Travellings
Nápoles, las Dos Sicilias entre Nelson y Napoleón
Nelson Specchia

Mi nombre es Otia, y este nombre de falsa diosa romana de la tierra, como todo en mi vida tan ligada al agua, ha sido un equívoco. Un cúmulo de errores que se agiganta si se piensa que estaba llamada a ser todo lo contrario: la feliz esperanza de un reino feliz, la heredera de la gloria y de los honores que vienen acarreados por la sangre.
Esa esperanza estuvo sembrada en mi cuerpecito blando apenas nacido: Emma miró al hombre de su vida, conmigo en sus brazos, recién lavada de los humores y de las gelatinas del parto, y le dijo: "Nuestra niña, la que nos guardará en los años de la vejez, gozará las gracias que el tiempo nos ha retaceado a nosotros". El primer equívoco: el tiempo me ha sobrado, sí, pero pocos instantes de esta larga vida han sido de gozo. Hoy, ya cerca de cumplir los ochenta años, soy una anciana que mira con ansia a la muerte rondar mi cama, con tanta fuerza como mi madre, en su huida francesa, intentaba evitarla cuando su edad no llegaba ni a la mitad de la que yo cuento. Pero por entonces no era una cuestión de años: a Emma su tristeza la había convertido en vieja ya antes de cumplir la treintena.
Cada día de esa senilidad acelerada mi madre lo pasó repitiéndome la historia del equívoco de mi existencia, repicando las frases, como aquella que le dijo a su amado conmigo recién nacida en sus brazos. Una y otra vez, para que se me hicieran carne. O para pedirme perdón por haberme condenado a esta vida, donde los ocultamientos y las vergüenzas han venido a ocupar el lugar de las celebraciones que con vana esperanza me había augurado. Pero no contaba con la fuerza de la maquinaria de destrucción más poderosa del Imperio: la hipócrita doble moral inglesa.
Emma, mi madre, era una belleza. Los poetas italianos, tan exagerados como todos los italianos, escribieron que era la mujer más hermosa del mundo. No una de las más hermosas, nótese: la más hermosa. Emma vivía en Nápoles junto a su marido, embajador del Rey ante la corte de las Dos Sicilias. La pequeña comunidad inglesa en la corte napolitana era poderosa, y lord Hamilton, el marido de Emma, combinaba las labores administrativas de su cargo diplomático con los intereses comerciales y financieros de los mercaderes londinenses. Esa marca de fábrica de nuestra patria, donde la frontera entre la política del Rey y los negocios de sus principales súbditos es una cuestión difusa.
El caserón español que alquilaban los Hamilton en Nápoles estaba casi frente al Castillo del puerto; desde sus balcones, abiertos a la gran Bahía de Nápoles -una de las más altas maravillas del Mediterráneo- también se alcanzaban a ver la plaza redonda y las puertas del Palacio. Por ese caserón pasaban todos los hombres de alguna importancia que cruzaran por los territorios, de tierra o de mar, del español Reino de las Dos Sicilias. Las veladas en el salón de lord y lady Hamilton comenzaban al final de la tarde, para que los invitados pudiesen apreciar la postal irreproducible del sol hundiéndose en la bahía: dicen los lugareños, en las canzonettas, que los rayos solares espejándose en las aguas napolitanas son el remedio más eficaz contra cualquier tristeza. Emma, además, tenía el buen tino de hacer más liviano el aire de las cenas sentando a su mesa, además de los mercaderes, los diplomáticos, los espías de las diversas agencias del Rey (que pululaban por el sur de Italia) y los capitanes de los navíos de la Armada, a un número similar de artistas –pintores, músicos y poetas- que conformaban la cara más amable de Nápoles. Fueron ellos los que reprodujeron, en sutiles camafeos de cerámica, la piel tersa de Emma, sus ojos celestes y su cabellera rubia anudada en un rodete griego, tan apartado de la rígida moda de los tocados femeninos de entonces, habitualmente cubiertos a la luz y a la vista de los hombres por casquetes de tela amarrados con cintas. Y aquellos poetas fueron quienes asociaron su nombre a la cumbre de la belleza de una Europa hundida en humo y ambiciones.
Pero yo no la recuerdo así. Para cuando mi memoria infantil comenzó a registrar imágenes y colores, mi madre ya tenía la piel ajada y gris del desengaño, sus dientes se habían caído, y aquel manojo abundante de cabello dorado de los camafeos napolitanos era una bala de heno quebradizo y seco. Y mi nombre ya se había contraído en el vergonzante y disimulado Otia con que he cargado desde entonces.
"El sol no se había ocultado del todo, pero besaba ya el borde del agua" la tarde en que Horatio, mi padre, ingresó al salón de los Hamilton, repetía Emma entrecerrando un poco los ojos, como si aquel resplandor napolitano que cura todas las tristezas aún la cegara y llenase de un naranja mediterráneo el lóbrego dormitorio de Merton, del que rara vez salía. "Venía directamente desde el buque: con lord Hamilton habíamos visto su falúa recorrer el tramo de agua que separaba el barco de la escollera del Castillo… al descender, Horatio se calzó el sombrero y cruzó andando la calle hasta nuestra casa." Mi padre llevaba el sombrero largo con los picos hacia los hombros, cuando ya la mayoría de oficiales había adoptado la costumbre de protegerse con los picos hacia adelante y hacia atrás, ya que así sombreaba mejor los ojos. Él prefería la antigua usanza, para lucir hacia el frente el pendón redondo del Rey; incluso, a veces, también colocaba en el sombrero la legendaria medalla del Nilo, cuando las condecoraciones navales ya no cabían en la pechera de la chaqueta azul, salpicada de entorchados amarillos y botones de oro. "En realidad –decía Emma, bajando la voz como si estuviera revelando un alto secreto militar- usaba el sombrero con los picos hacia los costados porque le era más fácil colocárselo de ese modo con su único brazo…" Mi padre había recibido un disparo de mosquete sobre el codo del brazo derecho en Santa Cruz, Tenerife; ante la posible gangrena, el cirujano de a bordo había optado por serruchárselo entero, apenas por debajo del hombro. Desde entonces, lejos de disimularlo o de ocultarlo en un discreto doblez, llevaba el brazo vacío de la chaqueta de oficial plegado hacia adelante y prendido en el pecho con un imperdible, entre los entorchados, como una condecoración de guerra más.
"Verlo recortado contra el sol de la bahía, con el sombrero que le hacía alas de sombra, la espalda recta y la displicente parada sobre sus negras botas de caña alta; verlo en ese recorte de luz contra el balcón y saber que mi vida empezaba en ese momento, fue una sola y única cosa." Una vez, mientras le limpiaba los vómitos de las fiebres que se mezclaban con los otros humores expulsados por su cuerpo en ese lecho húmedo y hediondo, quise recordarle a mi madre que esa imagen –la del divino Horatio recortado sobre la bahía de Nápoles- estaba en los versos de uno de los tantos poemas italianos que habían celebrado, preñados de romántico agradecimiento, a quién había hecho tanto por la expulsión de los franceses de la península. "Quizás algún vate estaba también presente, o me lo escuchó relatar alguna vez", contestaba mi madre, renuente a diferenciar sus recuerdos de la mitología de Nelson, que los cruzaba por entero.
El propio sir William Hamilton, su marido, se lo había adelantado: "Esta noche vendrá un hombre fuera de lo ordinario –le había dicho a Emma durante el desayuno-, es bajito y feo, físicamente es poca cosa, pero se ha hecho a sí mismo: a pesar de ser apenas el hijo de un humilde pastor rural, al mando de la Armada de Su Majestad ha logrado ponerle los puntos sobre las íes al tirano. Y tengo la intuición que aún dará mucho más de sí." Quién hubiera dicho que el bueno de sir William tuviese el don de la profecía.
Aquella noche fue corta. Un guardiamarina llegó desde el buque con un mensaje para el capitán; Horatio se disculpó, besó la mano de Emma en la puerta del caserón español, y ella vio desde el balcón cómo subía a la falúa, los remeros empujaban con una urgencia controlada, matemática, y una estela de espuma rayaba una línea en el agua. Pero esos pocos minutos fueron suficientes para sellar su destino: ese hombre feúcho, medio tuerto, de canoso pelo ralo y más petizo que el mismísimo Napoleón (aún sobre las botas de taco y con los centímetros que le añadía el sombrero de picos, su estatura era menor a la de Emma) era el hombre que la vida le había asignado. Así fue. Y desde ese verano de 1793 ese hombre fue, además, su condena. Y la mía.
No solamente los minutos de esa tarde napolitana habían sido breves, sino que estuvieron muy alejados, en años, de la próxima vez que pudieron verse. Pasaron cinco larguísimos años, y –como tantas en la vida de mi padre- la ocasión del reencuentro con Emma fue heroica: el Ejército francés bajaba desde el norte arrasando la península itálica, y Horatio llegó con sus naves al puerto de Nápoles para evacuar a la familia real de las Dos Sicilias, llevándola hasta Palermo. También rescató a sir William y a lady Hamilton.
Emma había engordado un poco en ese lapso, pero mi padre, ya cruzada la franja de los cuarenta, se había avejentado el doble. Se alojó en el caserón español de los Hamilton y permitió que ella cuidara de sus heridas. Venía de destruir la Armada francesa en la batalla del Nilo, con la que había logrado expulsar a Napoleón de Egipto, y estaba todo magullado. Tenía el ojo izquierdo en compota por una esquirla, la espalda arqueada por un tajo mal cicatrizado, y ya había perdido por completo la visión del ojo derecho, alcanzado por el trozo ardiente de una bala de cañón durante el sitio de Córcega. Todos estos agujeros en su pequeño cuerpo los "asumía con nobleza", sostenía mi madre, asegurando que nunca ocultó ningún estrago: ni los que le habían provocado las fiebres de la malaria en las costas de las Antillas; ni quiso fajarse la hernia abdominal que le abrió un cañonazo cuando las guerras de independencia de las colonias norteamericanas; ni se cubrió con un parche –como los piratas- el inútil ojo derecho.
Una tarde, después de cambiarle las vendas y refregarle la piel con aceite de las olivas napolitanas, Horatio "levantó levemente las telas de seda con que cubría su cuerpo desnudo", y, ante la invitación, Emma metió el suyo en ese hueco esperado. El bueno de sir William decidió mirar para otro lado; mantuvo esa dirección esquiva en la mirada todos los años que siguieron a esa noche, formando una rara familia, un matrimonio de tres, aceptado sólo por la enorme sombra del héroe (como bien pudimos saber luego, con mi madre, cuando esa sombra desapareció).
En esa particular trilogía de amor, discreción y equívoco nací yo, un año después de que Emma se metiera entre las sábanas convalecientes de Horatio Nelson.
El regreso a Londres, con los Hamilton, lo hicieron por tierra. Como el hombre mítico que ya era, mi padre fue recibiendo aclamaciones y honores en cada ciudad que cruzaban, por haber expulsado a Napoleón de Egipto. A pesar de no estar a bordo de su barco, seguía vistiendo su uniforme completo de almirante, con el sombrero cruzado, todas las condecoraciones y la manga vacía prendida al pecho.
El retorno del héroe y sus relaciones con Emma fueron las noticias más comentadas en todos los rincones del continente. Y, por supuesto, en la capital del Imperio británico. Por eso mi padre no dejó pasar ni un sólo día tras el arribo a Londres: antes aún de su entrevista con el Rey (de la que saldría con el título de vizconde) fue a ver a su esposa, Frances, y le habló de Emma. Por supuesto que Frances Nelson ya lo sabía todo, como el resto de los ingleses. Horatio le ofreció la mitad de su salario de almirante de la Armada real, 1.800 libras anuales, para que lo dejara libre. Se separaron.
Era enero de 1800, comenzaba un nuevo siglo y una nueva vida: Horatio se trasladó al palacio de los Hamilton, mantuvieron su triángulo escandaloso con Emma y el viejo sir William, y comenzó a buscar esta casita en Merton, Surrey, que marca hoy los límites de mi mundo. Por entonces, yo –junto con el siglo- salí desde mi cómodo alojamiento amniótico de la barriga de lady Hamilton. Me pusieron el nombre de mi padre, Horatia; en definitiva, estaba llamada a heredar también la gloria que ese nombre implicaba.
Mi madre, en su tristeza, siempre sostuvo que fue un plan para arrancarlo de su lado, porque tras la muerte de sir William y el traslado de la pareja de amantes a Merton, el escándalo del héroe concubinado y criando una hija ilegítima era demasiado para la moral anglicana y para el conservador Almirantazgo inglés. Cuando la escuchaba, a veces tenía el impulso de decirle que Nelson nunca tuvo más que una única amante, y que no había sido Emma sino la mar. Y que, aún sin la orden del Almirantazgo de embarcarse de inmediato, no hubiera soportado por mucho tiempo ni Merton, ni Surrey, ni Londres, ni ninguna otra planicie que no se moviese con el viento y que lo separase del fondo de los abismos por apenas las pulgadas de la madera de un barco. Nelson era el egoísmo puro, tal como esa agua que requiere la dedicación y la entrega plena, exclusiva. Nelson era la mar. Y el viento y las tormentas y las profundidades abisales. Es otro equívoco intentar ir contra el destino.
Mi madre insistía, como un intento cada vez más desesperado a medida que se acercaba su fin: "Tienes que acordarte, no puedes no acordarte de él, te sostenía con su brazo; te besaba la frente, la barriga, los piecitos…" Horatio fue enviado de vuelta a la mar por el Almirantazgo apenas se instaló en Merton, junto a nosotras. Logró su primer permiso tres años después. Vino a casa, yo ya caminaba: mi madre decía que entonces tenía la edad suficiente para acordarme. Pero no lo recuerdo, o recuerdo lo que todos recuerdan: sus daguerrotipos en la primera plana de los periódicos; las reconstrucciones de su estampa en el puente de mando del Victory a la tinta o al carboncillo; las pinturas de su sepelio, en el carro fúnebre que imitaba la quilla del Victory en un mar de madera negra sobre el que se leía, en letras de pan de oro, "Trafalgar". Pero no recuerdo sus abrazos. Además, aquella visita, de la que Emma vivió el resto de sus días, fue de apenas veinticinco días.
Fueron tres semanas intensas. Ofendido y preocupado por nosotras, el vicealmirante (que ya era lord vizconde Nelson, par del rey Jorge de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda; y duque de Brontë, par del rey Fernando de las Dos Sicilias) protestó ante el monarca y ante la Corte, porque le seguían negando a Emma la pensión de viudez de sir William Hamilton; protestó ante el Almirantazgo, porque se negaban a entregarle a Emma los sueldos que le correspondían a él como marino en servicio; y reconoció públicamente su paternidad sobre mí. Debería acordarme, quizás, pero no recuerdo sus abrazos.
Antes de que se cumpliera la cuarta semana del permiso, y cuando ninguna de sus protestas había tenido tiempo de ser atendida, fue llamado nuevamente a la mar: la escuadra napoleónica, que se aprestaba en las costas francesas para cruzar el Canal de la Mancha e invadir Gran Bretaña, había comenzado a mover la flota franco-española estacionada en el puerto de Cádiz, y Nelson recibió la orden de detenerla. Decía Emma que el abrazo que me dio mi padre fue tan fuerte, que ella creyó que mis huesitos habían crujido. También se despidió así de ella. Pero yo no recuerdo ese abrazo.
Una mañana fría de octubre, antes del mediodía, el gran almirante mandó izar las banderas de señales con la orden de ataque. Quiero creer que, intuyendo lo peor, en esos minutos previos a la batalla bajó a su cabina y, con la poca destreza que le permitía la mano izquierda, escribió dos últimas cartas. Las dejó abiertas sobre su mesa, para que todos las leyeran. Son esas, las que todos han leído y todos decidieron ignorar: una dirigida a Emma, la otra dirigida a mí. "Escribo… mi queridísima Horatia, para hacerte saber que siempre ocupas el primer lugar en mis pensamientos… tu padre, Nelson & Brontë."
Cuando la Armada se acercaba a los barcos franceses y españoles, dispuestos en línea para repeler el ataque frente al cabo Trafalgar, un tirador francés, subido a la cofa del trinquete del Redoutable, alcanzó a Horatio con una bala precisa en su único brazo, que había alzado en ese momento: el hierro entró por la axila, le perforó el pulmón y le quebró una vértebra. Con el Almirante caído, el ataque siguió según el plan trazado minuciosamente por él y barrió con la totalidad de la escuadra enemiga.
A media tarde, con la batalla ya definida, Nelson murió.
No solo logró conjurar la inminente invasión a las islas británicas, sino que asestó el golpe que poco después terminaría con Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses.
Las cartas para Emma y para mí llegaron con el cuerpo agujereado de Horatio a bordo del Victory, que como todas las victorias (también la del poderío inglés) era provisional: el barco a duras penas se mantenía a flote. Todo el Imperio se declaró en duelo, pero a nosotras no nos dejaron entrar al velorio de Nelson. Llamaron a Frances para cerrar el féretro con el cadáver que habían conservado, desde la batalla, en un barril de brandy. Construyeron la carroza fúnebre que imitaba la nave insignia de la Armada, aunque yo no pude verla: tampoco nos permitieron asistir a la multitudinaria procesión.
Cuando, meses más tarde, un suboficial de rango menor del Almirantazgo nos trajo las cartas, le comunicó a Emma lo que mi madre ya sabía: no habría pensión ni resarcimiento alguno por parte de la Corona (las 2.000 libras de por vida serían para Frances); se le recomendaba, para no alterar la paz y la moral social, no abandonar la casita de Merton; y se sugería inscribir la criatura con el apellido del marido legal de Emma al momento del nacimiento de la niña.
No habría nada que heredar: ni fortunas, ni honores, ni honras, ni memoria alguna. Solamente quedarían los recuerdos de la mágica luz solar sobre la Bahía de Nápoles, y yo sería sólo Horatia Hamilton, la bastarda hija putativa de la amante del héroe.
"Será mejor que te llamemos Otia", me dijo mi madre cuando se fue el suboficial de la Armada. "Y nunca iremos a la mar".
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