Notas sobre el Festival de Cine de Cosquín 2025
Paula Arancibia Bravo

Este año volví al Festival Internacional de Cine de Cosquín con amigas, como parte de un ritual que se repite —y se renueva— cada otoño en las sierras. El clima acompañó con días a puro sol y noches frescas, y las salas, como era de esperar, estuvieron colmadas: funciones con entradas agotadas, estrenos muy esperados y una programación cada vez más precisa, diversa y arriesgada. En un panorama nacional marcado por el desfinanciamiento total del INCAA y el abandono deliberado de las políticas públicas de fomento al cine, el FICIC 2025 fue también un acto de resistencia. En ese contexto, el cine cordobés no sólo se sostuvo, sino que reafirmó su potencia: películas sensibles, personales y políticas que lograron abrirse paso sin renunciar a una mirada propia. A contracorriente, pero con una vitalidad notable, las y los realizadores locales fueron protagonistas de un festival que sigue creciendo, incluso en tiempos de repliegue.

Adiós a Las Lilas (o cómo filmar lo que ya no está)
Dirección: Hugo Curletto. Con Hugo Daniel Curletto, Jorge Marrale.
Vi Adiós a Las Lilas en una sala colmada, un martes a la noche. Tenía algunos datos sobre la película: que actuaba Jorge Marrale, que se trataba de una reconstrucción familiar. Pero decidí ir al encuentro sin leer demasiado. Lo que no sabía —o no quería saber— era que me iba a encontrar con mi propio padre, proyectado de formas que no esperaba.
La película comienza con una muerte, la del padre del director, y a partir de ahí todo se vuelve borroneado, movedizo, como si la propia película estuviera de duelo. Curletto reconstruye a su padre con un actor, con un guion que se desarma, con un rodaje lleno de dudas. Invita a Marrale para interpretarlo, pero Marrale se resiste, interroga el rol, el sentido de la película, la posibilidad misma de "revivir" a alguien en la ficción. Y en esa tensión, que podría haber sido solo un juego metacinematográfico, hay algo que duele. Porque, ¿cómo se representa a un padre cuando ya no está? ¿Cómo se lo filma sin convertirlo en símbolo, en mito?
Pienso en mi viejo. En lo que filmaría de él si me animara. Tal vez sus silencios. La forma en que cruzaba los brazos. Su manera particular de preparar el mate y de manejar. Hay escenas de Adiós a las lilas que me tocaron sin que pudiera explicarme por qué. Un cuerpo quieto, una taza sobre la mesa, un diálogo que no se dice. Esos gestos mínimos, cotidianos, son los que más se extrañan cuando alguien ya no está.

La película avanza entre capas de ficción y de realidad como si no le interesara demasiado la diferencia. En un momento no supe si lo que estaba viendo era un recuerdo real o una escena inventada. Pero eso no me importó. Porque lo que se siente es verdad, y eso alcanza.
Curletto tiene la delicadeza de no forzar la emoción. No hay frases épicas, aunque al final algo se asoma en un diálogo que estremece. Hay duda, hay respeto. Hay una pregunta que sobrevuela toda la película: ¿se puede filmar el amor sin impostarlo? Adiós a las lilas responde que sí, pero que es difícil. Que hay que estar dispuesto a perder el control. A veces parece que la película va a estallar, que se va a romper. Pero se sostiene. Como nos sostenemos a veces en medio del dolor.
Adiós a Las Lilas no es una película fácil de clasificar. Es una despedida, pero sin lágrimas, más bien con muchas risas. Es un intento de reconstrucción, pero sin certezas. Es un gesto amoroso hacia lo que se fue, pero también hacia lo que permanece. Una película que abre nuevos diálogos, que no busca explicar, que no busca impresionar. Y quizás por eso mismo, conmueve tanto.
Salí de esa función como quien sale de una conversación privada. Conmovida, sí. Pero también agradecida. Porque, en el fondo, Adiós a Las Lilas me dio permiso para volver a mirar a mi padre. Para recordarlo sin dramatismo. Para pensarlo.
Tal vez Adiós a Las Lilas sea eso: una forma de seguir escuchando. De mirar al padre incluso cuando ya no nos mira. De decirle adiós sin dejar de hacerle lugar.
Estén atentos a la cartelera de julio del Cineclub Municipal Hugo del Carril porque Adiós a Las Lilas vuelve a proyectarse en nuestra ciudad tras el éxito rotundo del mes de mayo.

Una casa con dos perros (Una casa que todavía duele)
Dirección: Matías Ferreyra. Con Simón Boquite Bernal, Florencia Coll.
Cuando apareció el título, pensé en otra casa, en una del interior profundo, donde pasé varios veranos con mi madre. Una casa donde el silencio pesaba, donde las rutinas eran largas y calurosas, donde el tiempo se amontonaba como el polvo en las persianas. Una casa donde la abuela no era ese ser tibio y protector que aparece en la película de Matías Ferreyra. En mi infancia, el mundo mágico estaba en otro lado, en las niñas que huían, reales o imaginarias, para escapar de todo eso. Por eso, al ver Una casa con dos perros, se me movieron muchas cosas. Algunas ideas dormidas, y otras que aparecen de vez en cuando como fantasmas que me susurran recuerdos al oído, en sueños o mientras viajo en colectivo. Verla fue como abrir una puerta, no hacia una memoria exacta, sino hacia una atmósfera que reconocí enseguida. Una casa calurosa, cargada de tensión. Una madre que intenta sostener lo que ya no se puede sostener. Un padre que viene y va, y que también fuma mucho. Un niño que empieza a ver sin comprender del todo. Y, sobre todo, una abuela.
La película transcurre en el 2001; el televisor encendido nos lo hace saber en varios momentos. Está todo ahí: la sensación de derrumbe, la pérdida de horizonte, el ruido de fondo que se filtra en los cuerpos. Ferreyra filma ese año desde lo íntimo. Elige el gesto. Elige los objetos. Elige los vínculos rotos. Y en medio de ese paisaje devastado, aparece la figura de la abuela como aliada, como cómplice, como alguien que puede ver lo que otros no ven.
Esa abuela le habla al niño del más allá, de la posibilidad de ver otras cosas. Le regala relatos como escudos contra la tristeza. Le ofrece una salida que no es la de la fuga, sino la de la imaginación. Hay algo que roza lo fantástico en ese vínculo, como si la infancia tuviera una última oportunidad de salvarse a través de la ternura. Y eso me conmovió, no porque me remitiera a lo vivido, sino precisamente porque me recordó lo que no fue.
Recordé a mi abuelo en realidad, que una vez me habló del universo mirando al cielo. Me contó que las estrellas eran agujeritos por donde nos miraban desde otro lado. Lo dijo una noche en la que dormimos afuera, porque el calor era insoportable. Pensé en eso durante la película. Pensé que quizás, cuando somos niños, siempre inventamos formas de entender el mundo cuando nadie nos explica nada. Pensé que Ferreyra también hace eso: inventa una película que explica lo que dolía sin enunciarlo.
Hay algo político en esa decisión. Porque Una casa con dos perros muestra el 2001 desde el archivo televisivo y desde el archivo emocional. Desde las sábanas al viento, desde las camas deshechas, desde los susurros a la noche. La crisis se cuela en los objetos, en los cuerpos, en los vínculos. Y eso, para mí, es lo más fiel que se puede ser a ese tiempo. A ese año en que todo se vino abajo haciendo ruido, mucho ruido de cacerolas en las calles y de balas. Como cuando una grieta se abre en una casa, tarda en notarse, y en cerrarse.
Su forma de mirar está atravesada por una pregunta: ¿Cómo se sobrevive al derrumbe sin perder la ternura? ¿Cómo se filma la caída sin caer en el rencor? En su película no hay explicaciones. Hay un niño. Una madre. Una abuela. Perros que aparecen y desaparecen. Que mueren. Y una cámara que se queda quieta el tiempo necesario para dejarnos entrar.

A veces siento que empecé a escribir para buscar personas entre las palabras, para rastrear, en las historias de otros, alguna señal. En Una casa con dos perros encontré eso: una película que replica historias y deseos, y que deja espacio para inventar un más allá que no sea solo el escape.
Una casa con dos perros no es, en el fondo, una película sobre el pasado. Es una película sobre el deseo de reparar. De imaginar una infancia alternativa. De filmar lo que dolió sin resentimiento. De construir una casa donde los niños y las niñas no tengan que entenderlo todo, solo sentirse a salvo.
Y quizás por eso salí del cine como flotando. Porque esa abuela no fue la mía —¿o sí?—, pero verla en la pantalla me la recordó. Me recordó paisajes, el río como un espejo, la civilización secreta detrás de la montaña. Me recordó que crecer duele. Y que, a veces, el cine sirve para inventar la ternura que nos faltó…
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