan ardua de realizar, que no tengo fuerzas ni ganas.

- Pero pensaste en otra posibilidad…- deslizó Federico.

- ¿Cuál? - pregunté.

- Comunicarme conmigo… - respondió Mercedes.

- ¿Cómo comunicarme conmigo? – pregunté.

Mercedes y Federico se rieron.

- A través de Silvia, la mujercita del lavadero – continuó Mercedes - . La semana pasada le pedí que se fijara en su guía telefónica si figuraba mi nombre y efectivamente está, con los mismos número y dirección… Le expliqué entonces que esa Mercedes Casares era yo. ´¿Para que hiciste que me fijara, entonces?´, me preguntó. Le dije que quería saber si podía haber una Mercedes Casares en su mundo diminuto. ´¿Para qué?´, volvió a preguntar. ´Para contactarme con ella´. ´Ah…´, me dijo. ´Haciéndola venir a tu casa´, agregué. ´Si no tenés inconvenientes…´. ´No, ningún inconveniente´, me dijo. ´Pero, ¿cómo?´. Le expliqué entonces un plan que pergeñamos con Federico.

El caso es que Silvia la llamó anteayer por la noche. Le dijo que hablaba de parte de Angeles Bengolea - que son mis segundos nombre y apellido -, la persona que la acompañaba en Bahía Creek la vez que vieron la cola de aquel animal mitológico emergiendo del mar (algo que me pasó a mí de chica, estando sola en esa playa y que nunca me había animado a contar por temor a que me tomaran por loca). Parece que mi alter ego preguntó entonces quién era esa Angeles Bengolea y cómo podía saber eso. ´Supongo que porque estaba con usted en ese momento…´, le respondió Silvia. Y agregó: ´Ella dice conocerla muy bien. Mañana a las seis de la tarde va a estar en mi casa, esperándola´. Y le dio la dirección. Así que estamos a la espera.

Los tres nos fijamos inmediatamente en la hora. Eran las seis menos veinte. Salimos del bar al que habíamos ido con paso ansioso.

*

En el departamento de Mercedes se hicieron las seis y media de la tarde, las siete, la luz empezó a caer y ni noticias de la Mercedes diminuta. Silvia ingresaba cada tanto al lavaderito, a conversar con Mercedes y en un momento (serían como las nueve de la noche) se disculpó, diciéndole que tenía que salir.

Yo me volvía a Alta Gracia al día siguiente. Mercedes me dijo que seguiría insistiendo, que Federico intentaría después algo para él y que luego estaba yo. Ellos me avisarían.

Nunca me llamaron. El guion salió publicado en la edición de Fierro de noviembre de 1986. Quedé encantado



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