Travellings
Nueva York a lo alto y a lo largo
Nelson Specchia

En Estados Unidos la mirada tiene dos puntos de fuga: el desierto y el cielo. Al desierto van a recuperarse espiritualmente, en las profundidades del cañón del Colorado o cruzando pasajes lunares de piedras que penden, en un equilibrio siempre al borde de la desintegración, de otras piedras. A veces, cuando no consiguen la renovación espiritual anhelada, paran en un punto equidistante de todos los desiertos, Las Vegas, y dejan allí la última parte del alma en pena.
El otro punto de fuga es el cielo, y la vía que acompaña la mirada hacia el azul firmamento viaja por las paredes de los edificios. A diferencia de Las Vegas, que con sus explosiones de neón y de césped sintético es la negación misma de la idea de desierto, Nueva York es el cénit de la perspectiva de altura. Los rascacielos de Nueva York son los altares donde se queman los sacrificios a la monumentalidad y a la fuerza del hombre que se plantea domeñar el paisaje.
Y la perspectiva reclama siempre la compañía de lo simbólico: una tierra que carga con el adjetivo de "joven" -como un disvalor frente a la solera milenaria de sus primos europeos- apela a cargarse de símbolos que den cuenta (o que ayuden a construir) una historia más larga que el breve par de siglos que atestiguan los documentos. Por caso, la Liberty Tower, levantada sobre las cenizas de las Torres Gemelas, acaricia las nubes exactamente a los 1.776 pies del suelo (más de 500 metros), porque el antiguo símbolo que convoca en su extremo modernismo es el año de la independencia americana: 1776.
De este cruzamiento entre perspectiva de altura, ambición dominadora y ansia de antigüedad, mi rascacielos preferido de Nueva York es uno de los primeros: el Beekman. Surgido de la iniciativa de un inmigrante irlandés que había hecho realidad el "sueño americano", el Beekman alzó sus ¡diez! pisos en 1881, y los coronó con dos torres piramidales. Pero no recibió el nombre de Eugene Kelly -el entusiasta inmigrante recién enriquecido, que también levantó el pedestal de la Estatua de la Libertad- ni el nombre de la calle Beekman, en el Lower Manhattan, como hoy se lo conoce: en su fundación lo llamaron "Temple Court", por su parecido con el Palacio de Justicia de Londres, en aquella añosa, flemática y milenaria metrópolis de la que siempre están intentando escapar y a la que nunca dejan de imitar.
La daga de San Patricio
El alma neoyorquina se divide en cinco mitades: la irlandesa, la judía, la italiana, la negra y la latina. En este "melting pot", los "hispanos" vienen creciendo a un ritmo y a una tasa de natalidad tal, que hasta los demógrafos más conservadores le auguran una pronta supremacía numérica en la capital del mundo. Pero este fenómeno no se mostraba tan contundente a mediados del siglo XIX, cuando el país salía a los tropezones de la guerra civil que puso en disputa a dos modelos de sociedad; por entonces, a los herederos de los patricios fundadores que les habían arrancado Nueva York a los holandeses, se les oponían los duros colectivos de inmigrantes recién llegados desde el hambre de Irlanda. Los irlandeses, a diferencia de los "hispanos" en estos días, eran blancos y rubios; pero su diferenciación con los también blancos y rubios patricios pasaba por dos veredas más profundas: estos nuevos "n´yorkers" eran pobres, y eran católicos.
Durante años mantuvieron la cabeza baja, sirvieron en los muelles, en los bares de cervezas y whiskies, y en las filas del ejército federal que terminó derrotando a los sueños confederados. Hasta que la sufrida colectividad encontró a su héroe: el papa nombró obispo de Nueva York a John Hughes, un irlandés rubicundo apodado "Dagger", la daga. Hughes se puso manos a la obra sin perder ni un minuto: en unos terrenos aún asilvestrados, por entonces alejados del centro urbano, planificó junto al arquitecto James Renwick una fastuosa catedral neogótica que fuera el edificio más alto de Manhattan, que reivindicara el aporte irlandés y que alimentara su orgullo ante propios y extraños. Una iglesia que, por supuesto, se colocaría bajo la admonición de san Patricio, patrono de Irlanda.
La locura de Hughes ("The Hughes´ Folly") plantó su piedra fundacional en 1858; se financió con el aporte de los 103 irlandeses neoyorquinos que para entonces ya eran ricos (a razón de US$ 1.000 cada uno), y de las monedas de cientos y cientos de inmigrantes pobres. Abrió sus puertas en 1879, mostrando una inmensa nave de treinta y cuatro metros de altura donde caben más de dos mil quinientas personas. Hoy, tal como lo predijo la imaginación de "Dagger" Hughes, su ubicación en la Quinta Avenida, entre las calles 50th. y 51st., la coloca en el corazón neurálgico de Manhattan. En ella escuché el sermón de John cardenal O'Connor, pocos meses antes de que el cáncer lo matara: hoy su sombrero rojo cuelga del techo, a treinta y cuatro metros del suelo, llenándose de polvo.
Las tripas del ombligo
He soñado, a veces, que la superficie de Nueva York es un espejo: lo que de su suelo se alza (esas veredas con muros de cristal lanzados hacia el cielo) también se hunde en las bocas frías y oscuras del Metro. Nueva York sigue ahí debajo: unas líneas cruzan bajo otras líneas cuyos raíles de hierro se tienden, paralelos, bajo otras más. Serpientes espiraladas que no descansan: como la ciudad, el Metro nunca duerme, traquetea las cintas paralelas durante 24 horas, los 365 días del año.
Si en la superficie uno cierra los ojos y se concentra en las docenas de trenes que en ese mismo instante cruzan por los túneles intestinos de la ciudad, alcanza a percibir una suave vibración en las suelas del calzado. Y si se repite el ejercicio en cualquier rascacielos, en un piso superior al nivel 20º, puede sentirse la vibración ínfima de los cristales y del cemento, transportando por el aire los gemidos de las orugas subterráneas. Yo encuentro un encanto particular en el Metro de Nueva York. Todo lo que es ilusión y mascarada en las vidrieras y en los escaparates de las grandes tiendas de la calle, aquí abajo se convierte, de golpe, en palpitante realidad: dos vecinas leen un periódico en ideogramas chinos en las estaciones del sur; un hombre con maletín negro, consultando gráficos en el teléfono, sube al vagón en alguna perpendicular del distrito financiero; chicanos e italianos, vocingleros, suben dos estaciones después; turistas con mapas y botellines de agua a la altura de Central Park; y desde allí las pieles comienzan a oscurecerse, según las estaciones escalan los grados de latitud subterránea rumbo a Harlem.
Pero esa extrema diversidad, no puede ocultar una clave que se manifiesta desde que se accede por primera vez al Metro: en Nueva York el transporte subterráneo es el medio utilizado por los sectores populares. Y no es una conclusión a la que se arribe por el costo del boleto, precisamente. Sus líneas paralelas, una debajo de otra, llegan hasta las esquinas más improbables de Manhattan; las basuras amontonadas en los bordes de las estaciones; los sorpresivos cambios de ruta (en especial los fines de semana); las pinturas de graffitis con aerosoles flúor en las paredes exteriores de los vagones, en las interiores, en los asientos y hasta en los vidrios de las ventanillas; o la insuficiente calefacción en los andenes en pleno enero (o de aire acondicionado, y aún del suficiente oxígeno, en las horas pico del verano), dan la pauta que sus usuarios no conforman un "target" prioritario para las administraciones municipales.
El carácter insular de Manhattan, y la falsa creencia de que las ratas no nadan (o sea, que no pueden abandonar la isla), ha dado origen a una vieja leyenda neoyorquina: en los sótanos del subterráneo, en las tripas de la ciudad, anidan tantas ratas como habitantes en la superficie. Además, los roedores parecen seguir en Nueva York patrones diferentes al de otras grandes urbes (casi todas las metrópolis comparten el flagelo de la sobrepoblación de las "rattus rattus" y de las "rattus norvegicus", los dos géneros de la familia de las "muridae" que nutren las cloacas urbanas): en Nueva York, a tono con su cultura cosmopolita, son desinhibidas y altaneras. Nada de ocultarse, meterse en el hueco de la pared cuando alguien se acerca; o de salir corriendo ante la amenazadora presencia de un gato grande. Al contrario: las ratas neoyorquinas se dan vuelta, y comienzan a correr al gato.
Más allá de las leyendas urbanas, hay ocasiones en que el flagelo se muestra en su real dimensión, y eso pasa cuando las ratas son obligadas a dejar sus madrigueras habituales de la red de túneles subterráneos y se ven impelidas a salir a la superficie. Uno de los últimos eventos que dejaron en evidencia esta incómoda coexistencia ciudadana ocurrió tras el paso del huracán "Sandy". Las primeras en abandonar el barco cuando se hunde, reza la leyenda, son las ratas. Y también son ellas las primeras en intentar escapar cuando llega un huracán. Pero, en una isla... ¿escapar hacia dónde? Las tormentas de "Sandy" inundaron los túneles del metro, entonces las ratas inundaron las calles de la capital del mundo: una visión dantesca.
Desde el último huracán han comenzado a aplicar nuevas estrategias contra las ratas, llegando a declararles abiertamente la guerra: les destinan millones de dólares anuales del presupuesto municipal a las ratitas; han aumentado la frecuencia con la que se vacían los tachos de basura; instalaron en los parques nuevas papeleras de acero que compactan los desperdicios; y hasta crearon una brigada de funcionarios dedicada al exterminio (la nueva arma tecnológica es el hielo seco, con el que llenan las madrigueras antes de taponarlas).
Por lo que he visto, sin embargo, parecería que la tan mentada guerra se está perdiendo, y merced a un aliado inesperado de los roedores: el cambio climático. Ese, precisamente, que toda la derecha Republicana dice a los gritos que no existe. Los inviernos más suaves elevan la supervivencia de las ratitas, y –ya de por sí prolíficas- les aceleran su proceso de reproducción. Las miles de toneladas de desperdicios que genera a diario Nueva York han hecho, además, que las "rattus rattus" aumenten, en paralelo, su peso y su tamaño. De ahí que los gatos salgan corriendo ante su presencia.
Pero Manhattan, que tuvo alguna vez entre su fauna fantástica al mismísimo King Kong, no se amilanará ante las ratas, por más híper desarrolladas y musculosas que estén. Así, han comenzado a armarse "patrullas ciudadanas", que salen con las primeras horas de la noche a batir los agujeros de la ciudad, buscando nidos de roedores con el auxilio de perros Bedlington terrier y Jagd terrier. El nuevo ejército de voluntarios se llama a sí mismo Ryders Alley Trencher Society (han elegido un nombre tan largo y rimbombante porque sus siglas, en inglés, da la palabra "RATS", ratas). Obviamente, ya están preparando un par de películas sobre ellos.
El techo del mundo
En la simbología del optimismo, los extremos máximos alcanzables constituyen el botón de todas las muestras. Y de esos extremos, aquellos logrados merced a la inventiva y al esfuerzo del hombre, domeñando la técnica y los límites que impone la naturaleza, se alzan como los botones dorados.
En esta lógica de adelantados y conquistadores modernos, durante más de cuatro décadas del siglo XX el Empire State Building fue el rey: desde el nivel de la vereda hasta la punta del pararrayos de su antena principal, la opulenta torre se eleva cuatrocientos cuarenta y tres metros, en el número 350 de la Quinta Avenida de Nueva York. Durante esas cuatro décadas tan optimistas y victoriosas, mientras el jazz ocupaba los clubes del Midtown, el rock atronaba en los edificios estudiantiles del West Village y la bachata comenzaba a reemplazar a las trompetas y a los tambores cubanos en el Harlem, el Empire State fue el techo del mundo, la máxima altura alcanzada por la tecnología arquitectónica y constructiva. Y fue, también, la posibilidad de contemplar ese mundo que él mismo presidía desde arriba: cualquiera, democráticamente, pudo subir hasta la terraza de su observatorio en el piso 86 (y aún hasta el balcón del piso 102, para tararear, con el viejo Frank Sinatra, "I wanna wake up in a city / that doesn't sleep/ and find I'm king of the hill, / top of the heap...") Hoy esos extremos, esos bordes de lo posible son parte de la historia y el límite de las altas azoteas se ha incrementado en otros horizontes, alejados todos del "Estado Imperial": en las ciudades artificiales de los desiertos petroleros o en los sobrepoblados puertos del Oriente.
Aun así, yo sigo disfrutando de los atardeceres malva desde ese mirador de Manhattan, y no puedo evitar, acodado en los bordes de su balconada, pensar en el enorme King Kong de celuloide escalando intrépido la torre, desde su lobby art decó hasta la antena que señala la proximidad del cielo, mientras canto bajito "I'm gonna make / a brand new start of it / in old New York. / And if I can make it there, / I'm gonna make it anywhere..."
La conjunción perfecta de este techo del mundo son las paredes de la esquina: la Plancha de Hierro. Los numerólogos de las diversas civilizaciones se han detenido en el estudio del número tres. Los druidas y sus piedras triangulares; los sabios caldeos; los matemáticos del Antiguo Egipto, que habrían calculado en base al tres la arquitectura solar de las pirámides; los cabalistas judíos que lo habrían utilizado para proyectar las infinitas combinaciones del nombre de dios; el "trinum" romano, el primer impar que integra al uno y al par; hasta la especulación teológica cristiana del Uno que es Trino: una Persona en tres naturalezas, el Padre, el Hijo, y el Espíritu. Desde allí, los ecos trinitarios se dispararon: tres reyes magos, tres regalos (oro, incienso, mirra); al tercer día Jesús resucitó y tres veces los ángeles proclamaron "¡santo!, ¡santo!, ¡santo!". Y hasta dicen que el número tres aparece 333 veces en la Biblia, aunque a mí nunca se me ha ocurrido comprobarlo. Y desde ahí en adelante: es el tercer valor de la serie de Fibonnaci; es el tiempo (pasado, presente, futuro); es la metafísica (ser biológico, ser intelectual, ser celeste); es la alquimia (azufre, sal, mercurio); define los colores primarios (azul, amarillo, rojo); es la materia (sólido, líquido, gaseoso); ¡y hasta es el núcleo de la música! (claves de sol, de fa, de do). En fin, que uno de los aspectos que había logrado quedar al margen de esta "tresificación" era la arquitectura: desde la antigüedad más anciana los habitáculos humanos habían sido circulares o rectangulares. Incluyendo las construcciones mortuorias (después de todo, hasta las mitológicas pirámides tienen cuatro lados). Esto fue así hasta que al arquitecto Daniel Burnham le asignaron un predio del Bajo Manhattan, cuando el siglo XX recién se inauguraba, con el encargo de diseñar uno de los primeros rascacielos de la ciudad. El cruce de la Quinta Avenida con Broadway cortaba la esquina en un ángulo de 25 grados, y la 22nd. Street, por el sur, formaba un triángulo imposible. Pero Burnham encontró un aliado insospechado, que a partir de él sería la base de todos los demás rascacielos que se construyeran: la estructura de planchas de acero soldadas.
Así nació el Flatiron Building, con apenas dos metros en la esquina del vértice: un ángulo tan cerrado que terminó generando un túnel de viento por la Quinta Avenida hacia el sur. Con sus 22 pisos y sus 87 metros, fue el rascacielos más osado en 1902, cuando se inauguró. Y las planchas de hierro ("flat iron"), resistieron: hoy es el más antiguo de Nueva York, y sigue en pie.
Y a ese techo y a esas paredes las complementa una de las fachadas más icónicas: el rojo frente del Chelsea.
Una de las caras más sombrías de la poliédrica Nueva York es aquella de los muertos ilustres que siguen caminando, como presencias fantasmales permanentes, sus calles y sus barrios. Habitantes de una dimensión ultratúmbica que, como todas las demás, ha sido engullida también por el tráfico comercial turístico de la isla: lejos de ser presencias incómodas, los fantasmas neoyorquinos colaboran en la ingente fabricación de recursos de la ciudad más rica del mundo. Como el fantasma de Sid Vicious gritando en el Chelsea.
La historia es más o menos así: el Chelsea Hotel es un enorme edificio de fachada rojo sangre y balcones de negro hierro forjado, construido en 1883. Se alza en el número 222 West de la 23rd Street, entre las avenidas Séptima y Octava, y es un crisol de historias (tal vez, inclusive algunas reales) relacionadas con el ambiente cultural y artístico de Manhattan durante más de un siglo. Unas inmensas placas de bronce adheridas a las columnas del frente detallan los nombres de los visitantes más ilustres y dan brillo al edificio color sangre; pero la memoria de sus inquilinos vivos se mezcla con el atractivo de los fantasmas que lo siguen recorriendo.
Una tradición –la de morirse en el Chelsea y permanecer en él- que comenzó con el Titanic: allí alojaron a los sobrevivientes del naufragio cuando llegaron a Nueva York, pero muchos se suicidaron por el trauma, como Mary, que se ahorcó en el 8º piso después del hundimiento y desde entonces recorre sus pasillos. Entre los ilustres huéspedes que recogen los registros hay una buena parte de la flor y nata de la cultura del siglo XX: en una de sus habitaciones Arthur C. Clarke escribió 2001, Odisea del espacio; en otra Robert Zimmerman transformó su nombre en Bob Dylan (en homenaje al poeta Dylan Thomas, que también murió en el Chelsea) y compuso Sad eyes Lady of the Lowlands; Andy Warhol rodó allí, en 1966, su película Chelsea Girls; en la pieza 614 Arthur Miller intentó superar su divorcio con Marilyn Monroe escribiendo cuentos; Leonard Cohen se encontró con Janis Joplin en uno de los ascensores, subieron juntos a la habitación 415, y de las horas siguientes surgió la canción Chelsea Hotel Nº 2, que Cohen cantó hasta sus últimos días; Jack Kerouac escribió allí, en apenas tres semanas, On the Road, una de las novelas bíblicas de la Beat Generation.
Y así, la lista sigue y llena páginas: Mark Twain, Jimi Hendrix, William S. Burroughs, Tennessee Williams, Keith Richards, Allen Ginsberg, Simone de Beauvoir con Jean-Paul Sartre (en habitaciones separadas), Charles Bukowski, Stanley Kubrick, Patti Smith, Frida Kahlo y Diego Rivera (en la misma habitación), o nuestro Antonio Berni, son algunos de los registrados en sus libros de entrada.
Muchos de estos fantasmas siguen rondando las paredes de la fachada roja, pero ninguno supera en expectativa al más trágico de ellos: Sid Vicious, el bajista de los Sex Pistols. Vicious vivía en el Chelsea con su mujer, Nancy Spungen, hasta que el 12 de octubre de 1978 unos gritos desaforados cruzaron todos los pasillos del hotel, y Sid bajó las escaleras, cubierto de sangre y relleno de heroína, sin dejar de gritar. El cuerpo de Nancy yacía, abierto a puñaladas, en la cama de la habitación 100. Sid Vicious pasó tres meses preso, pero lo largaron por falta de pruebas; esa misma noche hizo una fiesta para celebrarlo y murió por sobredosis. Tenía 21 años. La habitación 100 del Chelsea Hotel no ha vuelto a ocuparse desde entonces, pero los inquilinos de las piezas cercanas dicen que los gritos de Sid se siguen escuchando. Y yo, que me alojé en la 78, sé que efectivamente así es.
Broadway, Nueva York a lo largo
De todas sus arterias, desde las anchísimas avenidas, las calles arboladas de la vera de los parques, y hasta las callejuelas tortuosas del Bronx, ninguna tiene más prensa, atención y "charme" que la estupenda Broadway Street. La larga calle (unos 21 kilómetros a través de toda la isla de Manhattan) funciona como un reflejo de la misma ciudad: es bulliciosa, siempre está llena de gente, siempre moviéndose, y no parece terminar nunca.
Si se llega por primera vez a Nueva York, las guías turísticas recomiendan comenzar el recorrido de Broadway en Battery, un lugar y un nombre que se remontan a la artillería de defensa montada allí hacia el siglo XVII, para proteger a la pequeña colonia de la bahía; y este recorrido típico asciende por Bowling Green, Trinity Church, St. Paul's Chapel, Sun Building, el Flatiron, y Shubert Alley, ya en Times Square. Y es un buen recorrido.
Pero en segundas o terceras visitas (o en primeras con más tiempo, cuando ya se ha hecho una pasada de reconocimiento por los highligts de la ciudad) se puede descubrir aún más Broadway que aquella que aparece en las guías al uso. Algo así es lo que ha intentado el profesor Fran Leadon, académico del City College, un enamorado de la historia y la arquitectura de este ombligo del mundo. Tomando como referencia el clásico libro On Broadway, de David W. Dunlap, de los años 90, el profesor Leadon ha publicado una nueva reseña sobre la mítica calle: Broadway: A History of New York City in Thirteen Miles, donde devela secretos, esquinas y recodos que quedan fuera del tradicional circuito central por la avenida.
La investigación de arqueología urbana de Leadon se detiene especialmente en las cuadras menos transitadas, como la parte donde Broadway se fusiona con Riverside Drive y Dyckman Street. Allí puede verse, por ejemplo, lo que alguna vez fue una de las esquinas centrales en la "Golden Age", en Inwood, donde Broadway se encuentra rodeada de sitios históricos idiosincrásicos, opacados por el trajín comercial de las veredas. Uno de estos sitios es la Granja (y museo) Dyckman: una casa colonial flamenca superviviente de los tiempos de Nueva Ámsterdam. En la misma dirección, unos metros más al Norte, la Granja Benedetto, el último solar que funcionó efectivamente como granja -con pollos, patos y gansos- en Manhattan, hasta mediados de los 50 del siglo pasado. Hay que saber rascar la superficie: la Dyckman está acorralada por una estación de servicio bastante ordinaria, y la Benedetto por un almacencito barato.
Otras rarezas: en el lado Oeste de Broadway, hacia 212nd St. está el Isham Park, alguna vez una villa italiana propiedad del comerciante de pieles William B. Isham, en un promontorio con amplias vistas hacia el río Hudson. Y aún más raro: en el taller mecánico que hoy está entre las calles 215th y 218th, hay una réplica exacta, y en mármol, del Arco del Triunfo. Sí, el de verdad, el de París. El "Arc de Trionphe" descoloca en una primera mirada, ¿estamos en un hotel de Las Vegas, acaso? Pero luego, al mirar con detenimiento los graffitis y las diversas cicatrices de las piedras, queda en evidencia una vez más la desmesura neoyorquina, que hacia 1855 alzó todo un Arco del Triunfo como portón de entrada a otra granja, la de John F. Seaman. Un constructor excéntrico, como su mismo origen: era bisnieto del más célebre de los piratas, "sir" Francis Drake.
Y el descendiente del pirata hizo escuela: otro vecino lo imitó y reprodujo (hoy a la altura de la 215th St.) la monumental escalera de 110 escalones de Montmartre. También en mármol, la escala que evoca la calle Foyatier de París conecta Broadway con Park Terrace East, y desde allí al predio donde, según la leyenda, los holandeses le compraron Manhattan a los indios, por 24 dólares: Inwood Hill Park.
Broadway, en todo caso, recibió su nombre porque comenzó en las extensas murallas del siglo XVII de Fort Ámsterdam, en una colina que bajaba hasta Bowling Green; antes, en las sucesivas épocas holandeses, también se llamó Heere Staat, luego High Street, luego Brede Wegh, luego Broad Way... Con cualquier nombre, lo cierto es que la primera mitad de la arteria fue el motor económico de la ciudad primigenia. Y hoy sigue siendo, si no el corazón, sí la columna vertebral: la línea que divide -o que une- el centro, el rico costado Oeste, y el (en otro tiempo) más barato lado Este. Y en Washington Heights, los judíos al Oeste y los latinoamericanos al Este.
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