Mercurio, mi ciudad

A mi vieja y a su primo, el tío Cuqui D'intino.


No había un farolito en la calle en que nací, pero si centinelas. Un tipo bajito que llevaba muchas llaves en su cinto y decía ser el jefe de la manzana, aunque no viviera en ella. El mercurio, mucho menos romántico, iluminaba la cancha del fútbol callejero y alguna esperanza. Los apagones eran frecuentes. Los jóvenes hacían sus primeras pitadas y descubrían el miedo, que antes era una abstracción. Oscuros de dolor escribían con el humo sueños despabilados.

El barrio desimismado iba perdiendo sus rumores, sus solidaridades y las picadas de sábado por la mañana, en la tapicería del Toto.

La ciudad, que fue un río, traía una carga de turbia historia. Marrón como el río que de tanto crecer, se fue haciendo ancha arena y caudal fino. El río y sus ranchos ribereños, y la conquista del desierto, y los malones, y ese no saber de qué lado estar.

El río y el campo, que fue ganando en alambrados, lo que fue perdiendo en gauchadas.

Mi calle era un río cuando caían un par de gotas y esa memoria de corta eternidad, me recordaba aquellas marronadas de la historia. Mi calle era la historia de cara al tiempo. El empedrado pertinaz frente al progreso se me hizo tango en las entrañas y no me suelta.

En esos adoquines va mi patria regalando lo que no tiene. En los sueltos, los amores debidamente no correspondidos, los amigos que migraron, los pocos inquilinos que iban yendo y viniendo cada dos años. En los más abigarrados mis padres, mis hermanos. Perfectos como son las familias en la infancia.

El empedrado. Los adoquines. La inundación. La inundación y su paradójica tragedia. Un aguacero que apenas tapaba el empedrado y las veredas finas. Que a veces se metía en las casas con unos centímetros de barro y de basura que tiraban los vecinos aprovechando la corriente. Nada fatal. Un parque acuático para los pibes descalzos. Un río a domicilio en pleno verano. Una pista de autos chocadores sin conductor, arrastrados por la ola marrón.

El petizo de las llaves pasaba con sus pantalones arremangados a la altura de la rodilla, pero no abandonaba la ronda. El tintinear del amplio llavero delataba su presencia al ritmo de su marcha. El tipo no hablaba. Todos lo conocían pero nadie sabía nada de su vida, tampoco averiguaban.

El Toto me venía a buscar para cruzarme a jugar en la tapicería. Era alto y tenía unas largas botas de goma. Ni las tardes de lluvia, ni el empedrado sumergido me privaban del placer de imaginarme grande a clavo y martillo. Ahí no se reconocía la diferencia entre el Toto, dueño y señor y el Hugo o el Abel que remachaban cuero a cuero su salario.

Arriba de los mesones estaba a salvo del aburrimiento de una infancia sin televisor. A salvo del jardín de infantes. Y a salvo de la Turca de la tienda que pasaba todos los días con su máscara de maquillaje. Ella y su tienda, que era una casa de brujas, me daban terror, ese horror abstracto, inexplicable que tal vez era una forma de entender los miedos reales que tenían los grandes. Ponerle cara al miedo. Un lugar, una geografía del espanto.

La tienda de la turca era una mugre, nunca entré pero se veía de afuera que para caminarla había que correr los rollos de tela y patear alguna rata. Sin embargo, no era un campo de concentración. Los grandes, que la saludaban al pasar, se enojaban con nuestra huida temerosa, aseguraban que era buena gente y que vendía telas de calidad a precio de amigo. Era el terror o el horror o el miedo que se respiraban y había que ponerle una cara. En esa crueldad de los niños, forjada a fuerza de cuentos de hadas, la Turca era la bruja perfecta.

La novedad de cada pérdida se veía en las brasas de los cigarrillos de mis padres al trasnoche. Pensaban que dormíamos, pero siempre fuimos noctámbulos. Hablaban despacio y a veces discutían a los gritos. Mi hermano que lo tenía más claro me consolaba, yo lloraba en silencio cuando levantaban la voz y él me decía que si gritaban estaba todo bien, que la cosa estaba jodida cuando la bajaban, como en secreto. La mala nueva no se contaba con alaridos.

Igual no fue por eso que me fui o que me echó. Ya no habían apagones, ni bajas, ni empedrado. Solo se salvaron el mercurio, el bicherío, y doña Dominga que chusmeaba en pose de arquero para atajar un penal. Me abracé a los adoquines el día que asfaltaron. El barrio festejaba el bicentenario, los desagües y un pavimento que ya no aflojaría el tren delantero. Mi vieja no lloraba como cuando quemó los libros, pero le faltaba poco. Ella también es un tango que sangra cada herida las antiguas cicatrices.

El barrio se hizo centro y nos cerró el estadio, se llenó de bocinas y enmudecieron los grillos. La plaza seguía a cinco cuadras pero ahora estaba a la vuelta de la esquina. Sacaron el puente con ruedas, porque ya no habría inundación, sin embargo el pequeño río vuelve cada primavera con el mismo caudal y más miseria.



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Comentarios:

- Gabriela Sosa: Bello y preciso relato

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