Rosa, tenemos que hablar

10.08.2025

Marta García


Foto: Benny Horne
Foto: Benny Horne

Podría haber hecho una fortuna doblando películas porno al español latino. Su voz franelosa del cono sur erogenaba todo el abecedario. No había una sola letra que no se humedeciera en sus cuerdas vocales. La glotis de Rosa era el sexshop del lenguaje articulado.

Pero se fue llenando de impaciencia ante las conversaciones sin goce. Empezó a perder fluidez y las charlas se hidrofugaron. Su voz de garganta profunda se transformó en un trueno escupiendo palabras como cálculos renales. Rosa advirtió que nadie le prestaba atención a lo que salía de esa boca seca. "A mis palabras se las lleva el viento" fue lo último que le escuchamos decir antes de que tomara una decisión tan frígida como ardiente: dejó de hablar y comenzó a comunicarse a través de cartas.

Las dirigía a amigos que se habían ido demasiado lejos y a familiares que se habían quedado demasiado cerca, al vecino para reclamarle que podara su frondoso sauce llorón porque entristecía la ropa tendida en el patio y nunca se secaba, a su jefe dejándola arriba del mingitorio porque cada vez que le pedía un aumento su secretaria le decía que justo se había ido al baño, al guarda del tren para preguntarle por qué llegaban después si habían salido antes, a su debilitado helecho de interior para que sacara fuerzas de adentro.

No echaba de menos su voz de terciopelo porno porque de alguna manera ella había logrado mantener en la escritura ese tono explícito. Lo que sí echaba de menos era tener un amorcito. Y apareció Juan. Rosa se enamoró de aquel escribano apenas la invitó a tomar un café a través de una copia certificada. Fue amor a primera lectura. Los mensajes comenzaron a subir de tono. Como el deseo escrito es más sólido que el hablado porque no se lo lleva el viento, pasaron a los hechos. Y en una noche de arrebatadora pasión autenticaron algo más que un amorcito.

No solo la hizo feliz sino que la acompañó certificando cada una de sus cartas, por lo que pasaron a tener valor de documento público. El amor encontró el modo de sobrevivir entre tanto papelerío y golpeteo del sello profesional. Pero Rosa no estaba encerrada en un hermetismo total. Tenía fugas. Cuando había luna llena y se le escapaba un Aaah!, o un "la puta madre" cuando una película terminaba mal, hasta un "goool" de su equipo en el último minuto. Juan advirtió en esa fuga de palabras la calentura vocal de Rosa. Y sin que ella se diera cuenta, las fue juntando una por una.

Hubo altibajos. Como aquella vez en que el escribano le labró un acta por no ser puntual en una cita. El romance entró en una etapa de pequeñas traiciones y grandes enojos. Como Rosa no le escribía, Juan le dejó una poética carta documento prendida con imanes en la heladera a la altura del freezer como para redondear la idea.

"Si vas a decirme que ya se terminó dejámelo por escrito,

certificá las firmas en dos ejemplares de un mismo tenor

y hacete cargo de los honorarios de tus silencios cuando te enojás".

Rosa se sintió desafiada. Decidió darle un corte mortal y le envió un telegrama colacionado de tres palabras y a un solo efecto: "Dése por abandonado". Quedó devastado. No le dolía tanto la ruptura como el hecho de que Rosa le hubiera dedicado tan pocas palabras. En la heladera se desató una pelea campal de cartelitos. Cuando se quedaron sin imanes, no pudieron continuar y todo terminó de la peor manera.

-Escribí con mayúsculas porque con minúsculas se te escucha bajito el telegrama.

-Léase: "DÉSE POR ABANDONADO".

Y sin mediar palabra, Rosa lo abandonó. No dio un portazo ni se fue caminando. Simplemente, se la llevó el viento, quizás el mismo que se había llevado sus palabras.

Desde ese día, Juan repite un ritual noche tras noche. Con la esperanza de que ella los encuentre, suelta esos pedacitos de voz que se le escaparon a Rosa, los que él guardó como un tesoro protegiéndolos del viento. Entonces, sucede.

-Rosa, tenemos que hablar…

Y Rosa le habla.




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