Postales perdidas
Silvia Barei
El género epistolar -cartas, tarjetas, breves epístolas- supo ser un modo de escritura familiar que, en tiempos de comunicaciones difíciles, era una práctica habitual para mantener el vínculo entre las mujeres (sobre todo) de las familias que se habían ido a vivir a otras tierras, dueñas de la memoria de los cumpleaños, los casamientos, las festividades pueblerinas, los duelos. Nos señala Derrida que una de las condiciones de la tarjeta postal es la apertura, es decir, su contenido está a la vista y puede ser leído por personas no previstas. Uno podría imaginar la curiosidad como un rasgo distintivo de los carteros, no tanto por las frases cortas y las mínimas cosas que pueden escribirse en tan poco espacio, sino por su anverso: un dibujo, una fotografía, un diseño gráfico, la copia de un cuadro famoso o un paisaje. La "difference" como aplazamiento del sentido nunca cerrado ni definitivo nos permite especular que la intención del destinador, las miradas intrusas, incluso transgresoras del despachante de correo o del cartero y la lectura del o la destinataria, tienen pocas opciones de coincidencia. Sobre todo si la tarjeta no llega a destino.
A propósito, hace poco leí esta información que tiene tintes curiosos y que sin embargo es real y además, se conecta con historias de mi propia familia.
Historia I
Lo que parece un cuento pero no es ficción, nos revela la siguiente historia: Después de 121 años, una postal finalmente llegó a su destino en Gales. Eso sí, tomó un poquito más de tiempo de lo planeado. La tarjeta, que en realidad estaba dirigida a la "señorita Lydia Davies", fue recibida en devolución por una empresa que ahora tiene su sede en la ciudad de Swansea, al sur de Gales (Cymru en el idioma celta originario). Nadie se explica dónde se perdió y cómo encontró su camino de regreso un siglo y pico después. En el momento de la postal, un señor John F. Davies vivía en Swansea con su esposa María y seis hijos; la mayor se llamaba Lydia, quien probablemente tuviera 16 años, según han demostrado las investigaciones.
Como no está del todo claro cómo acabó esta tarjeta en la empresa desde donde partió, un portavoz del Royal Mail especuló al respecto: "Es probable que esta postal se reintrodujera en nuestro sistema y permaneció en el correo sin ser registrada como perdida durante más de un siglo. Si un envío está en nuestro sistema, estamos obligados a entregarlo en la dirección correcta". Claro, más de un siglo después y con poca puntualidad inglesa, pero a cumplir con la responsabilidad!.
El anverso de la tarjeta muestra un ciervo en un paisaje invernal y al dorso, un tal Ewart le escribe a Lydia unas breves palabras y pide que le mande también saludos a "Gilbert y John". ¿Sería una tarjeta de Navidad? .¿Vendría de una región o un país aún más frío que Inglaterra?. ¿Cuál era la relación de Lydia y Ewart?. ¿Gilbert y John son hermanos de Lydia?, etc etc. El aplazamiento de la entrega real y del propio sentido de lo escrito, nos permite estas preguntas y un sinfín de elucubraciones. La tarjeta postal está escrita en cursiva negra y lleva una estampilla verde de medio penique con el retrato del rey Eduardo VII (1901-1910). La empresa real anda buscando (sin prisa, claro) a familiares de los destinatarios y esto parece complicado: el apellido Davies es muy común en Gales. Imagino como posible que los descendientes ya no vivan en Gales, que hayan emigrado o que la familia haya considerado a Ewart, en aquel momento, un perdido, un indiferente o un desagradecido. Vaya a saber qué. En tanto, la empresa ha podido averiguar que Lydia se casó con un hombre de Londres dueño de un hotel, sin saber obviamente, de la postal perdida. También sin saber nada de la historia de esta familia, se me ocurre que algún descendiente de los Davies puede vivir en la Patagonia argentina, tal vez en Gaiman o Trevelin y también alguna vez, alguien de la familia puede haber viajado a Inglaterra en busca de los pasos perdidos de sus ancestros.
Historia II
En mi casa guardo un pequeño baúl con fotografías, cartas y tarjetas postales que iban y venían cruzando el mar, desde Buenos Aires al país vasco español. Más exactamente, a un pequeño pueblo de montaña denominado Etxalar. De hecho algunas de esas postales fueron devueltas con un sello del correo argentino en la que se indica Dirección desconocida. Y en una de ellas se lee, con una letra cursiva de caligrafía perfecta, la pregunta de mi abuela: "Están ustedes bien? No he recibido respuesta a la postal enviada con motivo del cumpleaños de Cayetano". La postal devuelta a mi abuela no tiene un ciervo en el anverso sino una fotografía de los lobos marinos de piedra en la Rambla de Mar del Plata. Y un mar en color sepia que uno tiene que imaginar como azul.
Hace pocos años y como los galeses que imagino que pueden haber regresado a Swansea, volvemos al país vasco con mi hermana Laura y con parte de la familia joven que vive en Francia y en Suecia. Vamos a Etxalar, tierra de los Berrueta, familia de mi madre. Caminamos por sus callecitas empedradas, nos paramos a ver cómo juegan al Jai alai, la pelota vasca a la que se pega con una raqueta de mimbre, entramos a la antigua iglesia, nos sentamos en la plaza llena de flores en un verano algo lluvioso. Yo recuerdo historias de la familia vasca, historias que me contaron, historias que yo sé por la Historia, y les cuento que cuando estuve en Madrid presentando uno de mis libros, me dijeron burlonamente, que si era cierto que tenía cuatro apellidos vascos, podía pedir que en Euskadi me pusieran alfombra roja.
Por entonces yo creía que mis cuatro apellidos vascos eran Berrueta, Endara, Echeverría, Aguirre. Luego me dijeron que no eran cuatro sino al menos veinte. Y finalmente, el árbol genealógico rearmado por la búsqueda minuciosa del marido de mi hermana, nos remontó al siglo XIV y a unos sesenta apellidos vascos. Antes de los Aguirre, están los Oscariz, Garmendia, Arburua, Miquelstorena, Iturria, Tellechea, Irigoyen, Sanzberro, Larregui, Baquedano, Iribarren... y acá me detengo porque como nos recuerda Borges, toda enumeración es inútil y potencialmente infinita.
Algunos apellidos se repiten en el tiempo. Imagino casamientos entre primos, entre tíos y sobrinas, entre hermano y hermana. Podría imaginar también historias terribles, historias románticas, historias de hambre y de supervivencia de esa gente rústica, amurallada entre las montañas de Gorbeia o Aizkorri, en este paisaje que ahora parece haberse dulcificado sin ocultar sus bordes de antigua sangre.
Sin conocer la biografía de los galeses de la postal extraviada, puedo vincular los derroteros comunes de las familias de migrantes y pensar o imaginar cómo hicieron ese joven Berrueta, ese posible Davies para llegar a la Argentina ( la otra punta del mundo) con sus cicatrices, su mudez, su duro carácter de hombres de montaña, una lengua áspera parecida a ninguna lengua conocida en el caso del vasco o la lengua celta tan diferente a la del inglés conquistador. Cómo hicieron para hacer borrón y cuenta nueva.
Cuánto resentimiento arrastrarían, cuánto deseo de ser otro en otra tierra, cuánta agua había que poner de por medio. Y también cuántas dificultades y cuántas oportunidades en una patria nueva. Qué fuerte voluntad tuvieron para dejar atrás el terrible peso de cargar en sus espaldas los sesenta apellidos vascos o galeses (tal vez les pareciera natural o tal vez no lo supieran) y la difícil historia de dos pueblos: uno que nunca quiso ser España, el otro considerado pobre, diferente y bárbaro (wales quiere decir "extranjero" en inglés antiguo) por la corona inglesa.
Gora Euskadi askatuta, dicen aún las pintadas en las paredes de Exalart. Viva Euskadi libre.
En cambio, los galeses votaron por el Brexit. No sé qué dirán las paredes de Cardiff o de Swansea.
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Comentarios:
- Andrea Guiu: Preciosa historia, de la pluma exquisita de Silvia Barei.
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