Tanti
Especial para Tierra Media
Marcelo Casarin

Con un bolso marinero de buen tamaño, un camperón y botas de cuero, Jacobo esperaba que dieran la orden de abordar el tren. Estaba en la estación de Alta Córdoba, el punto de partida del servicio que unía la ciudad capital con Cruz del Eje, a 147 kilómetros al noroeste.
Su verdadero nombre era Jean-Jacques Dumesnil, nacido en Puy Félix, una comarca rural cercana a la ciudad de Poitiers, Francia. Era hijo de un fabricante de quesos. Cansado del olor a bosta de vacas, ovejas y cabras, y del ambiente agrio de su infancia, decidió partir a Sudamérica a mediados de 1885, con 20 años recién cumplidos y con la promesa de su tío Eugéne Dumesnil de que le daría trabajo en su empresa dedicada a obras civiles. La empresa en cuestión estaba en Córdoba, Argentina, y era el resultado de la sociedad con un ingeniero local, Carlos Cassaffousth.
El tío cumplió la palabra y empleó a Jacobo de administrativo. El joven realizó con esmero y dedicación la tarea encomendada por un tiempo: llegó sin saber una palabra de castellano, pero tenía facilidad para los idiomas y aprendió rápidamente el español mestizo de la Nueva Andalucía. Muy pronto, por su condición de extranjero y francés, comenzó a ganarse la simpatía de las damas locales, jóvenes y maduras, que disfrutaban de estar en su compañía.
Cansado tío Eugenio de los sucesivos incumplimientos de su sobrino, en un día de esos en los que el humor precipita las decisiones, en un solo gesto lo dejó sin casa y sin trabajo. Jacobo no estuvo ni un día atribulado por su situación y de inmediato consiguió alojamiento y salario a cambio de unas pocas clases semanales de francés que impartía a las damas de las clases acomodadas cordobesas.
A pesar de las facilidades y ventajas, y del acceso a bienes materiales que su condición de francés le aseguraba, Jacobo no se contentó con llevar esa vida alegre y disipada que le ofrecía la ciudad mediterránea. En su espíritu se ponían de manifiesto dos condiciones: su curiosidad (un deseo firme de aprender), y una clara sensibilidad y vocación por la vida social.
En ocasión de una fiesta de la familia Ferreira, en una de las mansiones de lo que se conocía como Nueva Córdoba, Jacobo asistió acompañado por su tío Eugenio, con quien ya había recompuesto relaciones gracias a la simpatía del sobrino y a que ya no existía entre ellos vínculo laboral; y fue entonces que conoció a un naturalista muy reputado en esos años.
Se trataba de Florentino Ameghino, quien acababa de llegar a Córdoba para hacerse cargo de la cátedra de Zoología y fundar el Museo de Antropología y Paleontología, ambos en la prestigiosa Universidad de Córdoba, la más antigua del país, fundada por los jesuitas en el año 1613.
De esa noche Jacobo salió con un nuevo conchavo: se convirtió en asistente de Ameghino, encargado de la traducción de textos en francés y alemán (lengua que había aprendido de niño de la boca de su abuela Gertrudis Schneider).
Aunque Jacobo había concluido sin problemas un bachillerato humanista en Poitiers, nunca tuvo intenciones de seguir estudios superiores, pero lo cierto es que el trabajo de traductor lo puso en contacto con las últimas novedades del campo de la antropología, la arqueología y la paleontología; junto a esto, el magisterio ejercido por su jefe parecía conducirlo hacia una suerte de autodidactismo orientado. En algún momento, incluso, Jacobo llegó a pensar que su verdadera vocación era la de ser escritor, lo que justificaba diciéndose que eran esas personas que escribían sobre todo sin saber demasiado de nada.
Con estos estímulos y esa convicción, a lo que debería sumarse su natural espíritu aventurero, Jacobo comenzó a interesarse por los antiguos pobladores de la región; y cuando escuchó por primera vez el término "comechingón", él, que era tan sensible a la música de las palabras, tuvo la impresión de que en ella se cifraba un misterio que le hubiese gustado dilucidar.
Se propuso indagar sobre el asunto y comenzó a buscar lo que estaba escrito sobre aquellos hombres. Sufrió una gran decepción al advertir que las pocas crónicas que mencionaban a los antiguos pobladores soslayaban su importancia o minimizaban su presencia y relevancia cultural; incluso su jefe, Ameghino, que tenía por entonces a cargo dos excavaciones importantes (una, en las barrancas del Observatorio; otra, en el camino a Malagueño) en las que se habían encontrado vestigios que daban cuenta de un avanzado grado de civilización anterior a la llegada de los españoles. En definitiva, el propio Ameghino poco y nada tuvo para decirle de lo que él quería oír.
Jacobo quería saber algo más que aquello que la arqueología o el testimonio interesado de los primeros españoles podía acercarle. No quería saber nada con las puntas de flecha, ni los restos de alfarería que su mentor encontraba por ahí y clasificaba e intentaba datar. Sabía que los indios, como los denominó un desorientado almirante, habían sido diezmados a lo largo de todo el continente; pero en estas tierras, especialmente en Córdoba, según había podido verificar, fueron exterminados; como también fueron exterminados los negros que trajeron como esclavos los propios españoles: trajeron negros porque no consiguieron someter a los verdaderos dueños de estas tierras.
Esa mañana fresca de abril de 1890, Jacobo se embarcó a las 8.10 en el tren que partió pocos minutos más tarde. Se dirigía a la estación de Buena Vista, a unos 40 kilómetros de la capital. El viaje tomaba cerca de dos horas, contado las paradas en las pocas estaciones intermedias: Rodríguez del Busto, Quisquizacate, Saldán, La Calera y San Roque.
Jacobo se acomodó en una ventanilla del lado izquierdo según el sentido de la marcha, tal como le aconsejó su tío: en esa posición tendría la mejor vista del río en todos los tramos en que las vías se acercaban y corrían paralelas a su cauce. El río no era sino el otrora majestuoso y bravío Suquía, cuyas aguas fueron domeñadas por sendos diques ideados por su tío Eugenio. El primero, llevaba el nombre de Mal Paso y estaba emplazado entre Saldán y La Calera; su finalidad era tomar agua para alimentar un canal llamado Maestro destinado al riego del cinturón verde de la ciudad.
En la estación de La Calera bajaron unas pocas personas y subieron otras. Entre estos últimos, un hombre elegante se sentó en la misma fila que Jacobo; lo saludó amablemente y enseguida se ofreció a la conversación con un comentario trivial a propósito de lo bueno que era contar con un servicio como el de este nuevo tren, máxime para él, que era comerciante y tenía negocio en Capilla del Monte; como Jacobo era también amable y muy sociable, enseguida se encontró dándole sus datos principales (su condición de francés y la elección de Córdoba como ciudad adoptiva) y algunos detalles del motivo de su excursión: que estaba interesado en los pueblos originarios de la región y que gracias a una serie de contactos había conseguido el dato de que en un paraje serrano llamado Tanti vivía un descendiente memorioso y conocedor de la historia de sus antepasados, los comechingones.
Después de la estación de La Calera, el tren continuó por un trazado sinuoso y de singular belleza entre el río y las sierras. El ramal había sido inaugurado en julio de 1889 y su finalidad era el transporte de mercaderías y pasajeros entre la cuidad capital de la provincia, Córdoba, y la más importante del noroeste, Cruz del Eje, y con paradas en todos los pueblos de Punilla norte.
Antes de llegar a la comuna conocida como San Roque, el tren ingresaba en dos túneles y reaparecía justo en el lugar conocido como la garganta del río, en donde estaba ya emplazado el monumental dique que proyectó su tío junto a su colega, socio y amigo, Carlos Cassaffousth. Ambos fueron discípulos destacados de Alexandre Gustave Eiffel, a quien se le atribuyen estos dichos: "Dos obras llaman la atención del mundo en este momento; mi torre y el dique de Córdoba; con la diferencia que éste es productivo y mi torre no". La obra fue realizada por Bialet Massé con la conducción de Cassaffousth (Dumesnil, no participó de la ejecución).
El dique puso fin a las penurias que traían las crecientes estivales del Suquía. Desafiando la fuerza de la naturaleza, ese embalse contenía las aguas de los grandes ríos de las sierras grandes –San Antonio, Los Chorrillos, Las mojarras y Cosquín– que daban caudal al Suquía. El dique permitió mitigar el efecto de las crecidas indómitas (con sus pérdidas humanas y materiales) y fue el comienzo del control de las aguas de la provincia.

Al llegar a la estación de Buena Vista, Jacobo se despidió de su ocasional compañero de viaje y descendió del tren. Había acordado con un baqueano que lo esperaría en una de las puntas del andén; no le costó mucho reconocerlo por su atuendo y por su aspecto: allí estaba Juan Altamirano, un hombre joven pero un poco avejentado; unos cuarenta años tendría, pero se le notaban en la piel y en los ojos las horas de trabajo a la intemperie; abundante pelo negro y lacio, el serrano vestía unas bombachas color tierra y una camisa blanca, impecable; una faja colorida separaba ambas prendas; llevaba sombrero claro y calzaba alpargatas nuevas.
–¿Altamirano?
–¿Dumesnil?
Muy cerca, en un palenque, los esperaban dos caballitos bien montados, con aperos generosos y guardamontes. Tenían por delante una cabalgata tranquila, de dos horas y algo más, para atravesar unas sierras bajas y algunos montecitos. Era un viaje de dos leguas apenas, por unos senderos no demasiado escarpados. Un derrotero tranquilo para Jacobo que contaba con un conocedor como era Altamirano.
Y aunque hacía tiempo que no cabalgaba, Jacobo sabía hacerlo desde niño, nacido y criado en la campiña como era y acostumbrado a las tareas rurales que su padre le enseñó bien temprano, enseguida se sintió a gusto en su cabalgadura, un alazán joven y manso.
–¿Cómo se llama mi caballo?, preguntó Jacobo.
–Petizo, respondió el Serrano.
–¿Y el suyo?
–Petiza, respondió Altamirano. Era también alazana. Parecían hermanos.
–¿No son mejores las mulas para la sierra?, preguntó Jacobo.
–Depende, respondió Altamirano.
Marchaban hacia el sudoeste, buscando Tanti, un pueblito de pocas casas y poca gente. Más precisamente se dirigían a la casa de Doña Margarita, una posta apenas apartada del poblado, en un paraje llamado "la cueva del indio", al lado de un arroyo y al pie de un cerro.
Los primeros pasos fueron hacia al sur, por un camino llano de carros, con el lago distante a la derecha como una mancha celeste. Iban al paso y fue la ocasión para que Jacobo supiera algo del hombre que lo llevaba. Aunque era de pocas palabras, le contó que había sido peón en una estancia de Bella Vista y que sabía hacer todas las cosas del campo, y que prefería las de a caballo. Había trabajado más de un año en la construcción del dique San Roque, pero se cansó de la dureza de las tareas, sin domingos ni feriados, y de la mala paga. Ahora se ganaba la vida como arriero y baqueano; también como amansador de potros; y no le faltaba nada: vivía en un ranchito a la vera del río Cosquín, con su mujer y sus dos hijos. Tenía una huerta, gallinas, unas cabras y cuatro caballos.
La huella ancha permitía cabalgar apareados y Jacobo advirtió que Altamirano entraba en confianza y le preguntó:
–Y qué lo trae por estos cerros.
–Vengo a conocer al indio de Tanti.
–Difícil
–Qué cosa.
–Que pueda conocerlo.
–Por qué lo dice.
–Es medio chúcaro. Se escuende de día y anda de noche.
–Eso me han dicho.
–Y cómo piensa que va a encontrarlo.
–Voy al paraje que se llama "La cueva del indio"
–Ahí lo llevo. Pero a la cueva, que yo sepa, nadie la ha visto.
–¿Y al indio?
–Lo conocí. Yo era muy chango entonces y él ya era viejo, pero no se escondía tanto.
–¿Y por qué se esconde?
–Vaya a saber. Algunos dicen que debe una muerte.
–¿Y usted que cree?
–Puede ser: acá indio que debe una muerte es indio muerto.
Enseguida llegaron al arroyo Las mojaras, cuyas aguas se hacían unas con el lago. Ahí había un puente, del ancho de un carro. Pero no lo cruzaron, torcieron al oeste, por un sendero angosto y empezaron a subir por una loma suave, con el río apareciendo y desapareciendo a la izquierda. Ya no volvieron a hablar en toda la travesía. El sol de la siesta lo adormilaba a Jacobo, pero su caballo hacía el trabajo de llevarlo sin sobresaltos.
Llegaron pasadas las dos al puesto de Doña Margarita. Enseguida apareció la dueña, quien los saludó con moderada amabilidad. Altamirano se despidió sin apearse y prometió volver a buscarlo al tercer día, a media mañana.
La mujer acompañó a Jacobo al que sería su cuarto. Era pequeño, sencillo y despojado: apenas una cama de tientos, con unos aperos y una suerte de manta de lana cruda de oveja; y a los pies, como una alfombra, un cuero crudo de cabra. Había una silla y una mesa pequeña en la que estaban dispuestas una palangana, una jarra con agua y unas velas. Una luz suave entraba por el único ventanuco de la habitación.
–Acomodesé y venga para la cocina que le cebo unos mates, dijo Doña Margarita.
Jacobo dejó su bolso a un costado y se estiró en la cama: la sintió confortable. Cansado por el viaje, cerró los ojos y se dormitó. Pronto sintió que golpeaban la puerta. Se incorporó. Era Doña Margarita que le avisaba que el mate estaba listo. Lo esperaba en una mesa de la galería. Con la pava en un brasero y un plato con tortas de harina hechas al rescoldo que estaban calientes todavía.
Margarita le extendió un mate recién cebado y Jacobo lo sorbió con cierta torpeza: sintió la bebida caliente, dulce y con un sabor ligeramente mentolado.
–Qué tiene, preguntó.
–Peperina, un yuyo de las sierras. ¿Y cuánto piensa quedarse por acá?
–Depende de cómo me vaya con el indio. ¿Cuándo podré verlo?
–Él es de la noche. Tenga paciencia. Voy a tratar de que lo vea mañana.
Margarita fue y volvió varias veces a la cocina: era evidente que estaba preparando alguna cosa. Jacobo comió golosamente las tortas y aceptó varios mates más.
–No se llene con esto. Cuando caiga el sol le serviré la cena. Y ahora, permiso, tengo mucho que hacer.
–¿Puedo ayudarle? dijo Jacobo.
–No hace falta. Usté ha viajado mucho y necesita descanso –respondió la mujer.
Al rato llegaron unos hombres a caballo que daban la impresión de ser huéspedes frecuentes. Saludaron con familiaridad a Doña Margarita, desensillaron los caballos y los llevaron hasta el arroyo para refrescarlos; y ellos mismos se dieron un baño en las aguas limpias y rojizas mientras el sol empezaba a esconderse. Jacobo contemplaba la escena desde la galería de la casa, cuando reapareció la dueña.
–Cómo se llama este arroyo, preguntó.
–Sin nombre.
–¿No tiene nombre?
–Arroyo sin nombre se llama.
Estaba ya entrado el otoño y los días eran más cortos. Con el poco de luz que había, Jacobo pensó que él, educado en Francia como estaba, hoy no necesitaba un baño y fue para su cuarto con la intención de tomar unas notas de su primera jornada de viaje, pero se recostó en el camastro y se durmió profundamente de tan cansado que estaba.
Lo despertaron unos golpes a la puerta y la voz de Margarita diciendo que la cena estaba lista. Era de noche y la mesa estaba puesta para cuatro. Los dos hombres de a caballo ya estaban sentados. Lo saludaron con un gesto, Jacobo hizo lo propio y se ubicó en un extremo de la tabla. Un farol con velas de cebo de cabra, colgado sobre el centro de la mesa, era la única iluminación y no permitía ver en detalle los rostros de los hombres.
Enseguida llegó Margarita con una sopera humeante. El potaje estaba delicioso: tenía maíz blanco, papas, zanahorias y cebollas cocinadas en algún caldo de cordero o de chivo. Luego trajo chanfaina y después trozos de cordero asado. Uno de los hombres se levantó, fue a su cuarto y volvió con una botella de vino de la que invitó a Jacobo y a Doña Margarita. La mujer no aceptó.
La cena transcurrió muy silenciosa, apenas matizada por algunas preguntas de Margarita a los hombres, que eran troperos: venían del sur, de San Clemente, y se dirigían a la estancia La Candelaria, en las sierras grandes, a buscar unas mulas. Cuando la mujer se levantó de la mesa, los hombres se animaron.
–Y usté de dónde es, le preguntó el más locuaz a Jacobo.
–De Córdoba, respondió.
–Dónde nació, no de dónde viene, insistió en hombre.
–Ah, soy de Francia.
–Y qué lo trae por aquí.
–Estoy interesado en conocer Tanti, dijo.
–Acá no hay nada, intervino el más parco.
La sobremesa se prolongó un rato. Margarita recogió los platos y los hombres se quedaron terminado el vino. Hablaron algunas trivialidades hasta que, quizá por efecto del vino, Jacobo se sintió distendido y en confianza y les preguntó si tenían noticias de un indio que vivía por ahí. Los hombres intercambiaron una mirada e hicieron como si no hubieran oído la pregunta. Jacobo no insistió.
Muy pronto los hombres se levantaron sin mucha ceremonia, saludaron con un gesto y se metieron en su cuarto. Jacobo apagó el farol y permaneció un rato mirando la noche sentado en la galería. Había una luna fuerte que alumbraba el arroyo y dejaba ver los bordes del cerro al otro lado del curso de agua. Al rato se retiró a su cuarto.
Jacobo se durmió muy pronto y tan profundamente que no escuchó a los troperos que partieron al alba. Serían cerca de las diez cuando sintió que Margarita le golpeó la puerta y le dijo que el mate cocido estaba servido.
Se levantó, se aseó rápidamente y fue a sentarse a la mesa, donde lo esperaba una infusión humeante, una rodaja de pan y un trozo de queso de cabra fresco que le trajo el recuerdo de su tierra natal y de sus padres a los que hacía meses que no les escribía: sintió congoja.
Jacobo le dijo que estaba muy bueno el queso y la mujer agradeció con un gesto y le dijo que el indio lo esperaba esta noche.
–Qué bueno, dijo Jacobo. Y cómo haré para encontrarme con él.
–Yo lo acompaño hasta el cerro, dijo la mujer.
–¿Y a qué hora será la cosa?
La mujer no respondió y siguió con sus tareas.
La jornada se le hizo larga a Jacobo. Para atenuar la espera y la ansiedad del encuentro próximo con el indio, se decidió a hacer una caminata, luego del almuerzo, para recorrer el "arroyo sin nombre". Apenas debajo de la casa, había una explanada, un solar de piedra con una serie de perforaciones de profundidades variables, de entre media y dos cuartas: eran morteros, destinados a la molienda de semillas y otras sustancias. Jacobo los conocía bien: su función y la importancia que tenían en las culturas aborígenes; y sintió algo como la inminencia de esos hombres y mujeres de otros tiempos que vivieron allí.
Caminó poco menos de una hora aguas arriba y encontró el nacimiento del arroyo sin nombre: era la confluencia de dos vertientes cuyas aguas limpias, frescas y sabrosas que parecían salir del corazón mismo de un cerro, formaban la primera olla del cauce. El hombre se sintió tentado, se despojó de toda su ropa y se dispuso a tomar un baño en el que se demoró varios minutos. Luego, se secó al aire, se vistió morosamente y emprendió el regreso aguas abajo.
La noche llegó de pronto y al este apareció una luna amarillenta y redonda. Más tarde, cuando la luna ya estuvo alta e iluminaba los árboles del cerro de enfrente, apareció Margarita y le dijo vamos.
No por anunciado el momento fue de menor sobresalto y nerviosismo para Jacobo, quien se vio de repente, con lo puesto, caminado por detrás de la mujer que lo guiaba aguas abajo por la vera del arroyo. Margarita en la semi penumbra y en un sendero escarpado se movía con la destreza de una cabra; Jacobo, en cambio, aun cuando sus ojos se habían habituado a la poca luz, cada dos por tres trastabillaba o pateaba una piedra.
Enseguida la mujer le indicó que debían vadear el cauce de agua para cruzar a la otra orilla. Jacobo le erró a una piedra y metió los dos pies en el agua, que sintió más que fría. Apenas cruzaron, empezaron a subir por un sendero que partía el cerro en dos; la luz de la luna alumbraba la huella. A poco de andar, Margarita le dijo que desde ahí debía seguir solo; él preguntó cómo haría para llegar al lugar indicado.
–Camine. Siga el sendero. Él lo va a encontrar. Dijo la mujer y emprendió el regreso.

El joven se quedó solo con la inquietud de un encuentro incierto con un hombre misterioso en un lugar desconocido. La noche estaba maravillosamente clara y musical: ranas, grillos y otros habitantes nocturnos dejaban oír sus voces como un coro sin dirección. El cielo parecía transparente y las estrellas se veían poco por la intensa luminosidad de la luna.
Había subido unos cuantos metros por el sendero, temeroso, inquieto pero decidido, cuando alcanzó a verlo sentado en una piedra, apoyado en un molle añoso. Estaba esperándolo.
Cuando lo tuvo a menos de tres metros, el hombre se incorporó y le hizo un gesto para que lo siga. Obedeció sin decir una palabra. Jacobo advirtió que tenía un defecto en una pierna y se ayudaba con una suerte de muleta o bastón largo que le llegaba al hombro; esta aparente minusvalía no parecía dificultarle la marcha. No alcanzó a ver su rostro por la oscuridad, pero sentía una suerte de alivio por haberlo encontrado.
Caminaron un tiempo que al visitante le pareció una eternidad, aunque quizás fueran apenas unos minutos en los que se mantuvo marchando detrás del hombre, guardando siempre la misma distancia. En un momento, el sendero entró en una suerte de galería vegetal y Jacobo se sobresaltó porque perdió de vista el cielo y todo se volvió muy oscuro, tanto que dejó de ver hasta sus manos; el indio, seguramente advertido de la inquietud del forastero, disminuyó la velocidad de su marcha y le permitió acercarse, hasta casi sentir su respiración, apenas agitada por el ascenso y dejó oír su voz por primera vez para decir algo así como falta poco.
Enseguida vio al fin de la galería una luz, que no era otra cosa que la de la luna. Al salir de túnel, a pocos pasos, estaba un alero de piedra que debía ser lo que llamaban la cueva. En un rincón Jacobo advirtió la tímida refulgencia de un fogón encendido.
El hombre le indicó que se sentara en una piedra que había en un lateral del alerto; hacia abajo del cerro, creyó advertir los reflejos del arroyo y quizá los contornos sombríos de la casa de Margarita.
El hombre le acercó un cuenco con algo de beber, en un gesto que pareció más una imposición que un convite. Gracias, dijo el visitante. El indio bebió un trago y Jacobo hizo lo propio, y sintió el sabor amargo pero agradable de algo parecido a un aguardiente lechosa. Entonces, el anfitrión habló.
–Qué lo trae.
–Vine para conocerlo y para saber si lo que se dice de usted es cierto.
–Ya ve. De dónde viene el hombre.
–De Córdoba, pero soy de Francia.
–Adónde queda eso.
–Del otro lado del mar. Mi pueblo se llama Puy Félix, que se parece mucho a tanto de la pampa.
–Y qué quiere saber el hombre.
–Se dice que usted es indio puro, comechingón.
–Comechingón es el nombre que usaron los blancos que vinieron después: los que no saben nada o saben poco y creen que saben todo. Las gentes de acá eran muchas y distintas, venidas de varios vientos y aquerenciadas en estos cerros.
El hombre hizo una pausa y se dirigió al rincón en el que ardía el fuego entre piedras. Había abandonado su muleta y se movía sin evidenciar su defecto dentro de la cueva. Algo se cocinaba en una olla de barro. El indio revolvió el contenido y sirvió el alimento en dos cuencos. Le extendió uno a Jacobo y una cuchara: probó con cuidado para no quemarse: sintió el sabor intenso de una especie de guiso con maíz y una carne fibrosa pero tierna.
–El hombre puede comer tranquilo: es charque de guazuncho.
Comieron en silencio. El indio volvió a servir los cuencos de la bebida y el visitante sintió un mareo suave y agradable y habló:
–Quiero saber de dónde son sus antepasados.
–Los mayores estaban en estos cerros mucho antes de que llegaran los blancos con sus pestes, sus vacas y sus armas. Los abuelos de los abuelos de los mayores llegaron de las tierras de los ríos, de donde viene el sol. Eso fue hace muchos soles. Vinieron siguiendo el rastro de los animales grandes que ya no están y que salieron buscando comida: el tatú gigante, el tigre de dientes largos que llamaban yaguá y otro que era como un caballo en dos patas. No había monte, esto era selva y llovía y llovía y el frío pasaba de largo. Los abuelos los cazaban con lanza y lanzadera para comer: acechaban, tenían paciencia, pasaban días y noches y los mataban al descuido.
–Pero usted no conoció esos animales y ni vivió esos tiempos, interrumpió Jacobo desconcertado.
–Es la historia de los más viejos, los que se fueron hace muchos soles. No lo vieron estos ojos, lo oyeron estos oídos. Después, mucho después, cuando ya no estaban ellos, los animales grandes ni los viejos que los cazaban y comieron, vinieron otros hombres y otros animales. También fueron mis abuelos que vinieron en familia grande con mujeres y con niños. Cazaban guazuncho, guanaco, mulita, vizcacha; y comían huevos y carne de suri; juntaban algarroba, mistol, piquillín, chañar… No necesitaban caballo, sabían caminar y correr. Esos abuelos viejos no tenían casas, no vivían en lugares fijos, dormían en los huecos de los cerros, entre las piedras. No se quedaban quietos: según los calores y los fríos se movían juntando frutos y siguiendo bichos, buscando sus nidos, sus dormideras. Eran su sustento, comida y abrigo. Mataban lo necesario: los bichos eran sus hermanos.
El indio hizo silencio. Jacobo estaba muy impresionado por el relato y le dijo que eso también era historia muy vieja, de sus antepasados lejanos.
El hombre no respondió. Jacobo vio de más cerca su pierna y advirtió que la renguera era cosa seria, como que le faltara una parte, un pie tal vez; y notó que daba saltos precisos sin ayuda del palo.
El indio encendió algo parecido a una pipa y lo que quemaba no era tabaco. Se la extendió a Jacobo como ofreciéndole fumar, pero se negó amablemente por temor o desconfianza. El hombre insistió y el visitante dio una pitada profunda, tosió y le devolvió la pipa.
–Los abuelos eran camiare por los padres y henia por las madres. Eran los nombres de sus lenguas. Venían de vientos diferentes, de tierras distintas y a veces se juntaban. Cuando los blancos llegaron no entendían y les pusieron comechingones. No entendían. Los abuelos, antes de llegar los blancos vivían en familia grande entre Copacabana, Ischilín y Ongamira. Estaban más quietos y tenían casas medio enterradas, medio levantadas, con techos de cuero de guanaco. Cazaban, juntaban semillas y frutos que guardaban en pozos y vasijas para cuando no había por el frío. Y sabían plantar y juntar las plantas en tierras mojadas cerca del río.
El indio hizo una pausa. Encendió la pipa y pitó.
–Cuando los blancos llegaron ya había poca lluvia, más frío y los ríos se secaban. Los animales se fueron yendo y la comida no era tanta y había muchas bocas; y niños nacían cada año y cuando se acababa la leche de las tetas de sus madres chillaban por comida. Pero los abuelos reían y hacían juntas con otras familias, con indios que venían de otros vientos y se quedaban muchos soles. Venían con sus curacas, sus mujeres y sus niños; y comían lo que había y lo que traían y tomaban chicha de algarroba y les venía la risa y la alegría. En las juntas se hablaba de la caza, del camino de los bichos, se recordaba a los muertos, se celebraban niñas que se hacían mujeres y niños que se hacían hombres. También hablaban de los indios malos, de los matreros, los que robaban comida, mujeres y a veces mataban: no los querían cerca, no los querían. De todo se hablaba en las juntas y a veces se pintaban las piedras y se dejaba escrito lo que se hablaba. Pasaban muchos soles y muchas lunas y después los otros volvían a sus tierras, a sus cerros, y quedaban los de acá más alegres: los que se iban llevaban semilla, charque y cuero; y dejaban vasija, huevos de suri o flechas. Lo que hiciera falta a unos y tuvieran los otros.
El indio hizo otra pausa. Encendió nuevamente la pipa y fumó; invitó a Jacobo, que pitó y sintió blandas sus piernas y su cabeza ligera.
–Cuando los blancos llegaron, con sus caballos y sus armas, no querían dejar nada y querían llevarse todo. Encomienda querían, como si fueran los dueños de la tierra que era de todos; trabajo del indio y frutos de la tierra, pedían cada año, con el frío y los calores: que cada hombre diera una parte de lo que conseguía de sustento para su familia, por nada. Y tanto era lo que pedían que para cada familia de cinco era como si le naciera un hijo nuevo, vago y hambriento. Querían su fanega, su arroba de semilla, de cuero, de charque hasta llegar al diezmo. Y el indio, apenas entregaba, volvía a trabajar para un cacique y un dios que no conocía, pero que los blancos mentaban para quitar. Y si alguno no daba o no entendía las palabras de los blancos, entonces venía el azote, el hierro caliente o la estaca. Los hermanos sabían defenderse sin hacer guerra: cambiando de casa, cambiando de nombre, buscando otro cerro, otro valle y otros ríos. Pero el blanco seguía, perseguía. Cada vez vinieron más blancos, más malos y más pedigüeños y empezaron a quedarse en las tierras y trajeron vacas; cercaron chacras y espantaron guanacos, guazunchos y suris.
Jacobo escuchaba atentamente mientras sentía que los bordes del cielo iluminado se movían y giraban las difusas estrellas, pero quería que indio continuara con su relato. Sintió que le entraba algo de sueño que lo obligaba a entrecerrar los ojos. El indio volvió a hablar.
–Las gentes de mis abuelos iban a los cerros de Ongamira. Había lugares para las juntas, las ceremonias y las curas: sabían ir al cerro Charalqueta, que sacaba los males de los niños y de los viejos. Hasta que vino un hombre que dijo que era el dueño de todo: de las tierras, de los animales y de los hombres. Muchos no quisieron y muchos murieron; otros defendieron a las mujeres, niños y viejos, con sus lanzas y sus flechas; los blancos tenían arcabuces y andaban a caballo. Los hermanos mataron al jefe, al que se decía el dueño de todo, Blas de Rosales le llamaban; y llevaron a las mujeres, los niños y los viejos al dicho cerro para darles cura y refugio; pero los blancos vencieron y los vinieron a buscar para hacerse dueños de ellos; pero los viejos dijeron mejor muertos y no esclavos y se soltaron con las crías y las mujeres por la ladera quebrada y casi todos murieron; y los que no, quedaron con las piernas o los brazos rotos y desaparecieron, nadie supo de ellos: ni de los muertos, ni de los vivos. El dolor de los hermanos que no fueron muertos era tan grande que no podían parar de llorar y de moverse: se escondían de día y andaban de noche para no encontrarse con los blancos que siempre le tuvieron miedo a lo oscuro. Muchos quedaron sin familia, sin casa, sin tierra y se volvieron cimarrones. Los que tuvieron hijos, los tuvieron rengos y mancos y los hijos de esos hijos también lo fueron. Decían los blancos que hacían los niños rotos adrede para que no pudieran trabajar las tierras que les robaron a los abuelos, ni pudieran picar la piedra donde los blancos los hacían escarbar para sacar un oro…
Cuando Jacobo abrió los ojos, estaba amaneciendo. Se incorporó con dificultad. Sentía un revoltijo en las tripas y en el estómago. Como pudo se apartó un poco del alero, se bajó los pantalones y dejó salir una deyección meteórica y flatulenta, que se fue resolviendo en otras más leves pero acompañadas de fuertes retortijones, hasta dejarse caer de costado, alcanzando apenas a sortear el reguero de bosta que lo circundaba.
Estuvo así recostado un tiempo y advirtió que el indio ya no estaba ahí. Se incorporó un poco y se limpió como pudo con las hojas de una enredadera que colgaba del alero. Alcanzó a ver los restos de lo que había sido el fogón de la noche, pero ninguno de los utensilios con los que el indio cocinó y le sirvió la bebida y la comida.
Estuvo un tiempo en reposo, un buen rato hasta que vio el sol subir un poco por el este y alumbrar la boca de la cueva. Se sintió de golpe reconfortado y tuvo la intención de llamar al indio, pero no sabía su nombre.
Jacobo estaba compuesto y aliviado como si hubiera tenido un largo y reparador sueño en un lecho confortable. Se sentía lleno de una inusual alegría. Miró desde lo alto y distinguió claramente los techos de la casa de Margarita, la galería, los corrales y, más abajo, el arroyo que ya relampagueaba.
El visitante se dispuso a regresar y comenzó a desandar el sendero. Muy pronto estuvo al pie de la loma y, como si lo conociera desde siempre, vadeo el arroyo por las mismas piedras en que lo había hecho la noche anterior, pero sin tropezón ni caída. Pronto estuvo en su morada de esos días.
Margarita andaba de acá para allá como siempre con los quehaceres de la casa, pero al verlo alzó el brazo y lo saludó con una sonrisa; se acercó y le hizo sentir un afecto que no había manifestado antes y como si fuera su madre, le dijo que fuera a darse un baño, que apestaba; y que no demorase mucho porque serviría el desayuno.
Jacobo bajó al arroyo, se despojó de todas las ropas y, apenas en calzones, se dio el baño de su vida: el agua estaba muy fresca, pero no le resultaba desagradable. Después se fue para el cuarto y se puso camisa y pantalones limpios; armó su bolso, ordenó el cuarto y salió a la galería donde ya lo esperaba Margarita con un desayuno más completo que los anteriores: pan, queso de cabra, un poco de carne salada y leche de oveja.
Andaba por ahí una niña de unos 10 o 12 años que no había visto antes.
–Es mi nieta, Pochi, vino esta mañana y se queda unos días conmigo. Es la hija de mi hija Hiti. Nos hacemos compañía de vez en cuando.
Margarita lo acompañó con la comida. Él tragaba como un adolescente y esperaba que le pregunte por el encuentro con el indio; pero eso no ocurrió a pesar de que la mujer se mostraba alegre y dispuesta a la conversación. Ella apenas pronunció un cómo estuvo todo anoche que no esperaba respuesta.
Le conto que era viuda, que su apellido era Evaristi, que había nacido antes en 1840, en La Gilda, cerca de Río Cuarto, en el campo, en la pampa, muy cerca de las tierras que eran todavía ocupadas por los indios de allá. Era hija de un trabajador rural vasco y estuvo enamorada de un cura que le enseñaba a leer a los hijos de los peones en el mismo rancho donde vivía; dijo quererlo todavía pero que hacía años no sabía de él. Fue casada por obligación con un comerciante que tenía cierta fortuna y la perdió jugando a los naipes, a los que se había vuelto adicto. Cuando nació su tercer hijo vinieron a vivir acá, a Tanti. Se instalaron en una tapera al lado del arroyo sin nombre. Tuvo ocho hijos, y en una crecida se le ahogó el mayor, que ya tenía 18 años: se tiró al agua para salvar unos cabritos y se perdió. Desde hacía varios años vivía sola, sus hijos hacían sus vidas y a veces venían a visitarla. Tenía varios nietos.
Estaban en eso cuando oyeron los ladridos de los perros que anunciaron la llegada de Altamirano y sus petizos alazanes. Margarita lo invitó a apearse y lo convidó a sumarse al desayuno. Le dio agua fresca y le cebó unos mates. Al rato, el baqueano le dijo a Jacobo que era hora de partir.
Margarita los acompaño hasta el palenque. Jacobo le extendió el dinero que habían acordado por la estancia, pero la mujer le apartó la mano y le tendió los brazos y se dejó abrazar por el joven que sintió su cuerpo pequeño y flaco pero firme y suave. Ella también lo apretó unos instantes y en un susurro le dijo al oído: cuando no habla me recuerda a mi hijo, que tenía el pelo rojizo como usted. Y agregó en voz alta:
–Cuídese y vuelva cuando quiera.
El regreso se le hizo más corto. Altamirano le contó que en la madrugada salía para las sierras grandes a buscar unas ovejas. Hablaron de otros asuntos del campo y de la ciudad. Recién cuando estaban llegando a la estación de Bella Vista, el baqueano le preguntó si había visto al indio.
Jacobo demoró unos segundos y dijo que no, que no se había dado la oportunidad, pero que valió la pena visitar Tanti. Y que seguramente volvería y que en ese caso requeriría nuevamente de sus servicios. El joven pagó lo acordado y se despidieron.
Enseguida se oyó el pitido del tren llegando a la estación. Eran casi las cuatro de la tarde. Jacobo abordó el tren y buscó el mismo lugar que había ocupado en la venida. Y se dispuso a hacer lo que no había hecho en todo el viaje: escribir unas notas que le sirvieran para un informe que, pensaba, quizá le interesara a Ameghino, porque sentía mucha gratitud por el trabajo que le diera en el museo, pero no sabía por dónde empezar.
El viaje se hizo corto también, pero alcanzó a hacer unas pocas anotaciones, algunas viñetas que llevaban por título "Altamirano", "Los alazanes", "Margarita", "el arroyo sin nombre", pero nada del indio.
En los días siguientes sintió varias veces el impulso a escribir sobre lo vivido y fue acumulando apuntes, pero a medida que avanzaba en la redacción tenía la convicción de que lo que estaba escribiendo quizá no le interesara a su mentor: a veces por falta de rigor científico a veces; y otras por fantasioso.
Avanzó en la escritura. Sentía que su trabajo en el museo lo desviaba de su objetivo, pero en algunos de los días sucesivos se amaneció tratando de exponer su experiencia. Una de esas noches, gastó las horas en pensar un título para su informe que desde hacía un tiempo llamaba "el cuento". Anotó varios en el encabezamiento: "La cueva del indio"; "El indio" "Encuentro con un comechingón", entre otros, y "Tanti". Ese nombre le quedó resonado y cuando llegó al museo esa mañana se fue derecho a buscar a un glosario de voces indígenas que había empezado un colaborador de Ameghino tiempo atrás. Entre varias palabras, encontró Tanti, que según el informante anónimo significaba en sanavirón "Solar de piedra" y en comechingón "Lugar de encuentro". Entonces Jacobo sintió que había encontrado un nombre posible a su narración.
Para Sylvie y Fernando, del otro lado del mar.
Este relato era inédito y forma parte de la serie Alguien que recoja la palabra.
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