Un hada entre salames

Marta García


Foto: Francesca Woodman
Foto: Francesca Woodman

Era una vecina excepcional. De esas que no existen. De hecho, no existía. Cuando no te veían por la proveeduría no eras un ser con nacionalidad de carne y hueso sino una fantasía sin patria. Eso era ley en un barrio acostumbrado a dar una prueba de vida cada mañana entre aceitunas sueltas y galletas marineras que podías probar antes como si recién las conocieras. Allí se cocinaba una existencia llena de noticias de último momento barrial a las que el resto del mundo trataba como chismes, se regalaba la parte final de los fiambres a albañiles sin recibo de sueldo y nos daban las latas de dulce de batatas vacías para que le chupáramos el almíbar. Hasta que un día la vecina que no existía, existió pero para abajo. Y en el sótano de la proveeduría, detrás de una cortina de salames, dos niñas de nueve años la descubrieron.

La hija de la almacenera y su amiga tenían prohibido bajar al sótano porque pellizcaban los salames después de hurgarse la nariz y acariciar sapos. Ese día la despensa explotaba de vecindad y chismes sin uso: la maestra particular del barrio se había embarazado sin dios, sin patrón y sin marido y el hijo de la verdulera andaba preguntando precios de pañales. Las niñas aprovecharon la balacera de dimes y diretes semiautomáticos y bajaron al pacífico mundo que se embutía en el sótano.

-Mirá qué salame más grandote…
-Debe ser el de Milán… y este otro es igualito a los de Colonia Caroya
-No… son de acá… mi papá los prep… ¡chist…chist!… ¿escuchaste?

Al correr los salames que colgaban como ejecutados con grasa, piolines y carne fermentada, la vieron.

-Mirá, es una chica….
-¡Hola… no te asustes!… Nosotras también entramos sin permiso…
-Yo no voy a decir que las vi…
-Nosotras tampoco que te vimos.

Y frente a una multitud de tripas esperando la llegada del moho, sellaron un pacto con emanaciones de ajo y pimienta negra. Pero como tenían nueve años entendieron que la cobertura del pacto no incluía a las abuelas, las únicas que guardan los secretos que se les caen a las nietas.

-Abu… abu… no sabés lo que vimos…
-Sí… sí… en el sótano… no teníamos que entrar pero bué… ¡y había una chica entre los salames!
-Parece una chica... pero es una hadita y no hay que decirle a nadie porque no existen y si descubren que existe una en el sótano del almacén van a venir unos ogros que la están persiguiendo porque no les gustan los seres que vuelan y le van a cortar las alitas y entonces sí… ya no va a existir en serio… así que ni una palabra…
-Pero no tiene alitas, abu…
-Son transparentes para que nadie las vea a menos que ella sienta que no corre peligro.
-Y hasta cuándo se va a esconder en el sótano…
-Hasta que le consigamos un lugar en algún cuento valiente que no le tenga miedo a los ogros y que la acepte tal como es …

Antes de que se fueran a pensar dónde ponían tantos secretos, las roció de colonia porque el olor a salame que emanaban hablaba como un testigo de cargo.

Pasó el tiempo de las fantasías y las niñas crecieron como crecen las personas que guardan como abuelas secretos de hadas, esperando que vuelvan con la recompensa de poder ver sus alas por no haber dicho una palabra.

Al terminar su declaración en aquel juicio, se dio vuelta y miró a los ogros sentados a su espalda con cara de cazadores de hadas. Y en ese instante le vimos las alas. El hadita de los salames estaba allí para darnos su evanescente recompensa después de tantos años. Finalmente, aquel barrio de chismes públicos de almacén y solidaridades secretas de abuela le había conseguido lugar en un país de cuento valiente. Y allí estaba, retornando como un ser con nacionalidad de carne y hueso. Al reconocernos en la sala, convirtió nuestra fantasía en una fantasía con patria, en la que quizás, algún día, nos animemos a volar como ella.




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