Querido Romilio
Especial para Tierra Media
Marcelo Casarin

Querido Romilio, no sabés las veces que escribí, que empecé a escribir esta carta. Hace tanto que no sé de vos, como vos de mí supongo. Que yo no sepa de vos me duele, pero que vos no sepas de mí me apena mucho más. No supimos de vos desde aquella noche en que te despedimos con Susana. Estábamos tan perdidas que cuando amanecí en la mitad del día siguiente creí que la despedida era apenas un hasta pronto.
Romilio, tengo tanto para contarte que no sé por dónde empezar. Estoy casi segura de que no leerás estas líneas; y si por alguna misteriosa razón las leyeras, no esperaría que me respondas. ¡Ha pasado tanto tiempo! Desde hace unas noches se me vienen en enjambre los recuerdos de las tantas cosas que vivimos juntos. Te extraño como se extraña al cuerpo propio, indio adorable, cabeza de cepillo, ojos tristes, piel de paila de bronce sin pulir… A tu voz, la tengo medio perdida en el rumor de las calles.
Romilio, no creas que no he pensado, que no pienso mucho en vos cuando me siento a escribir. Vivo desde hace un tiempo la escritura, la poesía, con tal dramatismo que a veces se me hace insoportable. A menudo me pregunto: ¿para qué escribir? Y casi siempre me respondo: porque no puedo dejar de hacerlo. Quizá la escritura para mí sea una suerte de drenaje por el que dejo salir los humores más hediondos que me habitan; creo que es lo que me ha permitido sobrevivir más de lo que yo misma hubiera imaginado (y a veces deseado). Y es quizá por esto, por los intensos dolores que me han atravesado desde siempre, que no he podido hacer lo que se dice una obra. A pesar de esto, con lo mucho escrito que llevo sin publicar, siento con claridad que no puedo conciliar la escritura, ese drenaje, con el trabajo de la poesía. Me refiero al trabajo que significa que un puñado de poemas se convierta en un libro (si alguno he publicado, ya de vieja, es por la amorosa tozudez de algunos amigos).
La publicación, la idea de meter los poemas en un libro, me confrontan con el lector y me lleno de terror de solo pensar en encontrármelo en sus formas informes. No temo su crítica ni su desdén, pero sí la incertidumbre de que los poemas encuentren esos ojos que le den vida. Por eso prefiero seguir dejando, amontonando, en cajas y cajones, mis papeles, mis despojos.
Mis poemas son despojos, Romilio, que van a parar a un lugar que no sé cuál es; y al mismo tiempo siento que vienen a cubrir las vacancias de las cosas que me fueron arrancadas de los modos más diversos.
Romilio querido, nunca te dije, te alcancé a decir lo mucho que te admiré cuando estábamos cerca y lo que te sigo admirando ahora que estás lejos. Envidio desde siempre tu condición de artista de tiempo completo, tu manera de imponerte a la pobreza, a la miseria en la que viviste con tu madre-padre india junto al Calabalumba a la sombra del Uritorco. De qué estrella viniste, Romilio, de qué ritual antiguo, pagano, comechingón/camiare, sos hijo. Tu madre, como una virgen serrana, no necesitó de un hombre para hacerte artista: le bastaron la luna, el cielo y los montes. Te dio leche de cabra cuando se le secaron las ubres; leche de cabra pura o leche de burra endulzada con miel de monte –por eso aprendiste de chico a vértelas con los camoatíes más ásperos. Y aprendiste a leer para vocear los diarios que les vendías a los turistas que llegaban a la terminal de ómnibus. Y aprendiste a escribir oyendo el canto de los pájaros de las sierras. Y aprendiste a pintar, a dibujar, y tus cuadros tienen las luces y las sombras de las pinturas rupestres.
Esto no te lo dije nunca: yo aprendí a leer viéndote escribir y a escribir leyéndote. Pero nunca pude hacer lo que vos: volverte un artista total y que el mundo, los otros, se acomoden a eso. Yo no pude: el amor, la maternidad, la militancia, la supervivencia siempre se interpusieron.
Algo que sí te dije, pero apenas al pasar, quizá para no sentirme inferior a vos, fue que me hice lectora a pesar de que en la casa de mi infancia no había ni un libro. Te lo dije apenas al pasar porque sabía que vos, admirado poeta, estabas destinado al analfabetismo endémico del norte pobre, árido y rústico del que venías. En cambio, yo llegué desde la pampa húmeda en la que me crié, donde nos criamos y vivimos con nuestros padres en una pobreza digna. La digna pobreza del culto al trabajo que portaban los inmigrantes europeos, llenos de (esa estúpida idiosincrasia iba a escribir) ese nefasto mandato, judeo-cristiano supongo, por el sacrificio: una mierda.
Eso es lo que admiro de vos indio fiero, indómito. Nunca te importó un carajo el mandato capitalista. Alguna vez escribí esto:
Mi padre dijo: / los criollos son vagos. / Yo lo amé. / Levantó la casa, aró, sembró/ y se echaba de bruces en la tierra a ver crecer los pastos.
Romilio, anoche me desvelé pensando en vos, en nosotros. En el modo en que nos encontramos, en que nos enlazamos; en el modo en que nuestras vidas se cruzaron a pesar de que veníamos de, aparentemente, sitios tan distintos, tan remotos.
Mis antepasados, mis abuelos no eran de esta tierra: llegaron de Italia en barco; vinieron de Europa a hacerse la América, como se decía. Escapándose de las guerras y del hambre, llegaron con lo puesto y poco más. Mi familia no hizo fortuna: yo nací en Río Cuarto, en el corazón de la pampa rica, cerealera y vacuna, en medio de los ganados y las mieses como escribió el poeta.
Vos, tus antepasados, estaban aquí desde mucho antes de que llegaran los rapaces españoles. Tus abuelos eran gentes pacíficas que vivían de la caza, la pesca y la recolección y dormían en cuevas o en casas medio enterradas, apenas elevadas del suelo. De ahí viene tu sangre: del monte y de la sierra.
Cómo me hubiese gustado hacerte llegar mi primer libro, Romilio. Poemas, un nombre demasiado inespecífico que contiene a su vez tres poemarios: "Libro de Lucía" (mi abuela y yo misma), "El fuego" (mi signo) "El combatiente" (mi frustrado destino).
Yo que escribo desde niña (creo habértelo contado varias veces: mi primer poema data de los nueve años y fue motivo de celebración familiar), y no paré nunca de escribir poesía, publiqué algunas cosas por ahí, pero nunca un libro hasta este, Poemas, al borde de los sesenta años, ya vieja y cansada y gracias a la amorosa insistencia de Julio (¿sabés de quién te hablo?) para reunir y editar en un libro los tres poemarios.
Mi camino ha sido tan distinto al tuyo Romilio, que publicaste tu primer libro de muy jovencito, Tema del deslindado, y poco tiempo después De bodas, plantas y amuletos, poemarios que atesoro como los más preciados y a cuyos versos vuelvo muy a menudo. Sabemos, yo más que nadie, de tu trabajo poético incansable, apenas interrumpido por tus pinturas. No sé si interrumpido: ahora pienso que tus poemas, tus pinturas y tus dibujos eran tu hacer más natural; y de vez en cuando Susana, y ocasionalmente yo, tramábamos algo para vender tus cuadros. Una puesta en escena, una intervención, un espectáculo demencial, lo que fuere, para vender unas piezas en una exposición y con el dinero conseguido salir a gastarlo de inmediato.
Mi modo de ser poeta ha sido escribir y hacer circular los poemas dactilografiados entre amigas y amigos; y eventualmente publicar alguno en una revista. No sé por qué demoré tanto en publicar un libro (o sí).
Recuerdo que tu primer libro vino como resultado de un premio que ganaste. Yo, en cambio, tuve una distinción en el primer concurso del que participé, pero me marcó negativamente. No sé si te acordarás: fue del premio Assandri de cuentos del año 1958. Yo había logrado armar un libro que no estaba mal. Tenía entonces apenas 30 años y soñaba con que algún día podría escribir una novela. El jurado, integrado por reconocidas figuras de entonces (y hoy ilustres olvidados), declaró desierto el primer premio, el segundo se lo asignó a Daniel Moyano, muy joven también (menor incluso que yo) y a mí me consoló con una mención. El libro de Daniel Moyano, que todavía conservo, Artistas de variedades, en la propia edición de Assandri de 1960, es un libro extraordinario. Sus cuentos, cada uno de ellos ya insinuaban el gran narrador en el que se convertiría, pero los cagatintas del jurado, a quienes hoy nadie recuerda, tuvieron la cobardía de declarar desierto el primer premio. Miserables.
En mi caso, el resultado del concurso me alentó al principio, pero después tuvo en mí una especie de efecto retroactivo inhibidor: poco a poco me fui pasando del todo a la poesía, aunque en ella parasiten buena parte de las narraciones que nunca me dispuse a escribir.
Ya que lo mencioné a Daniel Moyano, recordarás que te dije muchas veces que vos y él tenían un aire: sus caras de rasgos duros, sus pelos largos, lacios y negros, de indio ambos; y por supuesto, el deseo perseguido de ser artistas. ¿Te acordás cuando contaba que, en los años 50, les hacía las monografías a las chicas culo crespo que estudiaban letras en la universidad? No sé si lo hacía para ganarse unos pesos (y distraerse de su oficio de plomero de entonces) o para seducirlas. Alguna vez me contó de su deseo frustrado de estudiar en la facultad de filosofía y letras, donde no lo admitían porque no había terminado el secundario.
No volví a verlo desde la época de aquel concurso. Supe que se fue a vivir a La Rioja. Se casó con una muchachita de Morteros o de por ahí, la hija de unos gringos que no querían saber nada con Daniel; como ella era menor de edad, la secuestró, se la llevó a La Rioja y con ayuda de unos riojanos consiguió que un juez de allá los case. Irma era la gringa. Era profesora de piano, Una mujer hermosa, con unos ojos hermosos y la piel muy blanca. La conocí.
No sé si te estoy contando cosas que ya sabías Romilio, pero las cuento para recordar: el caso es que Moyano se convirtió en músico y en profesor de violín, periodista e hizo una carrera como escritor con reconocimiento nacional, aun viviendo en La Rioja, hasta que en 1976, el mismo día en que empezó la desgracia para muchos de nosotros, en ese día aciago de finales de marzo, lo encanaron: lo tuvieron unos días encerrado y después le dieron la opción a salir del país: cargó su familia y sus cosas en un barco y se exilió en Madrid y nunca más volvió. Cuando le preguntaban por los motivos de su exilio respondía: "Me vine porque sobraba".

Esta larga digresión Romilio (no soy Proust pero me hubiese gustado serlo), que ya lleva varias cuartillas, como dicen los gallegos, me distrajo de lo que verdaderamente quería contarte o referirte, como decían los antiguos cronistas. Hablo del asunto por el que empezó nuestra relación con la escritura y la edición.
Tengo la certeza de estar llegando al último tramo de mi vida, momento que no vivo con fatalidad sino más bien como necesidad (no sabés lo cansada que estoy, pero no voy a volver con mis quejas ni a hablarte de los achaques de mi alma).
Ya te mencioné Poemas, mi primer libro y mis ganas de hacértelo llegar y que lo leas y me digas qué te parece. Mi relación con la escritura no tiene a la edición como condición necesaria. Lo que vale para mí, hoy puedo decirlo, es estar escribiendo. Escribir, escribo desde que tengo memoria y si he llegado hasta aquí creo que es gracias a la escritura. Pero publicar nunca ha sido una urgencia para mí, me digo. Por un lado, nunca fui capaz de pedir que me publiquen; por otro, siempre me faltó paciencia para "cerrar" un libro. Alguna vez leí que los autores escribimos textos y que los libros son otra cosa. Hay un trabajo que es de editores y a mí me ocurrió un editor. Se llama Julio y por boca de él me enteré que fuimos parte, vos y yo, del mismo catálogo. La editorial Alción, en la que salió mi primer libro, es la que reeditará los primeros tuyos y otros que estaban inéditos hasta ahora. Poco sabía de esos inéditos Romilio (siempre fuiste así de contradictorio: exhibicionista o pudorosamente reservado). Qué gran noticia. Ya estoy ansiosa por leerlos.
Luego de Poemas vino Libro de la soledad (quizá debí llamarlo Libro de Soledad, que es el nombre de un personaje del libro). Me gustó mucho la edición, con ilustraciones de Silvina Becerra (¡hermosas!): siempre pensé que la poesía no necesita ser "ilustrada", pero este libro me hizo cambiar de idea. El volumen también es el resultado de la amorosa persistencia (¡y la paciencia!) de Julio. Salió por Alción. Al tiempo me enteré que Julio y Juan Carlos, los socios fundadores de la editorial se separaron y como resultado de un divorcio contencioso, Juan Carlos se quedó con el nombre de la editorial y Julio fundó Argos. Y como parte de la desavenencia (¡colmo de males!), Juan Carlos se quedó con tu obra y Julio me llevó con él.
No conozco en detalle los motivos de la ruptura, pero, seguramente se habrá debido menos a grandezas que a mezquindades. Me hacía cierta ilusión que quedáramos para siempre en el mismo catálogo y me apena que no; pero, Romilio, no creo que sea un asunto que deba desvelarnos: cuando los dos no estemos aquí seremos indemnes a las disputas de nuestros despojos. Ahora me voy a pensar. En una próxima misiva me gustaría hablarte de mis lecturas.
Palabras de poetas tan amados vinieron en mi ayuda / inyectaron mi voz con nueva savia /desataron nudos / abrieron caminos para que yo cantara.
Este epígrafe (y este libro) son un homenaje a los poetas que me han conmocionado y que me afectaron de un modo u otro. Le dieron carnadura a mi voz. A algunos los he leído con tal devoción que, no te extrañe, debo haberles birlado más de un verso (parafraseado alguna idea o transcripto palabra por palabra en otro caso).
Últimamente, en los últimos años digo, me han acompañado de manera diferente. He leído muy pocos autores nuevos (o desconocidos para mí) y he vuelto a menudo a mis poetas de siempre; pero los he leído con nuevos ojos: "no nos leemos dos veces en el mismo verso", Romilio.
Últimamente, Romilio, así como me visita Soledad, estos poetas vienen y me hablan de mis dolores, de mis muertos, de mis despojos. Entre los poetas que me vuelven estás vos y en mi galería mis palabras rodean, acompañan, anuncian tus versos: "Encuentro que ya nada puede justificar este destierro./ Tengo que rescatar, no por perdón ni orgullo/ aquellas lejanías, donde la luz disputa su límite mortal en mi memoria". ¿Te acordás?
Tengo lectores, Negrito, y tengo críticos también; tengo lectoras y críticas, tengo devotas y devotos de mi escritura. Algunos son amigos, cercanos; otras, lejanas, desconocidas.
La crítica, en el caso de la poesía es una práctica innecesaria: ¿qué dice un poema que no diga el poema mismo? ¿qué hay del poeta, de la poeta, en ese decir? "El poeta es un fingidor", Romilio. Sin embargo, qué difícil resistir al halago de la mención, al elogio, al encomio del mérito. Pero también es difícil resistir la crítica, la denostación, incluso la arbitraria interpretación.
Tampoco puedo olvidar el día en que me metieron presa: era el año 1972 y recibí un telegrama de Cuba, de Corcho, en el que me anticipaba que vendría. Entonces vino el allanamiento y me encarcelaron, se llevaron un montón de cosas de mi casa: se llevaron fotografías, y tantos de recuerdos de mi vida. Tuviste la ocurrencia de hacer circular el invento de que el telegrama decía que yo había ganado el premio Casa de las Américas, como una manera de atenuar el horror que significaba para una dictadura como la nuestra de entonces que recibiera un telegrama de Cuba. Negro pícaro, todavía tengo que responder sobre ese supuesto premio que nunca gané.
Muy querido mío, no es cierto eso que escribió Borges acerca de que el muerto no es el muerto sino es la muerte. La muerte es un concepto abstracto, lejano, insensible. Cuando pienso mi muerte, en cómo será mi muerte, me pregunto si será diferente a la de cualquier otro; no me preparo para la muerte, sino para mi muerte; y aunque no es algo en lo que siempre piense, sé que la tengo a la mano. No la presiento como una fatalidad sino como la posibilidad de un alivio. Un alivio para el dolor, un remedio para la tristeza.
La tristeza viene para mí de algunas muertes precisas, de algunos seres que me fueron despojados. Está mi padre, a quien quise con devoción y mi madre a la que también amé. Pero son muertes que se compensan, de alguna manera, con la vida vivida. Tampoco me duele tan hondo la muerte de mi marido, aunque haya sido mi amor y el padre de mis hijos.
Ahora, cuando la muerte en cuestión es la de un hijo, ¡ay Romilio! ¿¡Cómo lo digo!? No tengo palabras para decir la hondura de ese dolor, que no encuentra alivio, que no hay hora del día que no me visite, que no sea recuerdo presente, persistente.
Amigo: el muerto es un muerto, ese muerto, mi muerto. Yo no sé lo que es la muerte.
"¡Cuánto odiaba su vino!", escribí Romilio. El vino de mi padre; el de mi compañero, después. Vos sabés de qué te hablo. Vos lo probaste. Pero tu vino, Negro, era un vino dulce y alegre las más de las veces; era, claro, un narcótico, un disipador de penas.
Yo también probé apenas del vino alegre, del que entona, del que envalentona y te hace creer por un rato algo así como una heroína. Vos tenías la capacidad de no caerte, aunque a veces entraras en una especie de catalepsia inducida por el alcohol en dosis elevadísimas. Pero podías resucitar alegre y moderadamente optimista.
Nunca me gustó el alcohol. Lo odiaba. Mi padre, mi hermano, mi marido: los tres alcohólicos. Odiaba y envidiaba a los bebedores. Odiaba el extravío que les producía, esa suerte de destierro/exilio narcotizante, el fuera de código de ellos, de los hombres, de varios de los hombres de mi vida. Los odiaba y envidiaba en partes iguales.
Podría decirse que mi primer trago fue de grande: el día en que murió Elisa, la mujer de mi hermano, el Bochi. Pobrecita, la atropelló un auto. Mientras la velábamos, el viudo reciente me ofreció un trago de ginebra y sentí de manera inmediata e instantánea un alivio.
Y un día empecé a perderme, Romilio, venía de una ascética abstinencia y un día encontré el comienzo del extravío: me fui cayendo en una zona deseable y deleznable al mismo tiempo: deseaba perderme, abismarme, ir a un lugar sin sufrimiento, sin dolor, sin despojos. Pero estaba ahí la desventura del regreso. En un momento, Romilio, sentía que la poesía no alcanzaba y la virtud nunca nos caracterizó. Por eso escribí que, como mi padre, "iría al almacén para sentarme en rueda con mi vino. / Para volver como él volvía/ sin nada en la memoria. Tambaleando."
La bebida me llevó al hospital. Volví a la internación después de muchos años. No sé si te conté que cuando era muy joven, mi marido volvía de trabajar y me encontraba hablando sola, cantado o intentado tocar una sinfonía en un piano que no existía. Me trataron con electroshock: salía muda y taciturna del tratamiento. Ahora, para que no piense en beber me dan pastillas: una, dos, tres, cuatro, cinco… así día tras día: para que no me intoxique me intoxican.
Los jóvenes y mis gatos son lo que me salvan de la angustia, Romilio. Después de jubilarme (de una manera no muy elegante, por invalidez), y como un modo de acrecentar un poco mis magros ingresos, empecé a dictar talleres literarios: no podrías creerlo. Las personas que asisten me pagan porque dicen que les ayudo a escribir; lo que no saben es que sus presencias amorosas, sus lecturas, sus voces, me ayudan a vivir. Trabajar con la palabra de otros, leerlos y hacerles comentarios, además, me ayudó con mi propia escritura.
Un día se llevaron a mi hijo Sergio, y yo no supe de su suerte hasta casi tres años después. Y cuando tuve la confirmación de que lo habían desaparecido de la manera más cruenta, ni un día pude dejar de pensar en los tormentos que sufrió: y también pensé en la picana y me acordé del electroshock: una para hacer hablar, para hacer cantar; el otro para hacer callar y dejar de cantar.
Hablar sola no es lo mismo que escribir a nadie. No se escribe para nadie, Romilio. Cuando te escribo siento que me escribo. Quien habla sola puede ser peligrosa de la tranquilidad ajena: perturba, intranquiliza. En cambio, la escritura es sanadora. Nadie sabe para quién escribe, incluso las cartas. Destinador y destinatario, sus nadas poco difieren, pero hay algo saludable en la escritura.
Por eso me ha servido mucho estar escribiendo, estarte escribiendo en este caso, Romilio; aunque quizá nunca leas estas cartas. Pienso en un tango y se me confunden la letra y la voz: "Sin querer te digo adiós / Y hasta el eco de tu voz / De la nada me responde". Tuya, Glauce
Este relato era inédito y forma parte de la serie Alguien que recoja la palabra.
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