Travellings
Puglia, el dulce sol del Sur
Nelson Specchia

Totò es flaco y ágil. Tiene una edad indefinida, entre los sesenta y los noventa años. Se mueve permanentemente. Su piel, de un verde tostado, está bronceada de una manera definitiva por el sol del Salento. Una barba rala y cana atenúa la piel quemada, y la sonrisa permanente le aporta una ternura que la voz y los gestos quisieran negar. Porque Totò habla todo el tiempo, y todo el tiempo sonríe. Y su mano derecha gesticula casi con antelación: el gesto de la mano sonríe antes aún de que la sonrisa llegue a ocupar el rostro curtido.
— "Ahora vamos todos a probar los pasticiotti", dice Totò.
Los sobrinos, resignados a las órdenes (distintas, contradictorias, permanentes) de Totò, lo miran con cierto desánimo. Ya han recorrido varias docenas de aldeas, apenas algunas de los más de cien pueblos de casas blancas y bajas, repartidas azarosamente entre callecitas tan angostas que hay que caminar en fila india, trazando círculos, curvas, subidas, cortadas, para llegar a ningún lado, sólo andar. Cuando los sobrinos dijeron que ya estaba bien de aldeas griegas (Calimera, Martano, Castrignano dei Greci, Corigliano d'Otranto, Melpignano, Soleto, Sternatia, Zollino, Martignano…) y de callejones sinuosos, Totò los trajo hasta Lecce, la "Florencia del Sur", una explosión del barroco más recargado que hayan visto, todo labrado en una piedra blanca, dócil, de las canteras de la Apulia.
— "Pero Totò –amagan una débil protesta— dijiste que iríamos al faro de Santa María de Leuca..."
— "¡Iremos! –no confirma, sino ordena Totò—. ¡Pero antes probaremos los pasticiotti!" Y mirando las blancas fachadas barrocas de Lecce, abre los brazos como un Cristo extasiado y canta: "¡Lu Salentu, lu sole, lu mare, lu ientu…!" Con los sobrinos argentinos Totò habla en un correcto italiano, pero entre ellos, cuando se dirige a sus hijos o a las docenas de parroquianos con que se cruzan —y Totò saluda a todos— lo hace en Grecco (o Griko, o como lo definen los lingüistas, en Katoitaliótika): el antiquísimo idioma de la Magna Grecia, prerromano, conservado a través de los milenios por el habla popular, y que está resurgiendo en nuestros días, difundido por el folklore Grecco Salentino; inclusive se lo ha incorporado como enseñanza en las escuelas públicas.
El sur de Italia ha estado escondido, durante edades ciegas, entre las grandes piedras grises de las murallas naturales. Un secreto de aguas azulísimas a cielo abierto: calas escondidas entre rocas y manantiales de aguas frías. Algunos surgentes de las entrañas de los montes escarpados anuncian, en su soledad de milenios, un recodo de arena sin nadie, fuera de las rutas del turismo globalizado. Roma en el "ferragosto" ha sido una caldera, los sobrinos han llegado al Salento con la piel ardiendo, y buscan las caletas perdidas entre las rocas. Quieren mar, quieren playa: el Salento —el taco final de la bota italiana, repartido entre las provincias de Lecce, Brindisi y Taranto— tiene más de 250 kilómetros de playas fuera de esas rutas turísticas que malogran todo paraíso natural: las arenas blancas y planas sobre el Jónico, y las rocosas y escarpadas, cayendo a pique sobre el más turquesa de los mares, sobre el Adriático.
— "¡Iremos a las playas! –anuncia Totò. Má... después de probar los pasticiotti…" Mientras les enseña una canción popular en Grecco, el "Kalinifta", que cantarán esta noche en la cena familiar, "¡Y todos deben saberla"! Es una tonada muy pegadiza, que recuerda los bailes aldeanos de Zorba el Griego, los sobrinos le preguntan por el significado de esas letras tan impenetrables: "¡Ah, el amor…! ¡el amor! ¡siempre el amor!", dice Totò, por toda explicación. (Más tarde los sobrinos encuentran una traducción aproximada, la canción —que, en efecto, es una balada amorosa— dice: "Tú deslizas tu mirada en la noche/ Con cada pensamiento que atraviesa esta escena/ me quedo mirando por la ventana, mi amor,/ mi corazón se acelera al verte./ Cada pensamiento en esta escena,/ cuando estás, me estremezco,/ sin miedo, sin duda, sin vacilación./ ¡Todo en mi corazón todo se vuelve intenso!" Aprenden a cantarla imitando la fonética de Totò:
Ti en glicea tusi nifta ti en òria
C'evò è pplonno penseonta 'ss esena,
c'ettù—mpi 's ti ffenestra—ssu, agàpi—mu
tis kardia—mmu su nifto ti ppena.
Evò penta se sena penso,
jati sen, fsixi—mmu, 'gapò,
ce pu pao, pu sirno, pu steo
¡'s ti kkardia panta sena vastò!
Junto a las calas, unas pocas grutas escondidas conservan el esmeralda del agua mediterránea, que, en estos extremos de la orografía, cabalgando entre el Adriático y el Jónico, semejan a cristales líquidos, gemas preciosas, heladas y hondas. Totò, de joven, supo lanzarse en clavados desde la punta de los riscos, con su cuerpo fino como una saeta profanando la superficie de esmeralda y dejando una breve cicatriz de espuma blanca tras desaparecer en las profundidades saladas. Los años, los dolores de cintura, los reumatismos, la presión aumentada de golpe en los oídos, lo han alejado hace tiempo de aquellas intrépidas bravatas mediterráneas: sólo la piel curtida por todos los soles del Salento ha quedado para atestiguarlas. Los sobrinos quieren conocer las grutas profundas a las que saltaba en clavados mortales el tío Totò:
— "Ahora iremos a las grutas de Tricase. Pero antes... ¡un pasticiotti!" —dice.
La Pasta Ciotti es un dulce desarrollado originariamente en las cocinas salentinas, en el Sur italiano, y en su cuerpo refleja la cultura gastronómica de una tierra que, desde siempre, ha sido un sitio de paso, de tránsito, de contacto.
Sobre una base de masa española, esponjosa y dúctil a fuerza de cantidades ingentes de manteca, una barquilla oval se cierra sobre una pesada bomba de crema pastelera, amarilla de yemas y azúcares batidos. Horneado todo en un golpe rápido y fuerte, que cocina y barniza de marrones glaseados las capas exteriores, manteniendo al mismo tiempo la cremosidad, la textura húmeda y blanca en las capas del interior, las que están en contacto con la crema amarilla de su corazón y su centro. Una bomba, más allá de los alcances gourmet de la palabra.
Antes del faro de Santa María de Leuca (Julio César la llamaba "la última ciudad del mundo" civilizado: más allá de Leuca, los bárbaros), esa punta que divide los mares; antes de la bellísima Otranto; antes de las fosas abisales de aguas frías; antes del complejo termal romano de Santa Cesarea Terme; antes de las grutas esmeralda de los clavados mortales; antes de las calas secretas y de las arenas ardientes por el siroco que llega desde los desiertos africanos; el grupo llega al horno que sólo fabrica pasticiottis, el más tradicional y antiguo de todo el Salento. Totò entra saludando a todo el mundo, con la naturalidad con la que entra a todos lados, riendo con las manos, con los gestos y con la risa. Ordena, en Grecco y a los gritos, una vuelta de pasticiottis para todo el mundo: para el que quiera, y para el que no quiera, también. Aparecen las barquillas de masa enmantecada y todos se lanzan a morder esa tibia crema pastelera, dulcísima, que parece dejarse masticar en un ritmo sosegado de acordeones a piano: todo el sol del Sur está en ese mordisco.
En un rincón, Totò, la sonrisa pícara ya dibujada en los ojos y en la piel bronceada, observa las reacciones de las bocas empalagadas de crema.
— "Pero... Totò, ¿y vos no comés pasticiotti?"
— "¡Má... no! Yo no como dulces..." dice Totò, mientras sus manos, sus ojos, sus brazos delgados y largos, ríen en medio del aire cargado de azúcar y luz del Salento.

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