Un buen comienzo
Luis Eliseo Altamira

La conocí un domingo en que andábamos con Julio Cáceres en el sulky. Era de noche, no había un alma en las calles y el repique de los cascos resonaba en las casas dormidas. De repente distinguimos una silueta subiendo por la Achával Rodríguez.
- Es Irene… - dijo Julio para sí y apuró la marcha.
Era Irene.
Mi amigo se ofreció para alcanzarla. El cabello rubio sobre un saco desgastado, el rostro despejado y hermoso, su distinción me deslumbraron de inmediato. Ellos se conocían de Anizacate y empezaron a hablar de sus vidas, de sus allegados, esas cosas. Yo quería intervenir, decir algo interesante o gracioso, pero todo lo que se me ocurría me resultaba torpe, estúpido, por lo que fui cayendo en un mutismo del que ella me rescataba cada vez que me dirigía la palabra - con un tacto y una delicadeza que, no entendía por qué, parecía inspirarle mi persona…
Estuvimos dando unas vueltas y, al separarnos, nos invitó a ir a su bar - restaurante.
- Es el único de la calle San Lorenzo, que tiene tres cuadras… - aclaró -. No le pueden errar.
¿Irene era la dueña de Conesa? No lo podía creer, nadie más alejado de esos aspirantes a prosapia que regentean y concurren a esos lugares que rehuyo. Sentí que se rebajaba a darles el lujo de su trato, a formar parte de sus ritos de diferenciación; lo que, no obstante, no la desmereció a mis ojos.
Quería verla y qué mejor que en el restaurante. Yendo con Julio podría tener una proximidad que no se agotaría con el saludo y las charlas de rigor al momento de pedir, pagar y despedirme. Pero alguien me contó que Julio se había esguinzado trabajando en el campo, por lo que decidí esperar a que se recuperara.
*
Los días pasaban y Julio no aparecía y yo presentí que aquella calidez que se había dado en el sulky se enfriaría irremediablemente. Por lo que una noche tomé coraje y fui.
La sorpresa al ingresar fue escuchar música de Zappa (sonaba el Overnite sensation a un volumen moderado) y el estado de deterioro en que se encontraban ciertas partes de la casa. Eran como antiguas hendiduras absueltas del cuidado, el orden, la limpieza que imperaba en el lugar.
Me quedé mirando una rajadura por la que se veía el ambiente contiguo… Irene se acercó por detrás y me besó en la mejilla.
- Hola, Manuel… - dijo con calidez - Qué bien que hayas venido…
Se acordaba de mi nombre y estaba preciosa.
- ¿Qué ves? – me preguntó.
- Una rajadura – dije.
Nos reímos.
- Sí, bueno. Pero, ¿qué más?
- No sé…
- ¿Qué? - insistió.
- No sé, como huellas de un espíritu… que continuaran manando su energía, ¿no? Ahí, ahí…
Señalé los lugares donde veía eso.
- Por eso las dejé – convino y me invitó a ir a la barra.
En la barra estaban hablando de Zappa, alguien decía que su trascendencia como roquero haría que le prestaran atención a sus composiciones para música clásica.
- Soy Gaspar - me dijo ese alguien con cordialidad, señalándome la banqueta que tenía a su lado.
- Manuel - le dije mientras me sentaba y le tendía la mano.
Irene me presentó a los demás.
- Antonio Alcoriza…
- Encantado – dijo Antonio, que tenía alrededor del cuello esas bandas de plástico que llevan los sacerdotes. La cabeza calva y redonda, los ojos relucientes y renegridos, la expresión apesadumbrada, Antonio tomaba vino de una antigua jarra de cerámica que, después supe, era de él.
- Melina, la huella de su canto echó raíces…
Melina me sonrió y dijo:
- No le hagas caso a esta loca, Manuel. Hola.
Y se incorporó para darme un beso. Su rostro pequeño enmarcado por una abundante cabellera, los ojos inquisitivos y llenos de humor, el cutis trigueño. Ya habíamos hablado con anterioridad - amigos comunes mediante.
- Y Flat Nose Jochen, el austríaco…
Jochen se rio.
- Mucho gustou - dijo y me dio la mano.
Alto, la nariz como aplastada por un puño, se notaba que el austríaco reservaba un buen espacio para sí dentro de él.
- Falta Piers y algunos otros, pero con éstos tenés una muestra - concluyó Irene con cariño.
La gente de las mesas se veía distendida, lo opuesto a la representación de una condición social que había barruntado. Y es que Conesa era un lugar, lo iría descubriendo con las noches, para ponerse a salvo de la realidad, algo así como una embajada de la pureza, de la calidad de la consideración, en la que querrías permanecer las veinticuatro horas, ¿sabés? Había un orden… Más que un orden, un estar emocional que Irene había experimentado la primera vez que estuvo en la casa.
*
Para aquella, mi primera noche, los de la barra habían acordado ir a ver Alta Gracia desde las sierras. Fuimos en el viejo Renault 19 de Jochen, que él manejaba como los dioses. Bajamos en la cascada del primer paredón y subimos al cerro. La vista era hermosa, las luces de la ciudad me hicieron pensar en brasas de un asado para seres inmensos. Pero al descender perdimos la perspectiva y nos cercó la oscuridad. Estábamos desorientados y corríamos el peligro de perdernos.
Yo propuse seguir el primer camino de huella que encontrásemos, ya que indefectiblemente tenía que conducirnos a un lugar habitado. Así fue como llegamos al arroyo y, siguiendo el curso del agua, conseguimos regresar al auto.
Me convertí en el héroe de la noche, pero yo estaba muy desanimado porque Jochen e Irene no paraban de coquetear. Trataba de disimularlo pero todos lo percibían.
- Basta, Jochen… – dijo Melina en un momento y miró a Irene con severidad.
- Discúlpanos, Manuel - dijo el austríaco al rato -. Es un juego tonto entre nosotros, nada más.
Entonces medí la importancia que tenía para Irene y me llené de dicha. Volvimos en el asiento de atrás del Renault 19, besándonos, entre las bromas de los demás.
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